Las
relaciones sexuales entre parientes son muy frecuentes entre los principales
personajes del Antiguo Testamento, y aunque Dios las prohibió reiteradamente a
través del marco legal que le impuso a su pueblo, no es menos cierto que las
permitió sin problemas cuando los transgresores del tabú eran santos varones de
su agrado y conveniencia.
Así, por ejemplo, Abraham se casó con su
hermanastra Sara; Najor, hermano de Abraham, lo hizo con su sobrina Melcá;
Isaac, hijo de Abraham y Sara, se casó con su sobrina Rebeca; Jacob, hijo de
Isaac y Rebeca, se desposó con sus primas Lía y Raquel... las dos hijas de Lot
se acostaron con su padre; Judá dejó preñada a su nuera Tamar; Moisés y Aarón
eran hijos de Amram y de su tía; Tobías se casó con su prima; Amnón, hijo de
David, violó y luego repudió a su hermana Tamar; Roboam, hijo de Salomón, se
casó con sus primas Majalat y Maacá; etc.
Las relaciones sexuales, como no podía ser de
otro modo, también provocaron el afán legislador de Dios, que, según el
Levítico, prohibió las siguientes:
“Ninguno de vosotros se acercará a una pariente
directa para tener relaciones con ella: ¡Yo soy Yavé! No tendrás relaciones con
tu padre ni con tu madre (...) No tendrás relaciones con la mujer de tu padre
(...) No tendrás relaciones con tu hermana, hija de tu padre o de tu madre,
nacida en casa o fuera de ella. No tendrás relaciones con las hijas de tu hijo
o de tu hija (...) No tendrás relaciones con tu hermana, hija de tu padre
aunque de otra madre (...) No tendrás relaciones con la hermana de tu padre
(...) No tendrás relaciones con la hermana de tu madre (...) Respeta al hermano
de tu padre, y no tengas relaciones con su mujer, pues es tu tía. No tendrás
relaciones con la mujer de tu hijo (...) No tendrás relaciones con la mujer de
tu hermano (...) No tendrás relaciones con una mujer y su hija, y tampoco
tomarás a su nieta (...) Teniendo ya mujer, no tomarás a su hermana para
ponerla celosa, teniendo relaciones con su hermana mientras viva ella.
No tendrás relaciones con una mujer durante el
período de sus reglas. No te acostarás con la mujer de tu prójimo, pues es una
maldad (...) No te acostarás con un hombre como se hace con una mujer: esto es
una cosa abominable. No te acostarás con un animal: la mancha te quedaría. Tampoco
la mujer se dejará cubrir por un animal: esto es una cosa abominable (...)”
Cualquiera que cometa estas abominaciones, todas
esas personas serán eliminadas de su pueblo (Lv 18,6-29). El incumplimiento de
estas normas por parte de varones bíblicos benditos de Dios fue abundante y
desvergonzado, desencadenando a menudo sucesos terribles, pero siempre contando
con el beneplácito, protección y comprensión de Dios, que en lugar de castigar
a esos varones transgresores, tal como él mismo impuso, procuró su enriquecimiento
y buena fama y posición.
Veremos seguidamente unos pocos ejemplos
paradigmáticos.
LAS HIJAS DE LOT
LAS HIJAS DE LOT
La
historia de Lot y sus hijas había comenzado ya muy mal cuando éste, para evitar
que los sodomitas conociesen las posibles delicias sexuales de los dos ángeles
que se alojaron en su casa, les ofreció a sus hijas para que fuesen violadas.
La cosa no pasó a mayores, pero Dios, tal como es bien conocido, decidió
destruir Sodoma y Gomorra y, claro, salvar a su fiel Lot y familia. Así lo
cuenta el Génesis:
“Al amanecer los ángeles apuraron a Lot
diciéndole: «Date prisa, toma a tu esposa y a tus dos hijas y márchate, no sea
que te alcance el castigo de esta ciudad». Y como él aún vacilase, lo tomaron
de la mano, junto a su mujer y a sus dos hijas, porque Yavé había tenido
compasión de ellos, y lo llevaron fuera de la ciudad.
Una vez fuera, le dijeron: «Ponte a salvo. Por tu
vida, no mires hacia atrás ni te detengas en parte alguna de esta llanura, sino
que huye a la montaña para que no perezcas». Pero Lot replicó: «¡Oh, no, Señor
mío! Veo que me has hecho un gran favor y que has sido muy bueno conmigo
conservándome la vida. Pero yo no puedo llegar hasta la montaña sin que me
alcance el desastre y la muerte. Mira este pueblito que está más cerca y en el
que podría refugiarme. Es tan pequeño, y para mí es cosa de vida o muerte, ¿no
podría estar a salvo allí?».El otro respondió: «También este favor te lo
concedo, y no destruiré ese pueblo del que has hablado. Pero huye rápidamente,
ya que no puedo hacer nada hasta que tú no hayas llegado allá». (Por esto,
aquel pueblo fue llamado Soar, o sea, Pequeño.)
El sol ya había salido cuando Lot entró en Soar.
Entonces Yavé hizo llover del cielo sobre Sodoma y Gomorra azufre ardiendo que
venía de Yavé, y que destruyó completamente estas ciudades y toda la llanura
con todos sus habitantes y la vegetación. La mujer de Lot miró hacia atrás, y
quedó convertida en una estatua de sal (...) [y Lot, varón bíblico al fin y al
cabo, se quedó tan tranquilo; ni se quejó ni volvió a preguntar por ella].
Después Lot salió de Soar con sus dos hijas, pues
no se sentía seguro allí, y se fue a vivir al monte, en una cueva [excelente
decisión, sí, señor]. Entonces dijo la hija mayor a la menor: «Nuestro
padre está viejo y no ha quedado ni un hombre siquiera en esta región que pueda
unirse a nosotras como se hace en todo el mundo [la chica era un tanto
desmemoriada, ya que Dios había salvado, al menos, el pueblo de Soar, en el que
se habían refugiado y que no parecía carecer de varones...]. Ven y
embriaguémoslo con vino y acostémonos con él. Así sobrevivirá la familia de
nuestro padre. Y así lo hicieron aquella misma noche, y la mayor se acostó con
su padre, quien no se dio cuenta de nada, ni cuando ella se acostó ni cuando se
levantó [si Lot «no se dio cuenta de nada», estamos ante un milagro, ya que el
alto nivel etílico requerido para tal inconsciencia, y máxime en un anciano,
impide los mecanismos fisiológicos necesarios para procurar una preñez].
Al día siguiente dijo la mayor a la menor: «Ya
sabes que me acosté anoche con mi padre. Hagámosle beber vino otra vez esta
noche y te acuestas tú también con él, para que la raza de nuestro padre no
desaparezca». Le hicieron beber y lo embriagaron de nuevo aquella noche, y la
hija menor se acostó con él. El padre no se dio cuenta de nada, ni cuando ella
se acostó ni cuando se levantó.
Y así las dos hijas de Lot quedaron embarazadas
de su padre. La mayor dio a luz un hijo y lo llamó Moab: éste fue el padre de
los moabitas, que todavía existen hoy. La menor también dio a luz un hijo y lo
llamó Ben-Ammí, y es el padre de los actuales amonitas (Gn 19,15-38).
Dios, que tan al tanto estaba de lo que pasaba en
la zona que no se le escapó la ocasión de fulminar a la esposa de Lot —una
mujer, claro, que ellas son las víctimas bíblicas por antonomasia—, por girarse
a contemplar la masacre divina de lo que había sido su tierra, olvidó
comunicarle a Lot que el mundo conocido seguía igual que siempre, aunque con
dos zonas algo chamuscadas por la ira divina.
Lot anduvo por el pueblo de Soar y sin saber por
qué —al menos nosotros, ya que Dios sí estaba en la cosa, naturalmente— se fue
a vivir al monte con sus hijas, ¿y no se dieron cuenta de que Soar seguía en su
sitio cuando lo abandonaron? Bien. Pero entonces ¿cómo es que las hijas,
compenetradas bajo idéntica fuerza y ciclo hormonal, se creyeron solas en el
universo y fueron a por su padre? Quizá la historia presente algunos puntos dudosos...
pero esto es palabra de Dios, así es que veamos el ejemplo recibido de un hecho
que debe darse por cierto.
Las hijas, que no rechistaron cuando su padre las
ofreció para ser violadas por la masa de sodomitas, se volvieron entonces
conscientes de su deber reproductivo —o se despertaron con sus facultades
mentales algo alteradas— y, aduciendo una mentira absurda —salvo que Dios
hubiese borrado de su memoria la existencia de Soar—, decidieron emborrachar a
su padre hasta el coma etílico y, en tal estado, usarlo en dos ocasiones para
quedar preñadas; y Lot, el padre, dice Dios, no se enteró de nada. ¡Vaya
familia! ¿Qué le puede contar un padre cristiano a su prole sobre la conducta
de Lot y la de sus hijas?
Ellas, con un proceder inadmisible incluso para
las peores familias de la época. Él, con una conducta indigna en cualquier
tiempo y lugar. Según Lot, si había que emborracharse porque lo pedían las
hijas, se bebía sin mesura y sin hacer preguntas; y si había que hacerse el
despistado para que las hijas conociesen varón, pues uno se dejaba hacer sin
rechistar (bajo la coartada, eso sí, del presunto coma etílico); y si había que
quedarse calladito cuando uno se encontraba a sus dos hijas solteras preñadas
sin salir de casa —esto es, de la cueva—, pues se tragaba el sapo y se miraba
en dirección a Constantinopla. Lot, a juzgar por lo estupendamente que le trató
Dios, fue considerado como un padrazo para sus hijas.
La historia no podría explicarse sin la
intervención directa de Dios, que incitó a las hijas al olvido de Soar para
justificar la deshonra de su padre —¿bajo qué otra influencia esas dos
señoritas, de tan buena y santa educación en el temor de Dios, podrían haber
osado perpetrar tamaño desaguisado?—; que protegió y encubrió a padre e hijas
ante la condena segura que debía derivarse de la transgresión de su propia ley
divina —«No tendrás relaciones con tu padre ni con tu madre» (Lv 18,7)—; y que
bendijo esos incestos porque le iban estupendamente para lanzar a la escena
bíblica a dos pueblos, moabitas y amonitas, que
le darán mucho juego a Dios en sus manejos de la historia (bíblica) de Israel,
puesto que facilitarán excelentes páginas épicas en los relatos
veterotestamentarios, repletas de guerras, asesinatos, expolios, violaciones,
sufrimientos y castigos divinos a un bando o al contrario, según fuese
menester.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza:
el incesto no es delito, ni siquiera pecado, si uno está muy borracho (o lo
finge); y, en todo caso, un delito cometido en despoblado tiene el silencio de
Dios por aliado... quizá porque, tal como reza un refrán popular, «ojos que no
ven, corazón que no siente».
JUDÁ Y TAMAR
En
la historia de Judá, el cuarto hijo de Jacob y Lía y fundador de la tribu
israelita que llevó su nombre, se puede apreciar, una vez más, la gran afición
de Dios al asesinato sin aducir otra causa que el peregrino argumento de que
sus víctimas le parecieron «malas» a sus divinos ojos. También se muestra la
calaña de un varón tan principal como Judá, bendecido por el dios bíblico a fin
de liderar y conformar su pueblo elegido.
Leemos en el Libro del Génesis:
“Por aquel tiempo Judá se separó de sus hermanos
y bajó donde un tal Jirá, que era de Adulam. Allí conoció a la hija de un
cananeo llamado Sué, a la que tomó por esposa. Ésta quedó embarazada y dio a
luz un hijo al que llamó Er. Tuvo un segundo hijo, al que llamó Onán, y,
estando en Quézib dio a luz un tercer hijo al que puso el nombre de Sela.Judá tomó como esposa para su primogénito Er, a
una mujer llamada Tamar. Er, primogénito de Judá, fue malo a los ojos de Yavé,
y él le quitó la vida [así, sin más explicación; Dios lo ejecutó de forma
sumaria]. Entonces Judá dijo a Onán: «Cumple con tu deber de cuñado, y toma a
la esposa de tu hermano para darle descendencia a tu hermano». Onán sabía que
aquella descendencia no sería suya, y así, cuando tenía relaciones con su
cuñada, derramaba en tierra el semen, para no darle un hijo a su hermano. Esto
no le gustó a Yavé, y le quitó también la vida [nueva ejecución sumaria; pero
de ésta nos ocuparemos en el apartado siguiente]. Entonces Judá dijo a su nuera
Tamar: «Vuelve como viuda a la casa de tu padre, hasta que mi hijo Sela se haga
mayor». Porque Judá tenía miedo de que Sela muriera también, al igual que sus
hermanos. Tamar se fue y se quedó en la casa de su padre.
Bastante tiempo después, murió la esposa de Judá.
Terminado el luto, Judá subió con su amigo Jirá de Adulam a Timna, donde
estaban esquilando sus ovejas.
Alguien informó a Tamar de que su suegro iba
camino de Timna, para la esquila de su rebaño. Ella entonces se sacó sus ropas
de viuda, se cubrió con un velo, y con el velo puesto fue a sentarse a la
entrada de Enaín, que está en el camino a Timna, pues veía que Sela era ya
mayor, y todavía no la había hecho su mujer.Al pasar Judá por dicho lugar, pensó que era una
prostituta, pues tenía la cara tapada. Se acercó a ella y le dijo: «Déjame que
me acueste contigo»; pues no sabía que era su nuera. Ella le dijo: «¿Y qué me
vas a dar para esto?».
Él le dijo: «Te enviaré un cabrito de mi rebaño».
Mas ella respondió: «Bien, pero me vas a dejar algo en prenda hasta que lo
envíes». Judá preguntó: «¿Qué prenda quieres que te dé?». Ella contestó: «El
sello que llevas colgado de tu cuello, con su cordón, y el bastón que llevas en
la mano». Él se los dio y se acostó con ella, y la dejó embarazada. Ella
después se marchó a su casa y, quitándose el velo, se puso sus ropas de viuda.
Judá envió el cabrito por intermedio de su amigo
de Adulam, con el fin de recobrar lo que había dejado a la mujer, pero no la
encontró. Entonces preguntó a la gente del lugar: «¿Dónde está la prostituta
que se sienta en Enaín, al borde del camino?». Le respondieron: «Nunca ha
habido prostituta alguna por allí». Volvió, pues, el hombre donde Judá y le
dijo: «No la he encontrado, e incluso las personas del lugar dicen que jamás ha
habido prostituta por esos lados». Judá respondió: «Que se quede no más con la
prenda, con tal que la gente no se ría de nosotros. Después de todo, yo le
mandé el cabrito y si tú no la has encontrado, yo no tengo la culpa».
Como tres meses después, le contaron a Judá: «Tu
nuera Tamar se ha prostituido, y
ahora está esperando un hijo». Entonces dijo Judá: «Llévenla afuera y que sea
quemada viva». Pero cuando ya la llevaban, ella mandó a decir a su suegro: «Me
ha dejado embarazada el hombre a quien pertenecen estas cosas. Averigua, pues,
quién es el dueño de este anillo [antes era un sello colgado del cuello], este
cordón y este bastón». Judá reconoció que eran suyos y dijo: «Soy yo el
culpable, y no Tamar, porque no le he dado a mi hijo Sela». Y no tuvo más
relaciones con ella.
Cuando le llegó el tiempo de dar a luz, resultó
que tenía dos gemelos en su seno. Al dar a luz, uno de ellos sacó una mano y la
partera la agarró y ató a ella un hilo rojo, diciendo: «Este ha sido el primero
en salir». Pero el niño retiró la mano y salió su hermano. «¡Cómo te has
abierto brecha!», dijo la partera, y lo llamó Peres. Detrás salió el que tenía el hilo
atado a la mano, y lo llamó Zeraj (Gn 38,1-30).
Magnífico ejemplo para una familia cristiana.
En primer lugar, el bueno de Judá ve a una mujer
sentada al borde del camino, en la entrada de un pueblo, y piensa, sin más, que
es una ramera y, claro, varón al fin y al cabo, no puede evitar pedirle un
servicio de alivio a cambio de precio. Esta imagen degradante de la mujer, que es
tratada como un mero objeto sexual, es la que Dios afirmó y avaló a lo largo
del Antiguo Testamento y, lamentablemente, la que fortalecieron con textos
aberrantes insignes prohombres del cristianismo, como san Agustín de Hipona y
sus sucesores ideológicos, hasta asentarla como norma en el núcleo de las conductas
machistas —de violencia de género— que han imperado en nuestra sociedad hasta
hace muy poco (si es que queremos pensar que han desaparecido; cuestión harto
discutible).
En segundo lugar, ese bendito de Dios fue un
auténtico majadero al que no se le ocurrió otra cosa que apañar con urgencia su
desahogo dejando en prenda lo que le solicitó la supuesta ramera —«el sello que
llevas colgado de tu cuello, con su cordón, y el bastón que llevas en la
mano»—. ¿Tan necesitado de alivio estaba Judá? ¿No podía esperar un ratito a
que algún criado se acercase a su rebaño para poder pagarle a la ramera con el
cabrito acordado? ¿Es que no llevaban efectivo ni él ni su amigo?
Con este ejemplo en mente, ¿cómo un padre
cristiano puede pretender educar a sus hijos en virtudes tan notables como la
paciencia y la templanza?
Menos mal, y de ello ya se aprende algo, que ese
hombre de Dios acabó siendo consciente del ridículo patético que había
protagonizado, según se desprende del hecho de que prefiriese que la ramera
desaparecida se quedase con los objetos entregados en prenda «con tal que la
gente no se ría de nosotros». Bueno, de la historia, al menos, se aprende
hipocresía, que es también una virtud muy cristiana.Judá, hombre certero donde los haya, dejó
embarazada a la primera a quien fue esposa de dos de sus hijos —y, al parecer,
causa desencadenante de la ejecución divina de ambos— y prometida del tercero,
pero no reconoció quién era ella ni siquiera en medio de un lance reproductivo
diurno. Aflora, una vez más, el mayor misterio de la Biblia: ¿cómo yacían los
varones bíblicos para que éste, como otros muchos, no fuese capaz de reconocer
la identidad de la mujer con la que estaba apareándose?
Ella, más tramposa que las peores de su oficio
(según se las presenta en la Biblia), salvó la piel mediante un hábil chantaje
a su suegro, amante y juez —y mentiroso, ya que no le había dado a su tercer
hijo como esposo—, mientras que Judá, actuando con total arbitrariedad e
impunidad, se saltó a la torera la ley que prohibía este tipo de incesto y
adulterio —la relación sexual de Tamar era delictiva para aquel pueblo de
vándalos con independencia de que su amante fuese un vecino o su suegro— y se
salvó de la lapidación a sí mismo y a su nuera... que no está mal que en la
Biblia pase algo civilizado, pero si al pobre Onán Dios lo fulminó por no
querer preñar a Tamar, ¿qué no debería haberles hecho Dios a ésta —por fingir
ser una ramera, darse sexualmente siendo viuda, y engañar a su suegro para que
la preñase— y a su amante, que transgredió una ley que penaba su conducta con
la muerte?
Pero Dios no estaba por la labor de aplicar en
este caso su divina justicia. Quizá ya había matado suficiente en la casa de
Judá, o tal vez tenía mejores planes para uno de los hijos que nacería de esa
unión incestuosa entre Tamar y su suegro Judá. Ese hijo, Peres (o Fares), será
uno de los antepasados de Jesús según las genealogías neotestamentarias (véanse
Mt 1,3; o Lc 3,33).
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza:
la incontinencia es virtud, la mentira, un bien, la hipocresía, un don, la
mujer, un objeto (adornado de malicia, eso sí) y el incesto, un medio aceptable
a los ojos de Dios si le sirve a sus siempre inescrutables planes.
ONÁN
Acabamos
de leer esta historia en el apartado anterior, pero dada su trascendencia
histórica, que ha dado lugar incluso a un concepto específico, el de onanismo
como sinónimo de masturbación, será adecuado detenernos un poco en ella. Lo que
se dice es bien poco, aunque su trascendencia acabará siendo mucha:
Entonces Judá dijo a Onán: «Cumple con tu deber
de cuñado, y toma a la esposa de tu hermano para darle descendencia a tu
hermano». Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y así, cuando
tenía relaciones con su cuñada, derramaba en tierra el semen, para no darle un
hijo a su hermano. Esto no le gustó a Yavé, y le quitó también la vida (Gn
38,8-10).
Onán, según nos lo analizan los exegetas
autorizados, se negó a cumplir la ley del levirato que le obligaba a casarse
con la viuda de su hermano para engendrarle descendencia. Y, a más
abundamiento, le recriminan el incumplimiento de lo promulgado en el
Deuteronomio, un texto cuya primera versión —datada en torno al 621 a. C., en
tiempos de Josías y de la reforma religiosa— no se escribió hasta unos tres
siglos después de que las fuentes yahvista y elohísta hubiesen dado lugar al
relato del Génesis donde se incardina esta historia de Onán.
Pero incluso aceptando que lo que recoge la
legislación deuteronómica estuviese vigente en tiempos de Onán, lo que
prescribe al respecto es lo siguiente: Si dos hermanos viven juntos y uno de
ellos muere sin tener hijos, la mujer del difunto no irá a casa de un extraño,
sino que la tomará su cuñado para cumplir el «deber del cuñado». El primer hijo
que de ella tenga retomará el lugar y el nombre del muerto, y así su nombre no
se borrará de Israel.
En el caso de que el hombre se niegue a cumplir
su deber de cuñado, ella se presentará a la puerta de la ciudad y dirá a los
ancianos: «Mi cuñado se niega a perpetuar el nombre de su hermano en Israel, no
quiere ejercer en mi favor su deber de cuñado». Entonces los ancianos lo
llamarán y le hablarán. Si él porfía en decir: «No quiero tomarla por mujer»,
su cuñada se acercará a él y en presencia de los jueces le sacará la sandalia
de su pie, le escupirá a la cara y le dirá estas palabras: «Así se trata al
hombre que no hace revivir el nombre de su hermano. Su casa será llamada en
Israel "la casa del descalzo"» (Dt 25,5-10). Es decir, el hijo
primogénito de la unión entre la viuda y su cuñado heredaba los bienes y el
nombre del fallecido (Dt 25,5-6), que era el objetivo buscado por la ley del
levirato, aunque el cuñado podía eludir esa obligación a cambio de someterse a
una reprimenda pública (Dt 25,7-10) y, en tal caso, el deber de desposar a la
viuda podía pasarse a otro pariente más alejado (Rut 4,1-10).
No se prescribía en esa norma la pena de muerte
para quien se negase a cumplir con la ley del levirato —cosa a la que no se
negó Onán, ya que se acostaba con su cuñada—, tampoco hemos sabido encontrar en
toda la Biblia castigo alguno relacionado con el semen; y no parece que esas relaciones
sexuales fuesen constitutivas de adulterio, aunque, de serlo, hubiesen exigido
la muerte tanto de Onán como la de su cuñada Tamar, pero eso no sucedió. El único que fue
ejecutado por Dios fue Onán; fulminado por el mismo dios que dio la legislación
que hizo plasmar en el Levítico y en el Deuteronomio y de la que exigió
cumplimiento cabal.
¿Qué fue lo que «no le gustó a Yavé» de la
conducta de Onán y llevó a que Dios «le quitó también la vida»? Si no quebrantó
lo legislado sobre el levirato, el semen o el adulterio, habrá que pensar que
Dios lo ejecutó arbitrariamente, sin más.
No faltan quienes sostienen que la ejecución
divina le vino a Onán por derramar su semen sin fines reproductivos —algo que,
en todo caso, el dios bíblico no prohibió a pesar de haber legislado hasta lo
más intrascendente imaginable—, pero tal causa sería un tremendo agravio
comparativo si se tiene en cuenta que la Biblia está repleta de coitos
improductivos de santos varones cuyas parejas eran estériles por voluntad
directa de Dios.
Fuese cual fuese la razón que tuviere Dios para
ejecutar personalmente a Onán, llama poderosamente la atención que masacrara a
quien no le hacía daño a nadie mientras que, a lo largo de cientos de páginas,
el dios bíblico protegió, dirigió, colaboró, guió, bendijo, alentó, sostuvo y
dejó impunes a más de un centenar de santos varones que cometieron todo tipo de
delitos y tropelías, a cual más execrable, al tiempo que perpetraron centenares
de miles de asesinatos —de varones, mujeres y niños inocentes—, a veces en
guerras evitables, pero muy a menudo en actos de pillaje o de venganza que,
según relata orgullosa y pormenorizadamente la propia palabra de Dios,
complacieron grandemente al Señor.
Es éste otro magnífico ejemplo para que una
familia cristiana, con hijos en edad de buscarse esa fuente de placer con la
que Dios les dotó, pueda explicarles a sus vástagos que Dios permite y perdona
el delito y el asesinato, que incluso los alienta, pero que ay de aquel (y de
aquella) que derrame sus fluidos en vano, ya que se expone a ser fulminado por
la ira divina.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza:
cualquier delito puede merecer el perdón divino, excepto la masturbación o,
para ser más exactos respecto a lo que hacía Onán con su cuñada, a excepción
del sexo recreativo o no reproductivo.
TAMAR Y AMNÓN
Dios,
siempre pronto a fulminar in situ a quien se le antojase, como al pobre Onán o
a su hermano, no se mostró nada interesado en prevenir o castigar el delito de
un violador cuyo acto fue la causa de muchas desgracias y muertes, sin duda
evitables.
El 2 Libro de Samuel pormenoriza los hechos:
“Poco después aconteció esto: Absalón, hijo de
David, tenía una hermana que era muy bella y que se llamaba Tamar; Amnón, otro
hijo de David, se enamoró de ella. Amnón se atormentaba de tal forma que hasta
se enfermó pensando en su media hermana Tamar; ésta era virgen y Amnón no veía
cómo lo podría hacer. Amnón tenía un amigo que se llamaba Yonadab, hijo de
Simea, hermano de David; Yonadab era muy astuto. Le dijo: «¿Qué te pasa, hijo
de rey, que tan temprano te ves ya alicaído? ¿Quieres decírmelo?». Amnón le
respondió: «Es que quiero a Tamar, la hermana de mi hermano Absalón». Entonces
Yonadab le dijo: «Anda a acostarte, pon cara de enfermo, y cuando vaya tu padre
a verte, dile: "Dale permiso a mi hermana Tamar para que venga a servirme
la comida. Que prepare un guiso ante mi vista y me lo sirva de su mano"».
Amnón se fue a acostar y se hizo el enfermo. El
rey lo fue a ver y Amnón dijo al rey: «Dale permiso a mi hermana Tamar para que
venga, prepare unos pastelillos en mi presencia y me los sirva de su mano».
David mandó a buscar a Tamar a la casa: «Anda a la casa de tu hermano Amnón y
prepárale alguna comida». Tamar fue a casa de su hermano Amnón, que estaba en
cama, preparó la masa, la sobó y ante la vista de él moldeó unos pastelillos
que puso a cocer. Tomó después la sartén y la vació delante de él, pero no
quiso comer. Amnón dijo entonces: «Manden a todos afuera», y salieron todos.
Amnón dijo entonces a Tamar: «Trae la comida a la
pieza para que la reciba de tus manos». Tamar tomó los pastelillos que había
preparado y se los llevó a su hermano Amnón a su pieza. Cuando ella se los
presentó, la agarró y le dijo: «Hermana mía, ven a acostarte conmigo». Pero
ella le respondió: «No, hermano mío, no me tomes a la fuerza, pues no se actúa
así en Israel. No cometas esta falta. ¿A dónde iría con mi vergüenza? Y tú
serías como un maldito en Israel. Habla mejor con el rey, que no se negará a
darme a ti». Pero él no quiso hacerle caso, la agarró a la fuerza y se acostó
con ella.
Pero luego Amnón la detestó. Era un odio más
grande aún que el amor que le tenía. Amnón le dijo: «¡Párate y ándate!». Ella
respondió: «¡No, hermano mío, no me eches! Eso sería peor que lo que acabas de
hacer». Pero no quiso oírla, sino que llamó a un joven que estaba a su servicio
y le dijo: «Échala fuera, lejos de mí, y cuando salga cierra la puerta con
candado».
Ella llevaba una túnica con mangas, porque así se
vestían las hijas del rey cuando todavía eran vírgenes. El sirviente la echó
fuera y cuando salió cerró la puerta con candado. Tamar se echó ceniza en la
cabeza, rasgó su túnica con mangas y se puso una mano en la cabeza, luego
partió lanzando gritos. Su hermano Absalón le dijo: «¿Así que tu hermano Amnón
se acostó contigo? Escúchame, hermana mía, no digas nada a nadie. ¿No es tu
hermano? No tomes tan a pecho lo sucedido». Tamar
se quedó desamparada en la casa de su hermano Absalón. Cuando el rey David se enteró del asunto, se
enojó mucho pero no quiso llamarle la atención a su hijo Amnón, porque era su
preferido por ser el mayor. Absalón
tampoco le dijo nada, ni buenas ni malas palabras, pero sentía odio por él
debido a que había violado a su hermana Tamar.
Dos años después, Absalón iba a hacer la esquila
en Baal-Jazor, al lado de Efraín. Absalón invitó a ella a todos los hijos del
rey (...) Pero Absalón insistió tanto que el rey dio permiso para que fuera
Amnón con los demás hijos del rey. Absalón preparó un banquete real y dio esta
orden a sus muchachos: «Cuando Amnón esté borracho, les diré: "¡Denle a
Amnón!" E inmediatamente lo
matarán. No teman nada, pues yo soy quien se lo ordena. ¡Ánimo, no se
acobarden!». Los servidores de Absalón hicieron con Amnón tal como Absalón se
lo había ordenado. Al ver eso, todos los demás hijos del rey se levantaron,
cada cual ensilló su mula y huyeron [denotando así la nobleza y valor de
aquellos príncipes hijos de David].
Todavía estaban en camino cuando llegó la noticia
donde David: «Absalón mató a todos los hijos del rey y nadie escapó». El rey se
levantó, rasgó su ropa y se acostó en el suelo; todas las personas que estaban
con él rasgaron también su ropa. Yonadab, hijo de Simea, hermano de David, tomó
entonces la palabra, diciendo: «Señor, no crea que murieron todos los hijos del
rey; sólo murió Amnón, pues era una idea fija en la cabeza de Absalón desde el
día en que Amnón violó a su hermana Tamar. No tome, mi señor, tan en serio la
cosa, ni piense tampoco que murieron todos los hijos del rey. No, sólo murió
Amnón, y Absalón seguramente salió huyendo» (...)
Todavía estaba hablando cuando entraron los hijos del rey, lanzando
exclamaciones y llorando. El rey se puso a llorar también junto con sus
servidores.
Mientras tanto, Absalón había huido y se había
refugiado en casa de Talmai, hijo de Ammijud, rey de Guesur; y allí estuvo tres
años. El rey hizo duelo por largos días por su hijo, después se consoló de la
muerte de Amnón y se le pasó el enojo con Absalón (2 Sm 13,1-39). Se le pasó el
enojo a David, dicen, pero cuando Absalón regresó al reino de su padre éste
tardó dos años en recibirle. Y las cosas acabaron muy mal. Absalón conspiró
contra David, encabezó una revuelta, provocó
una guerra y, finalmente, perdió la contienda y la vida. Todo muy bíblico, muy
del gusto épico de Dios.
Pero ya que debemos aprender de la inspirada
palabra divina, cabe preguntarse, por ejemplo, si era necesario para los planes
de Dios un relato tan pormenorizado sobre cómo se fraguó la estrategia para que
un hermano violase a su hermana. ¿Qué se aprende de semejante salvajada si el
Dios que todo lo ve y todo lo castiga, que se entromete en mil cosas sin
importancia, no apareció ni una sola vez en medio de esta historia soez y
lamentable?
Dado que la violación de Tamar —de quien nada más
se dice en la Biblia, claro, ya que a ningún varón bíblico le importaba el
destino de una mujer violada y repudiada— fue el desencadenante de un
fratricidio y de una guerra posterior, ¿era ése el resultado que deseaba Dios
al no interferir? Y no es baladí la sospecha, dado que en otros muchos relatos
es el propio Dios, a través de su palabra, quien confiesa sin pudor que obligó
a determinados sujetos a obrar mal expresamente para que él pudiera después lucirse
castigándoles sin piedad a ellos y a sus pueblos, tal como fue el caso, por
citar sólo uno, del faraón egipcio en época de Moisés:
Yavé le dijo [a Moisés], asimismo: «Cuando
regreses a Egipto, harás delante de Faraón todos los prodigios para los cuales
te he dado poder. Pero yo haré que se ponga porfiado y no dejará partir a mi
pueblo» (Ex 4,21). Dios personalmente se encargó de que el faraón no hiciese
caso ni escarmentase ante ninguna de las diez plagas que asolaron Egipto... y
la razón la ofrece el mismísimo dios bíblico al final del terrible castigo que
infligió a los egipcios: Así podrás contar a tus hijos y a tus nietos [le dice
Dios a Moisés] cuántas veces he destrozado a los egipcios y cuántos prodigios
he obrado contra ellos; así conocerán que yo soy Yavé (Ex 10,2). Esta masacre
surgida del capricho divino se analiza en el capítulo 8.2 de este blog.
Pues ¡vaya con la genética de David!; le salió un
hijo violador, otro asesino traicionero de su hermano y conspirador contra su
padre, y el resto no pasaron de ser unos cobardes que huyeron cuando su hermano
Absalón hizo asesinar al heredero de la corona, a su otro hermano, Amnón, que,
para mayor bochorno de su verdugo, estaba indefenso debido a su borrachera.Pero es que el padre, el gran David, tampoco
anduvo sobrado de decencia —más adelante se verá hasta qué punto fue inmoral
con el aplauso divino— y eso que el propio Dios lo eligió como rey para su
pueblo, tras encolerizarse contra Saúl, y le insufló su espíritu divino. Así:
“Yavé dijo a Samuel: «¿Hasta cuándo seguirás
llorando por Saúl? ¿No fui yo quien lo rechazó para que no reine más en Israel?
Llena pues tu cuerno de aceite y anda. Te envío donde Jesé de Belén, porque me
escogí un rey entre sus hijos» (1 Sm 16,1). Fueron pues a buscarlo [a David] y
llegó; era rubio con hermosos ojos y una bella apariencia. Yavé dijo entonces:
«Párate [Levántate] y conságralo; es él». Samuel tomó su cuerno con aceite y lo
consagró en medio de sus hermanos. Desde entonces y en adelante el espíritu de
Yavé se apoderó de David (1 Sm 16,12-13).
Ese espíritu de Dios que llevó David «en
adelante», y en lo que atañe a
este apartado, no le hizo mover ni una sola pestaña para castigar la violación
de su hija, así como tampoco le movió, ¡qué menos!, a salvar la honra y futuro
de su hija Tamar dándola en matrimonio, tal como un rey podía hacer sin
problemas. Pero no, ni David ni Dios se interesaron por el destino de esa mujer
violada y repudiada. Ignoro qué le podrá responder un cristiano a su hija
cuándo le pregunte por las conductas que la inspiración divina nos dejó en los
versículos reproducidos en este apartado.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza:
el varón puede delinquir con impunidad y ante la complacencia de Dios, mientras
que la mujer debe sufrir en silencio y con resignación los atropellos más
terribles incluso dentro de su propia familia.
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