Este blog está escrito en coautoría. Más de la mitad del texto es la palabra de Dios en estado puro, esto es, tal como se recoge en la Biblia, y el resto son comentarios de este autor, sin fe pero con sentido común.
Si a algún lector no le gusta su contenido, que
dirija sus protestas ante el autor de la Biblia, ya que no he
cambiado ni una palabra a lo que los representantes autorizados de Dios
certifican que dijo.
Escribir este blog no tendría ningún sentido si
la Biblia se considerase una colección de textos inconexos procedentes de
antiguas leyendas mesopotámicas y egipcias, y de tradiciones orales de pastores
nómadas incultos —en relación al nivel que tenían la mayoría de las sociedades
con las que se relacionaron y coexistieron— que, tras muchos siglos de
remiendos y añadidos, fueron recogidas, ampliadas y reelaboradas por «profetas»
y clérigos muy listos al servicio de los intereses políticos, encubiertos bajo
reformas religiosas, de reyes ambiciosos, como Ezequías o Josías. Pero no, tal como veremos
más adelante, la Biblia es la palabra de Dios y él es el único inspirador-autor
de todo lo que contiene esa colección de libros tan dispares.
Me perdonará el lector el atrevimiento de confesar que el sentido común con el que Dios me creó y los conocimientos que ha puesto a mi
alcance me inclinan a pensar que
nada hay de divino en la más humana de las obras. ¿Pero quién soy yo para
llevarle la contraria a unos dos mil millones de cristianos que creen a pies
juntillas que la Biblia la escribió Dios?
En esta ocasión, sin embargo, no cometeré la torpeza de cuestionar lo
fundamental de la Biblia. Si unos dos mil millones de creyentes dicen que es la
palabra de Dios, sea pues así. No se hable más. En todo este blog aceptaré sin
la menor duda que cada uno de los textos, ejemplos, leyes, actos, conductas...
que aparecen en las páginas de la Biblia son la palabra y la voluntad de Dios,
la expresión de su carácter y la transmisión de sus enseñanzas más principales
a través de los actos que confesó haber realizado directamente y de los que
avaló, secundó y bendijo en los protagonistas bíblicos que el Altísimo escogió
expresamente para llevar a cabo cada uno de sus planes para el mundo.
Para bien de los lectores, ante la eventualidad
de que mi impericia natural para analizar lo sobrenatural —causada por la falta
de fe que Dios me dio como cruz personal— me lleve a ver en los relatos
bíblicos enseñanzas algo diferentes a las que dicen hallar doctos prelados y
pastores de afamado prestigio entre su grey, y que, en consecuencia, acabe por
sumirles en el error, en este blog se ha tomado la precaución de suministrar
en todo momento la auténtica y genuina palabra de Dios, reproducida siempre en
medio de un contexto generoso y literal, a fin de que cada cual pueda juzgar
por sí mismo el contenido de los capítulos y de los versículos bíblicos aquí
transcritos y, al mismo tiempo, pueda aquilatar la mesura o desmesura de las
conclusiones —siempre discutibles— a las que llegó este autor.
Con todo, siempre consuela saber que las llamas
del infierno pasaron ya de moda y, por el momento, no son la eternidad que
aguarda a quienes no acatan la visión monocolor de la dogmática oficial. Así al
menos lo dejó dicho el papa Wojtyla en agosto de 1999, cuando, tras regresar de
sus vacaciones, en una audiencia semanal, declaró que «las imágenes utilizadas
por la Biblia para presentarnos simbólicamente el infierno, como un horno en
llamas o un estanque de fuego donde reina el rechinar de dientes, deben ser
interpretadas correctamente. El infierno es la situación de quien se aparta de
modo libre y definitivo de Dios». Pero ni este autor ni sus lectores
pretendemos hacer tal cosa ¿cómo apartarnos de Dios si en todo este libro no
haremos más que leer su palabra directa y eterna dándola por cierta?
Cualquier lector sensato podrá acusarme de
insensato por tomar en su literalidad los relatos bíblicos, y le sobrará razón
para ello, pero la cuestión no es si este autor ha descendido o no en la escala
evolutiva sino el hecho de que, de modo expreso e intencionado, se ha prestado
a hacer lo mismo que practican dos mil millones de creyentes, pero sin hacer
trampas.
Me parece una indecencia intelectual y moral usar
partes de la Biblia —a menudo meros fragmentos de un versículo— para tomarlos
por «palabra de Dios» merecedora de adoración, mientras que la inmensa mayoría
de los escritos bíblicos, incluso el contexto de las citas elegidas —que
frecuentemente contradicen el significado dado a la mismas— se ignoran a
sabiendas, o se reducen a letra profana tildándolos de poesía, metáfora,
historia, tradición... Claro que la Biblia es todo eso, además de un compendio
reelaborado y maquillado de mitos paganos muy diversos y bien conocidos, pero
¿por qué debe tomarse por «palabra de Dios» una parte de un párrafo y
despreciar el resto considerándolo como mera paja o decorado? La dogmática
católica y cristiana, tal como se verá más adelante, obliga a creer que cada
palabra de la Biblia procede de Dios mismo... aunque los exegetas autorizados
recortan y retuercen esa «palabra de Dios», que es inmutable —dicen—, por donde
les da su santísima gana.
Cuando uno se ha leído la Biblia varias veces y
con espíritu analítico, no puede menos que darse cuenta de que es el más
contradictorio de los libros, ya que a cada afirmación en un sentido se le
puede encontrar otra o varias en sentido contrario ¡y todas realizadas por el
mismo Dios, claro está! Es bien conocido el mandato divino que Dios le dio a
Moisés dentro del decálogo y que podemos leer, por ejemplo, en el Deuteronomio:
«No matarás» (Dt 5,17). Pero resulta que el mismo Dios, unos capítulos después,
y también bajo forma de ley que recibió Moisés, impuso para su cumplimiento
que: «Si un hombre tiene un hijo rebelde y desvergonzado, que no atiende lo que
mandan su padre o su madre (...) sus padres lo agarrarán y llevarán ante los
jefes de la ciudad, a la puerta donde se juzga (...) Entonces todo el pueblo le
tirará piedras hasta que muera» (Dt 21,18-21).
Y, sin pretender ser exhaustivos, ese mismo Dios,
un poco antes, en Números, le ordenó al mismísimo Moisés: «Apresa a todos
los cabecillas del pueblo y empálalos de cara al sol, ante Yavé; de ese modo se
apartará de Israel la cólera de Yavé” (...) Yavé le dijo entonces a Moisés.
"Ataca a los madianitas y acaba con ellos (...)» (Nm 25,1-17). ¿No
matarás? ¿Palabra de Dios? ¿Cuál es la palabra de Dios? ¿La que prescribió no
matar? ¿La que legisló que debía matarse a los hijos desobedientes sólo por
serlo? ¿La que ordenó matar brutalmente por empalamiento y exterminar a todo un
pueblo? En todos los casos fueron mandatos directos de Dios a Moisés, dados
para su cumplimiento inexcusable.
¿Por qué razón debe hablarse sólo del primer
mandato divino y callar sobre los otros? ¿Dónde está escrito que las cientos de
miles de muertes que relata la Biblia, y que el propio Dios se adjudicó como
obra personal, fueron una especie de broma, o de tradición histórica exagerada,
y que lo único que legisló Dios fue el «no matarás»? O Dios dijo todo eso y
más, o no dijo nada de nada. Los creyentes piensan que Dios dijo todo lo que
aparece en la Biblia. Bien. Pues punto en boca...
Sólo que, si puede tomarse por divina, literal,
cierta e imperativa la frase citada, «no matarás» —así como otras muchas con
notable fama entre la grey—, la decencia intelectual y moral de la que antes
hablaba obliga a tomar también por tales al resto de palabras, frases y
mandatos que, según Iglesias y exegetas, se contienen en la Biblia por ser,
precisamente, la depositaria de la palabra cierta, fiable e inmutable de Dios.
En la próxima entrada volveremos sobre este
particular. Aunque antes, por si los lectores no lo conocieren, introduciré
unos pocos datos muy básicos acerca de la Biblia, sobre su formato y sobre sus
muchas y variadas versiones.
ALGUNOS
DATOS BÁSICOS PREVIOS SOBRE LA BIBLIA Y SUS DIFERENTES VERSIONES
La
palabra Biblia procede del término griego que significa “libros”, un plural que
indica que no se trata de un libro sino de una colección de muchos libros, que
varían en número, títulos y hasta en versículos en función de ser una Biblia
hebrea, católica o protestante.
Del griego biblía, libros, se originó el latino
biblia. El nombre deriva del soporte en el que se escribían esos textos, que
eran rollos de papiro denominados biblos (por ser importados de la ciudad
fenicia de Biblos). La colección de rollos de papiro, o libros, conteniendo los
diversos textos que la conforman, fue denominada, en la propia Biblia, como
Escritura o Escrituras, aunque en el Nuevo Testamento también fue citada como
Santas Escrituras (en Rom 1,2). El paso de ser considerada una colección de
libros, en plural, al de tenerla por un solo libro, tal como se considera hoy a
la Biblia, se debió a que teológicamente quiso verse en esos textos tan
diversos una sola unidad de proyecto y redacción «que revela una conducción
inteligente, que no dejó de operar durante los más de mil años de su
redacción». Comúnmente se tiene a Juan Crisóstomo (347-407 d.C.) como el
primero que usó el término Escritura en el sentido singular y unitario recién
citado.
Las sagradas escrituras del judaísmo actual se
dividen en tres partes, Torah o Ley (5 libros), Profetas (21 libros) y Escritos
(13 libros) y, obviamente, no incluye la colección del Nuevo Testamento. La
forma y composición actual del canon judío se atribuye a Esdras (c. 458 a.C.).
La Biblia católica y ortodoxa —siguiendo la
tradición de la Septuaginta, la primera traducción al griego del Antiguo
Testamento, realizada en el siglo III a.C.— incluye libros que no figuran en el
canon hebreo, tales como Tobías, Judith, Sabiduría, Eclesiástico y I y II
Macabeos y añade fragmentos importantes al libro de Daniel, al de Ester y al de
Jeremías, son los textos etiquetados como deuterocanónicos. En total, la Biblia
católica contiene 73 libros (46 en el Antiguo Testamento y 27 en el Nuevo
Testamento).
La reforma protestante de Lutero (siglo XVI)
limitó la Biblia a los libros del canon hebreo, aunque conservaron los añadidos
del canon católico en otra categoría, bajo la denominación de apócrifos.
Resulta obvio que los libros de la Biblia no fueron escritos en el actual
formato ni en el orden que guardan los textos actualmente. El idioma original
de los textos del Antiguo Testamento fue el hebreo, aunque algunas partes de
Esdras o Daniel se redactaron en arameo. El Nuevo Testamento se escribió en
griego. Lo que queda de los soportes materiales más antiguos es apenas nada, y
los libros actuales proceden de traducciones, de traducciones, de
traducciones...
La actual división de la Biblia en capítulos y
versículos no procede tampoco de los textos originales, ya que se debe al
inglés Stephen Langton, erudito bíblico y arzobispo de Canterbury, que, hacia
el año 1200, unificó, revisó y reformó los sistemas de división más antiguos
(la división del Antiguo Testamento en versículos se originó en el siglo VI o
VII). La Biblia más antigua conocida que incorpora las divisiones de Langton
fue publicada en 1231.
El concepto «testamento» que sirve para denominar
las dos divisiones de la Biblia cristiana —Antiguo Testamento y Nuevo
Testamento—, deriva del latín testamentum, que fue la traducción adoptada para
la palabra griega diutbeke, que en la práctica totalidad de la Septuaginta
significa “pacto” (aludiendo al pacto jurídico entre Dios y su pueblo otorgado
a Moisés en el desierto). Hacia finales del siglo II, entre los círculos
cristianos comenzó a extenderse el uso de una nueva denominación para ambas
colecciones de libros: palaia diatheµkeµ (Antiguo Testamento) y kaineµ
diatheµkeµ (Nuevo Testamento). Al traducir al latín los textos griegos, autores
como Tertuliano dieron a diatheµkeµ el sentido de instrumentum —documento
jurídico— y también el de testamentum, que prevaleció a pesar de no ser un
término exacto ni correcto.
En el ámbito católico y fundamentalmente en
España, la lectura de la Biblia jamás ha sido propiciada desde las autoridades
eclesiásticas, antes al contrario. Así, por ejemplo, ya en fecha tan temprana
como el año 1223, un edicto del rey Jaime de Aragón prohibió leer las Sagradas
Escrituras en lengua romance y daba un plazo de ocho días a cualquiera que
poseyera alguna traducción —probablemente realizada por albigenses— para que la
entregara a su obispo para ser quemada.
Esa prohibición, que afectó al pueblo llano y le
sumió en la ignorancia bíblica hasta hace bien poco —una falta de cultura que
ha propiciado que, incluso hoy, la inmensa mayoría de los católicos no hayan
leído jamás la Biblia directamente—, no impidió traducciones al castellano tan
notables —y elitistas— como la que se considera la primera versión castellana
conocida de la Biblia completa, la llamada Biblia alfonsina, traducida desde la
Vulgata latina y concluida en 1280 bajo demanda y protección del rey Alfonso X
el Sabio.
Le siguieron otras muchas versiones, entre las
que destacamos la llamada Biblia del rabino Salomón, fechada en 1420 y que sólo
tradujo el Antiguo Testamento. La Biblia del duque de Alba, concluida en 1430,
tradujo también el Antiguo Testamento bajo el auspicio del rey Juan II de
Castilla. En la ciudad de Ferrara, en 1553, se tradujo al castellano el Antiguo
Testamento para uso de los judíos españoles allí desterrados, es la que se
conoce como Biblia de Ferrara. La muy notable e importante Biblia del Oso,
también conocida posteriormente como de Reina-Valera, fue traducida por
Casiodoro de Reina, un monje del convento de san Isidoro del Campo (Sevilla)
que se hizo protestante y publicó su versión bíblica en 1569, en Basilea
(Suiza). La primera versión castellana completa de la Biblia acometida por un
sacerdote católico fue la de Felipe Scío de San Miguel, obispo de Segovia,
publicada en 1793, en Valencia, y traducida desde la Vulgata bajo encargo del
rey Carlos IV.
Han sido muchas las versiones al castellano que
surgieron a partir de la publicación autorizada por la Iglesia católica de la
obra de Scío —como la conocida versión que lleva el nombre de Torres Amat,
obispo de Barcelona, traducida desde la Vulgata y publicada en 1825—, todas intentan
aportar algo nuevo, ya sea un lenguaje o una estructura discursiva más
comprensible para el lector moderno, o mejoras en la traducción de ciertos
pasajes merced a nuevos conocimientos académicos, pero a pesar de las fuentes
originales que casi todas las versiones se arrogan, la comparación de más de
una veintena de versiones castellanas sugiere que hay bastante más plagio de
las traducciones castellanas clásicas del que los autores modernos están
dispuestos a reconocer.
La diferencia más fundamental entre las diversas
versiones bíblicas reside, precisamente, en todo aquello que no es Biblia, esto
es, en la exégesis, en los comentarios, anotaciones e interpretaciones de los
textos. Esa exégesis, pretendiendo orientar y situar al lector —cosa que muchas
veces logra, y es de agradecer—, lo que busca realmente es mantener su
capacidad de comprensión cautiva dentro de estrechos márgenes doctrinales, a
fin de que determinados versículos no se tomen en su sentido literal y con su
valor contextual —que es el único histórico e indiscutible— sino que se
perciban y asuman tal como cada tradición religiosa posterior, muy
interesadamente, forzó y manipuló para así poder construir y justificar decenas
de creencias absolutamente ajenas a la Biblia, pero impuestas como fundamentadas
en ella. Esa manipulación grosera de textos bíblicos es particularmente
evidente en algunas versiones católicas, entre las que la traducción de
Nácar-Colunga alcanza cimas gloriosamente patéticas.
En todo caso, dado que no existe “la traducción”,
que no hay una versión que sea un referente indiscutible, para escribir este blog se ha consultado una amplia
variedad de traducciones de la Biblia, a las que se suman diferentes revisiones
de las mismas, además de la Torah, según versión de la Universidad de
Jerusalén, y la Septuaginta, en versión de Guillermo Jünemann—, que a menudo
debieron compararse entre sí a fin de comprobar y confirmar el sentido de
palabras o versículos más o menos esotéricos.
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