domingo, 1 de mayo de 2016

PROLOGO


        Este blog está escrito en coautoría. Más de la mitad del texto es la palabra de Dios en estado puro, esto es, tal como se recoge en la Biblia, y el resto son comentarios de este autor, sin fe pero con sentido común.

Si a algún lector no le gusta su contenido, que dirija sus protestas ante el autor de la Biblia, ya que no he cambiado ni una palabra a lo que los representantes autorizados de Dios certifican que dijo.

Escribir este blog no tendría ningún sentido si la Biblia se considerase una colección de textos inconexos procedentes de antiguas leyendas mesopotámicas y egipcias, y de tradiciones orales de pastores nómadas incultos —en relación al nivel que tenían la mayoría de las sociedades con las que se relacionaron y coexistieron— que, tras muchos siglos de remiendos y añadidos, fueron recogidas, ampliadas y reelaboradas por «profetas» y clérigos muy listos al servicio de los intereses políticos, encubiertos bajo reformas religiosas, de reyes ambiciosos, como Ezequías o Josías. Pero no, tal como veremos más adelante, la Biblia es la palabra de Dios y él es el único inspirador-autor de todo lo que contiene esa colección de libros tan dispares.

Me perdonará el lector el atrevimiento de confesar que el sentido común con el que Dios me creó y los conocimientos que ha puesto a mi alcance me inclinan a pensar que nada hay de divino en la más humana de las obras. ¿Pero quién soy yo para llevarle la contraria a unos dos mil millones de cristianos que creen a pies juntillas que la Biblia la escribió Dios?  En esta ocasión, sin embargo, no cometeré la torpeza de cuestionar lo fundamental de la Biblia. Si unos dos mil millones de creyentes dicen que es la palabra de Dios, sea pues así. No se hable más. En todo este blog aceptaré sin la menor duda que cada uno de los textos, ejemplos, leyes, actos, conductas... que aparecen en las páginas de la Biblia son la palabra y la voluntad de Dios, la expresión de su carácter y la transmisión de sus enseñanzas más principales a través de los actos que confesó haber realizado directamente y de los que avaló, secundó y bendijo en los protagonistas bíblicos que el Altísimo escogió expresamente para llevar a cabo cada uno de sus planes para el mundo.

Para bien de los lectores, ante la eventualidad de que mi impericia natural para analizar lo sobrenatural —causada por la falta de fe que Dios me dio como cruz personal— me lleve a ver en los relatos bíblicos enseñanzas algo diferentes a las que dicen hallar doctos prelados y pastores de afamado prestigio entre su grey, y que, en consecuencia, acabe por sumirles en el error, en este blog se ha tomado la precaución de suministrar en todo momento la auténtica y genuina palabra de Dios, reproducida siempre en medio de un contexto generoso y literal, a fin de que cada cual pueda juzgar por sí mismo el contenido de los capítulos y de los versículos bíblicos aquí transcritos y, al mismo tiempo, pueda aquilatar la mesura o desmesura de las conclusiones —siempre discutibles— a las que llegó este autor.

Con todo, siempre consuela saber que las llamas del infierno pasaron ya de moda y, por el momento, no son la eternidad que aguarda a quienes no acatan la visión monocolor de la dogmática oficial. Así al menos lo dejó dicho el papa Wojtyla en agosto de 1999, cuando, tras regresar de sus vacaciones, en una audiencia semanal, declaró que «las imágenes utilizadas por la Biblia para presentarnos simbólicamente el infierno, como un horno en llamas o un estanque de fuego donde reina el rechinar de dientes, deben ser interpretadas correctamente. El infierno es la situación de quien se aparta de modo libre y definitivo de Dios». Pero ni este autor ni sus lectores pretendemos hacer tal cosa ¿cómo apartarnos de Dios si en todo este libro no haremos más que leer su palabra directa y eterna dándola por cierta?

Cualquier lector sensato podrá acusarme de insensato por tomar en su literalidad los relatos bíblicos, y le sobrará razón para ello, pero la cuestión no es si este autor ha descendido o no en la escala evolutiva sino el hecho de que, de modo expreso e intencionado, se ha prestado a hacer lo mismo que practican dos mil millones de creyentes, pero sin hacer trampas.

Me parece una indecencia intelectual y moral usar partes de la Biblia —a menudo meros fragmentos de un versículo— para tomarlos por «palabra de Dios» merecedora de adoración, mientras que la inmensa mayoría de los escritos bíblicos, incluso el contexto de las citas elegidas —que frecuentemente contradicen el significado dado a la mismas— se ignoran a sabiendas, o se reducen a letra profana tildándolos de poesía, metáfora, historia, tradición... Claro que la Biblia es todo eso, además de un compendio reelaborado y maquillado de mitos paganos muy diversos y bien conocidos, pero ¿por qué debe tomarse por «palabra de Dios» una parte de un párrafo y despreciar el resto considerándolo como mera paja o decorado? La dogmática católica y cristiana, tal como se verá más adelante, obliga a creer que cada palabra de la Biblia procede de Dios mismo... aunque los exegetas autorizados recortan y retuercen esa «palabra de Dios», que es inmutable —dicen—, por donde les da su santísima gana.

Cuando uno se ha leído la Biblia varias veces y con espíritu analítico, no puede menos que darse cuenta de que es el más contradictorio de los libros, ya que a cada afirmación en un sentido se le puede encontrar otra o varias en sentido contrario ¡y todas realizadas por el mismo Dios, claro está! Es bien conocido el mandato divino que Dios le dio a Moisés dentro del decálogo y que podemos leer, por ejemplo, en el Deuteronomio: «No matarás» (Dt 5,17). Pero resulta que el mismo Dios, unos capítulos después, y también bajo forma de ley que recibió Moisés, impuso para su cumplimiento que: «Si un hombre tiene un hijo rebelde y desvergonzado, que no atiende lo que mandan su padre o su madre (...) sus padres lo agarrarán y llevarán ante los jefes de la ciudad, a la puerta donde se juzga (...) Entonces todo el pueblo le tirará piedras hasta que muera» (Dt 21,18-21).

Y, sin pretender ser exhaustivos, ese mismo Dios, un poco antes, en Números, le ordenó al mismísimo Moisés: «Apresa a todos los cabecillas del pueblo y empálalos de cara al sol, ante Yavé; de ese modo se apartará de Israel la cólera de Yavé” (...) Yavé le dijo entonces a Moisés. "Ataca a los madianitas y acaba con ellos (...)» (Nm 25,1-17). ¿No matarás? ¿Palabra de Dios? ¿Cuál es la palabra de Dios? ¿La que prescribió no matar? ¿La que legisló que debía matarse a los hijos desobedientes sólo por serlo? ¿La que ordenó matar brutalmente por empalamiento y exterminar a todo un pueblo? En todos los casos fueron mandatos directos de Dios a Moisés, dados para su cumplimiento inexcusable.

¿Por qué razón debe hablarse sólo del primer mandato divino y callar sobre los otros? ¿Dónde está escrito que las cientos de miles de muertes que relata la Biblia, y que el propio Dios se adjudicó como obra personal, fueron una especie de broma, o de tradición histórica exagerada, y que lo único que legisló Dios fue el «no matarás»? O Dios dijo todo eso y más, o no dijo nada de nada. Los creyentes piensan que Dios dijo todo lo que aparece en la Biblia. Bien. Pues punto en boca...

Sólo que, si puede tomarse por divina, literal, cierta e imperativa la frase citada, «no matarás» —así como otras muchas con notable fama entre la grey—, la decencia intelectual y moral de la que antes hablaba obliga a tomar también por tales al resto de palabras, frases y mandatos que, según Iglesias y exegetas, se contienen en la Biblia por ser, precisamente, la depositaria de la palabra cierta, fiable e inmutable de Dios.

En la próxima entrada volveremos sobre este particular. Aunque antes, por si los lectores no lo conocieren, introduciré unos pocos datos muy básicos acerca de la Biblia, sobre su formato y sobre sus muchas y variadas versiones.

ALGUNOS DATOS BÁSICOS PREVIOS SOBRE LA BIBLIA Y SUS DIFERENTES VERSIONES 

La palabra Biblia procede del término griego que significa “libros”, un plural que indica que no se trata de un libro sino de una colección de muchos libros, que varían en número, títulos y hasta en versículos en función de ser una Biblia hebrea, católica o protestante.

Del griego biblía, libros, se originó el latino biblia. El nombre deriva del soporte en el que se escribían esos textos, que eran rollos de papiro denominados biblos (por ser importados de la ciudad fenicia de Biblos). La colección de rollos de papiro, o libros, conteniendo los diversos textos que la conforman, fue denominada, en la propia Biblia, como Escritura o Escrituras, aunque en el Nuevo Testamento también fue citada como Santas Escrituras (en Rom 1,2). El paso de ser considerada una colección de libros, en plural, al de tenerla por un solo libro, tal como se considera hoy a la Biblia, se debió a que teológicamente quiso verse en esos textos tan diversos una sola unidad de proyecto y redacción «que revela una conducción inteligente, que no dejó de operar durante los más de mil años de su redacción». Comúnmente se tiene a Juan Crisóstomo (347-407 d.C.) como el primero que usó el término Escritura en el sentido singular y unitario recién citado.

Las sagradas escrituras del judaísmo actual se dividen en tres partes, Torah o Ley (5 libros), Profetas (21 libros) y Escritos (13 libros) y, obviamente, no incluye la colección del Nuevo Testamento. La forma y composición actual del canon judío se atribuye a Esdras (c. 458 a.C.).

La Biblia católica y ortodoxa —siguiendo la tradición de la Septuaginta, la primera traducción al griego del Antiguo Testamento, realizada en el siglo III a.C.— incluye libros que no figuran en el canon hebreo, tales como Tobías, Judith, Sabiduría, Eclesiástico y I y II Macabeos y añade fragmentos importantes al libro de Daniel, al de Ester y al de Jeremías, son los textos etiquetados como deuterocanónicos. En total, la Biblia católica contiene 73 libros (46 en el Antiguo Testamento y 27 en el Nuevo Testamento).

La reforma protestante de Lutero (siglo XVI) limitó la Biblia a los libros del canon hebreo, aunque conservaron los añadidos del canon católico en otra categoría, bajo la denominación de apócrifos. Resulta obvio que los libros de la Biblia no fueron escritos en el actual formato ni en el orden que guardan los textos actualmente. El idioma original de los textos del Antiguo Testamento fue el hebreo, aunque algunas partes de Esdras o Daniel se redactaron en arameo. El Nuevo Testamento se escribió en griego. Lo que queda de los soportes materiales más antiguos es apenas nada, y los libros actuales proceden de traducciones, de traducciones, de traducciones...

La actual división de la Biblia en capítulos y versículos no procede tampoco de los textos originales, ya que se debe al inglés Stephen Langton, erudito bíblico y arzobispo de Canterbury, que, hacia el año 1200, unificó, revisó y reformó los sistemas de división más antiguos (la división del Antiguo Testamento en versículos se originó en el siglo VI o VII). La Biblia más antigua conocida que incorpora las divisiones de Langton fue publicada en 1231.

El concepto «testamento» que sirve para denominar las dos divisiones de la Biblia cristiana —Antiguo Testamento y Nuevo Testamento—, deriva del latín testamentum, que fue la traducción adoptada para la palabra griega diutbeke, que en la práctica totalidad de la Septuaginta significa “pacto” (aludiendo al pacto jurídico entre Dios y su pueblo otorgado a Moisés en el desierto). Hacia finales del siglo II, entre los círculos cristianos comenzó a extenderse el uso de una nueva denominación para ambas colecciones de libros: palaia diatheµkeµ (Antiguo Testamento) y kaineµ diatheµkeµ (Nuevo Testamento). Al traducir al latín los textos griegos, autores como Tertuliano dieron a diatheµkeµ el sentido de instrumentum —documento jurídico— y también el de testamentum, que prevaleció a pesar de no ser un término exacto ni correcto.

En el ámbito católico y fundamentalmente en España, la lectura de la Biblia jamás ha sido propiciada desde las autoridades eclesiásticas, antes al contrario. Así, por ejemplo, ya en fecha tan temprana como el año 1223, un edicto del rey Jaime de Aragón prohibió leer las Sagradas Escrituras en lengua romance y daba un plazo de ocho días a cualquiera que poseyera alguna traducción —probablemente realizada por albigenses— para que la entregara a su obispo para ser quemada.

Esa prohibición, que afectó al pueblo llano y le sumió en la ignorancia bíblica hasta hace bien poco —una falta de cultura que ha propiciado que, incluso hoy, la inmensa mayoría de los católicos no hayan leído jamás la Biblia directamente—, no impidió traducciones al castellano tan notables —y elitistas— como la que se considera la primera versión castellana conocida de la Biblia completa, la llamada Biblia alfonsina, traducida desde la Vulgata latina y concluida en 1280 bajo demanda y protección del rey Alfonso X el Sabio.

Le siguieron otras muchas versiones, entre las que destacamos la llamada Biblia del rabino Salomón, fechada en 1420 y que sólo tradujo el Antiguo Testamento. La Biblia del duque de Alba, concluida en 1430, tradujo también el Antiguo Testamento bajo el auspicio del rey Juan II de Castilla. En la ciudad de Ferrara, en 1553, se tradujo al castellano el Antiguo Testamento para uso de los judíos españoles allí desterrados, es la que se conoce como Biblia de Ferrara. La muy notable e importante Biblia del Oso, también conocida posteriormente como de Reina-Valera, fue traducida por Casiodoro de Reina, un monje del convento de san Isidoro del Campo (Sevilla) que se hizo protestante y publicó su versión bíblica en 1569, en Basilea (Suiza). La primera versión castellana completa de la Biblia acometida por un sacerdote católico fue la de Felipe Scío de San Miguel, obispo de Segovia, publicada en 1793, en Valencia, y traducida desde la Vulgata bajo encargo del rey Carlos IV.

Han sido muchas las versiones al castellano que surgieron a partir de la publicación autorizada por la Iglesia católica de la obra de Scío —como la conocida versión que lleva el nombre de Torres Amat, obispo de Barcelona, traducida desde la Vulgata y publicada en 1825—, todas intentan aportar algo nuevo, ya sea un lenguaje o una estructura discursiva más comprensible para el lector moderno, o mejoras en la traducción de ciertos pasajes merced a nuevos conocimientos académicos, pero a pesar de las fuentes originales que casi todas las versiones se arrogan, la comparación de más de una veintena de versiones castellanas sugiere que hay bastante más plagio de las traducciones castellanas clásicas del que los autores modernos están dispuestos a reconocer.

La diferencia más fundamental entre las diversas versiones bíblicas reside, precisamente, en todo aquello que no es Biblia, esto es, en la exégesis, en los comentarios, anotaciones e interpretaciones de los textos. Esa exégesis, pretendiendo orientar y situar al lector —cosa que muchas veces logra, y es de agradecer—, lo que busca realmente es mantener su capacidad de comprensión cautiva dentro de estrechos márgenes doctrinales, a fin de que determinados versículos no se tomen en su sentido literal y con su valor contextual —que es el único histórico e indiscutible— sino que se perciban y asuman tal como cada tradición religiosa posterior, muy interesadamente, forzó y manipuló para así poder construir y justificar decenas de creencias absolutamente ajenas a la Biblia, pero impuestas como fundamentadas en ella. Esa manipulación grosera de textos bíblicos es particularmente evidente en algunas versiones católicas, entre las que la traducción de Nácar-Colunga alcanza cimas gloriosamente patéticas.

En todo caso, dado que no existe “la traducción”, que no hay una versión que sea un referente indiscutible, para escribir este blog se ha consultado  una amplia variedad de traducciones de la Biblia, a las que se suman diferentes revisiones de las mismas, además de la Torah, según versión de la Universidad de Jerusalén, y la Septuaginta, en versión de Guillermo Jünemann—, que a menudo debieron compararse entre sí a fin de comprobar y confirmar el sentido de palabras o versículos más o menos esotéricos.

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