sábado, 6 de febrero de 2016

CAPITULO 4: DIOS Y LOS HOMBRES JUSTOS


    La Biblia, aunque muy en particular el Antiguo Testamento, rebosa de relatos crueles e inhumanos, impropios incluso de la época en la que se escribieron, pero entre ellos destaca, por aberrante y detestable, el papel que los varones bíblicos —y, con ellos, «la palabra de Dios»— le adjudicaron a las mujeres, que, en mejores o peores circunstancias, apenas pasaron de ser consideradas como carnaza sexual y, en consecuencia, como bienes de botín de guerra y/o de compraventa.

    En este capítulo hemos seleccionado dos relatos bíblicos terribles que, de estar en cualquier otro texto, ya hubiesen sucumbido a las iras y tijeras censoras de cristianos biempensantes, pero son «palabra de Dios» y por ello —al igual que otros relatos sobre mujeres que reproduciremos en diferentes capítulos— deberán seguir escarneciendo eternamente el respeto que se le debe a las mujeres... aunque quienes de verdad escandalicen sean los varones de Dios que protagonizaron historias tan rematadamente canallas y deplorables.

CARNE DE MUJER

    Nos relata el Génesis que estaba Dios —bajo forma humana y acompañado de dos ángeles con igual apariencia— charlando con Abraham y...

    Dijo entonces Yavé: «Las quejas contra Sodoma y Gomorra son enormes, y su pecado es en verdad muy grande. Voy a visitarlos, y comprobaré si han actuado según esas quejas que han llegado hasta mí. Si no es así, lo sabré». Los hombres partieron y se dirigieron a Sodoma, mientras Yavé se quedaba de pie delante de Abrahán (Gn 18,20-22) (...) Los dos ángeles llegaron a Sodoma al atardecer. Lot estaba sentado a la entrada del pueblo. Apenas los vio, salió a su encuentro, se arrodilló inclinándose profundamente, y les dijo: «Señores míos, les ruego que vengan a la casa de este siervo suyo a pasar la noche. Se lavarán los pies, descansarán y mañana, al amanecer, podrán seguir su camino». Ellos le respondieron: «No, pasaremos la noche en la plaza».

    Pero él insistió tanto, que lo siguieron a su casa, y les preparó comida. Hizo panes sin levadura y comieron. No estaban acostados todavía cuando los vecinos, es decir, los hombres de Sodoma, jóvenes y ancianos, rodearon la casa: ¡estaba el pueblo entero! Llamaron a Lot y le dijeron: «¿Dónde están esos hombres que llegaron a tu casa esta noche? Mándanoslos afuera, para que abusemos de ellos». Lot salió de la casa y se dirigió hacia ellos, cerrando la puerta detrás de sí, y les dijo: «Les ruego, hermanos míos, que no cometan semejante maldad. Miren, tengo dos hijas que todavía son vírgenes. Se las voy a traer para que ustedes hagan con ellas lo que quieran, pero dejen tranquilos a estos hombres que han confiado en mi hospitalidad». Pero ellos le respondieron: «¡Quítate del medio! ¡Eres un forastero y ya quieres actuar como juez! Ahora te trataremos a ti peor que a ellos». Lo empujaron violentamente y se disponían a romper la puerta. Pero los dos hombres desde adentro extendieron sus brazos, tomaron a Lot, lo introdujeron en la casa y cerraron la puerta. Hirieron de ceguera a los hombres que estaban fuera, desde el más joven hasta el más viejo, de modo que no fueron ya capaces de encontrar la puerta (Gn 19,1-11).

    El resto de la historia es bien conocido: Dios lanzó azufre y fuego desde el cielo y Sodoma y Gomorra desaparecieron con toda su gente. Lot y sus hijas se salvaron, claro, pero no su esposa, la pobre, que se dio la vuelta para ver qué les estaba pasando a sus convecinos y Dios la convirtió en estatua de sal (Gn 19,24-26). A Dios jamás le han gustado los curiosos, los prefiere obedientes a machamartillo.
Pero el ejemplo que importa y resalta, en medio de un relato pueril aunque de fondo muy indecente, es la deplorable conducta de Lot, el santo varón que, sin que nadie se lo pidiese, ofreció a sus dos hijas (vírgenes, a más abundamiento) para que fuesen violadas por una chusma que, cosas de la vida, estaba más interesada en hacer lo propio con los dos varones que hospedó Lot. Hubiese sido un buen ejemplo para los lectores de la Biblia Dios ofreciese la imagen de un Lot gallardo y decidido defendiendo la integridad sexual de sus invitados, pero no. Dios prefirió dejarnos el modelo de un padre perverso al que sus hijas le importaban tan poco que las ofreció de buen grado para que fuesen vejadas y violadas por una muchedumbre soez.

    También hubiese sido un detalle que Dios, al menos, le recordase a Lot una de sus leyes de obligado cumplimiento, la que ordena que «no profanarás a tu hija, prostituyéndola; no sea que tu país se vuelva una tierra de prostitutas, un nido de víboras» (Lv 19,29). Pero tampoco estuvo por la labor. La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: es preferible que mil mujeres sean violadas a que a un solo varón le rocen su trasero...o eso, al menos, es lo que propaga el dios de la Biblia desde ejemplos como el recién comentado y el que seguirá.

 VIOLENCIA DE GÉNERO

    En esta historia son dos los varones de Dios que ofrecen a una mujer para evitar que sodomicen a un varón. Uno ofrece a la chusma excitada a su hija, diciéndoles que «pueden violarlas y tratarlas como quieran». El otro, el levita al que los hombres de Guibeá miraban con ojos tiernos, les dio a su mujer, a la que violaron y maltrataron toda la noche hasta matarla. El Libro de Jueces nos detalla y acerca a este modelo de conducta surgido de la inspiración divina:

    “En ese tiempo no había rey en Israel. Un levita que vivía en el extremo de la montaña de Efraín tomó como concubina a una mujer de Belén de Judá. Su concubina le fue infiel y lo abandonó volviéndose a la casa de su padre, en Belén de Judá, donde permaneció más o menos cuatro meses. Su marido se puso en camino para ir a buscarla, hablarle al corazón y traerla de vuelta; con él iban su sirviente y dos burros. Ella lo hizo entrar en la casa de su padre, y apenas el padre de la joven lo vio, salió feliz a encontrarlo. Su suegro, padre de la joven, lo retuvo y se quedó tres días con él. Comieron, bebieron y pasaron la noche en ese lugar (...)

    Al quinto día, como se levantara muy temprano para irse, el padre de la joven le dijo: «Repón tus fuerzas, espera la caída de la tarde». Comieron los dos juntos. Cuando el marido se disponía a partir junto con su concubina y su sirviente, su suegro, el padre de la joven, le dijo: «¡Miren! Ya es tarde, no tardará en anochecer, quédense aquí esta noche. Disfruten un poco más; mañana levántense temprano y partan para su tienda». Pero el marido no quiso quedarse una noche más. Partió con sus dos burros cargados y su concubina rumbo a Jebus (es decir, Jerusalén).

    Cuando estuvieron cerca de Jebus, como ya atardecía, el sirviente dijo a su patrón: «Tú debieras dejar el camino y entrar en esa ciudad de los jebuseos, nosotros pasaremos aquí la noche». Pero su patrón le respondió: «No entraremos en una ciudad extranjera: esa gente no es israelita. Sigamos mejor hasta Guibeá» (...) y llegaron cerca de Guibeá de Benjamín cuando el sol ya se ponía. Saliendo del camino, entraron en Guibeá para pasar allí la noche. El levita fue a sentarse a la plaza, pero nadie lo invitó a alojarse en su casa.
Un anciano volvía al final de la jornada de su trabajo en el campo (...) El anciano le dijo entonces: «No te preocupes, yo te daré lo que necesites, pero no pases la noche en la plaza». Lo invitó a su casa y dio forraje a los burros mientras los viajeros se lavaban los pies. Comieron y bebieron. Todo parecía ir muy bien hasta que los hombres de la ciudad, verdaderos depravados, rodearon la casa y golpearon la puerta. Le dijeron al anciano, dueño de la casa: «Di a ese hombre que está en tu casa que salga para que abusemos de él». Salió el dueño de la casa a hablarles y les dijo: «¡No, mis hermanos, por favor! No se comporten mal. Ustedes ven que este hombre está ahora bajo mi techo, no cometan una cosa así. Tengo una hija que es todavía virgen y él tiene también su concubina. Se las entregaré, pueden violarlas y tratarlas como quieran, pero no cometan una cosa tan fea con ese hombre».

    Los otros no quisieron hacerle caso. Entonces el levita tomó a su concubina y la sacó para afuera. La violaron y abusaron de ella toda la noche hasta el amanecer; al alba la dejaron irse. La mujer regresó al amanecer y se derrumbó delante de la puerta de la casa donde se alojaba su marido. Allí permaneció hasta que fue de día. Se levantó entonces su marido, abrió la puerta de la casa y salió para continuar su viaje. Su concubina estaba tirada frente a la puerta de la casa con las manos en el escalón. Le dijo: «Párate [Levántate] para que nos vayamos». Pero no hubo respuesta. El hombre la cargó sobre su burro y retomó el camino para regresar a su casa.

    Al llegar a su casa, tomó un cuchillo, agarró el cuerpo de su concubina y lo despedazó, hueso por hueso, en doce trozos que despachó a través de todo el territorio de Israel. A los hombres que había enviado les había dado esta orden: «Pregunten en todo Israel: ¿Se ha visto algo semejante desde que los israelitas salieron de Egipto hasta hoy día? Reflexionen, deliberen y den su opinión» (Jue 19,1-30).”

    Reflexionar sobre este asunto más bien invitará a la indignación ante tal galería de crímenes contra la mujer cometidos bajo el silencio cómplice de Dios. Aquí no se salva nadie. El viejo rogó al grupo de violadores que no cometieran «una cosa así» con el levita —y menos estando «ahora bajo mi techo», si siguiese en la plaza sería otro asunto—, que no cometiesen la infamia de tener sexo con él. Pero el santo varón no titubeó en ofrecer a su hija soltera —y, según esta versión, también a la concubina de su invitado— diciendo: «Se las entregaré, pueden violarlas y tratarlas como quieran», ya que ellas sí que podían ser violadas e infamadas sin límite ninguno.

    Pero viendo que la encendida virilidad de los de Guibeá no se conformaba con la hija y seguían exigiendo al levita, éste, ni corto ni perezoso, como quien echa un trozo de carne a los perros, «tomó a su concubina y la sacó para afuera». El santo varón sabía bien qué destino le esperaba a su mujer, pero se fue a dormir tan tranquilo y cuando «se levantó (...) y salió para continuar su viaje», sin pensar en cómo o dónde estaría su estimada mujer (por la que había hecho un largo viaje a fin de recuperarla), cuando se la encontró «tirada frente a la puerta de la casa» y, sensible como un guijarro, la ordenó levantarse. Pero estaba muerta. Violada y asesinada bajo su exclusiva responsabilidad, ya que fue el marido quien quiso emprender viaje en horas y por una ruta de riesgo y también quien la entregó expresamente a manos de sus asesinos para poder salvar su hombría.

    Ninguna muestra de dolor cuando convierte el cadáver de su mujer en un mero fardo a lomos de un burro. Cualquier cosa menos respeto cuando, en lugar de honrarla en ceremonia fúnebre, la despedazó cual carnicero loco y repartió sus trozos por Israel. ¿Era necesario que Dios inspirase el relato de esa salvajada? ¿Para aprender qué? Bien, el modelo de conducta varonil que transmite es evidente y, al parecer, gozó de la aquiescencia de Dios, ya que tal atrocidad será la excusa para perpetrar otra infinitamente mayor en la que el dios bíblico tomó parte activa, puesto que formaba parte de «sus planes» para con el pueblo elegido.

    Como muchísimos de los varones bíblicos, el levita de marras no sólo se comportó como un machista patológico cobarde y canalla, también fue un mentiroso que levantó a su pueblo en guerra contra una tribu hermana para vengar una sangre de la que sólo él fue responsable.  Seguimos leyendo en Jueces que «salieron de sus casas todos los israelitas, desde Dan hasta Berseba, y la comunidad se reunió como un solo hombre junto a Yavé en Mispá. Hasta la gente de Galaad se hizo presente. Participaron en esta asamblea del pueblo de Dios los jefes del pueblo y todas las tribus de Israel: eran como cuatrocientos mil hombres que sabían manejar la espada»; el motivo parece ser que fue el asesinato de la mujer.

    Los israelitas dijeron: «¡Cuéntennos cómo se cometió ese crimen!». Entonces el levita, el marido de la mujer asesinada, tomó la palabra y dijo: «Había yo entrado en Guibeá de Benjamín junto con mi concubina para pasar allí la noche, y los vecinos de Guibeá decidieron hacerme daño. Durante toda la noche rodearon la casa donde yo estaba con la intención de matarme [falso; lo que pretendían era tener sexo con él]; violaron a mi concubina [lo hicieron porque el levita se la entregó expresamente para tal fin a los hombres de Guibeá] de tal manera que ella murió. Entonces tomé a mi concubina, la corté en pedazos y los mandé por todos los territorios que pertenecen a Israel, porque cometieron una infamia en Israel [más bien algunos israelitas infames de Guibeá habían cometido un crimen gracias a la despreciable conducta del más infame de los levitas]. Ya que han venido aquí todos ustedes, todo Israel, estudien el asunto y decidan aquí mismo» (Jue 20,1-7).

    La mentira del levita cobarde y parricida condujo a una guerra fratricida, claro. Y el relato sobre el asunto cuenta como Dios ordenó ataques y matanzas —«Los israelitas preguntaron: "¿Debemos atacar una vez más a nuestros hermanos de Benjamín o tenemos que renunciar a ello?". Yavé respondió: "Suban, porque mañana los pondré en sus manos"» (Jue 20,28)—, y resultaron muertos en batalla decenas de miles de soldados y otros tantos habitantes de la región (incluyendo a su ganado) fueron pasados a cuchillo... una de las doce tribus de Israel, la de Benjamín, quedó al borde de la extinción... pero gracias a la bíblica norma de tratar a las mujeres como ganado y esclavas sexuales (ni siquiera como rameras, ya que no cobraban), los benjaminitas se recuperaron...

    Por no asistir a la asamblea ante el Señor ningún hombre de Yabés de Galaad, la comunidad mandó allá abajo a doce mil hombres, todos fuertes guerreros, con esta orden: «iVayan y pasen a cuchillo a los habitantes de Yabés en Galaad como también a las mujeres y a los niños: todo varón y toda mujer que haya tenido relaciones con un hombre serán condenados al anatema, pero dejarán con vida a las que son vírgenes». Así lo hicieron. Encontraron en la población de Yabés en Galaad cuatrocientas muchachas que no habían tenido relaciones con hombre, y las llevaron al campamento instalado en Silo, en el país de Canaán. Entonces la comunidad mandó a avisar a la gente de Benjamín que estaba en la Cuesta de Rimón e hicieron la paz. Volvieron pues los benjaminitas y les dieron las mujeres de Yabés de Galaad que habían dejado con vida. Pero no había para todos (Jue 21,9-14).

    Y dado que, según parece, no podía haber ningún israelita sin poseer alguna vagina esclava, quienes bajo la dirección de Dios asesinaron a las mujeres de sus hermanos y dieron las solteras sobrevivientes a los benjaminitas que estuvieron a punto de exterminar, acabaron por aconsejar a éstos sobre la forma de conseguir la carne de cama que les faltaba: durante la «fiesta de Yavé» de Silo ¡y raptando sin miramientos a las propias hijas de los israelitas!

    El texto bíblico es bien claro:

    “Y propusieron lo siguiente a los benjaminitas: «Vayan a esconderse entre las parras. Cuando vean a las jóvenes de Silo que salgan para bailar en coro, ustedes saldrán de entre las parras, tomará cada uno a una joven de Silo y se irán al territorio de Benjamín. Si sus padres o sus hermanos vinieran a quejarse ante nosotros, les diremos: «Déjenlos tranquilos, ustedes ven que no pudimos tomar una mujer para cada uno de ellos durante la guerra. No fueron ustedes los que se las dieron, de manera que no fueron infieles a su juramento"» (Jue 21,20-22).

    La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: la mujer es mera carne para uso del varón y lo que se haga con ella tiene escasa o ninguna importancia. La violencia de género contra la mujer encuentra toda su justificación ideológica en los actos que Dios permitió y premió en los relatos bíblicos que inspiró y en sus propios silencios y complicidades, bien patentes y explicitos para regocijo de los varones hebreos de ayer y de todos los machistas de hoy.

No hay comentarios:

Publicar un comentario