domingo, 26 de enero de 2014

CAPITULO 12: EL DIOS INMISERICORDE



El dios veterotestamentario, tal como se ha visto en los ejemplos ya citados hasta aquí, en la mayoría de los episodios bíblicos obró como un ser inmisericorde, aunque más exactamente cabría precisar que, en general, fue inmisericorde con los inocentes y con los ajenos a su pueblo, mientras que rebosó indulgencia ante las masacres, delitos y abusos gravísimos perpetrados por los suyos, unos hechos reprobables en los que, para mayor responsabilidad divina, actuaron bajo orden directa e inapelable de Dios y/o contando con su intervención personal. El propio Dios, quizá desde una perspectiva y valoración de sí mismo algo magnificada, no tuvo empacho en definirse así: «Y Él [Dios] pasó delante de Moisés diciendo con voz fuerte: "Yavé, Yavé es un Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y en fidelidad. Él mantiene su benevolencia por mil generaciones y soporta la falta, la rebeldía y el pecado, pero nunca los deja sin castigo; pues por la falta de los padres pide cuentas a sus hijos y nietos hasta la tercera y la cuarta generación"» (Ex 34,6-7). Los hechos narrados en la Biblia muestran que gran parte de esa afirmación se quedó en una mera declaración de principios, ya que el dios veterotestamentario se caracterizó, precisamente, por su escasa misericordia y clemencia; por sus frecuentes y explosivas manifestaciones de una cólera incontrolada e ilimitada; por el sentido patriarcal —tomado en el peor de sus significados— de lo que dio en llamar «amor»; y por mostrar una fidelidad hacia su pueblo que, aunque mantuvo tozudamente como fin (por algo esta historia la escribieron los suyos), a menudo traicionó en sus formas (un proceder también muy patriarcal que le permitió dar más estacazos que abrazos). No se encuentra tampoco en la Biblia indicio ninguno de que la benevolencia de Dios alcanzase mil generaciones, de hecho, hay pocos ejemplos en los que su favor supere las tres o cuatro generaciones; y no fue nada proclive a soportar las faltas, rebeldías y pecados de su pueblo —aunque sí las muchas y gordísimas de sus varones más predilectos—, que, eso sí, castigó muy severamente, y en masa, sin que le importase en absoluto que buena parte de las víctimas de su justicia divina fuesen inocentes. En esta misma linea, y tal como el mismo Dios dijo de sí mismo —«por la falta de los padres pide cuentas a sus hijos y nietos hasta la tercera y la cuarta generación»—, el Altísimo fue tan inicuo perdonando a padres delincuentes como injusto y despiadado al castigar a sus hijos y/o nietos por las tropelías perpetradas por esos ascendientes. Dentro de esa conducta divina inmisericorde, y en buena medida xenófoba, se enmarca la diversa legislación sobre la tenencia de esclavos que la palabra y voluntad de Dios dejó escrita y promulgada en libros tan principales como Éxodo, Levítico o Deuteronomio. La misma falta de piedad para con las vidas de adultos y niños inocentes la manifestó Dios en muchos episodios bíblicos presentados como lo más normal del mundo; a modo de ejemplo, en este apartado nos limitaremos a algunos de los crímenes desmedidos que la palabra divina le atribuyó al buen hacer de sus profetas Elías y Eliseo. También puede parecer algo excesiva y fuera de tono la desmedida pasión de Dios por las masacres y los exterminios masivos, un terrible proceder que los redactores bíblicos presentaron como rutinario, ya lo cometiesen Moisés, Saúl, Josué, David u otros privilegiados varones de Dios, siguiendo sus órdenes y contando con su ayuda, o fuesen aniquilaciones masivas provocadas directamente por la mano divina, siempre generosa a la hora de sembrar de cadáveres algún territorio, en particular cuando acudía en auxilio de su pueblo, tal como fue el caso de los reyes Asa, Josafat, Ezequías y de tantos otros hasta los tiempos del mismísimo Judas Macabeo. Por si no hubiere suficiente casquería con los muchísimos episodios violentos que la Biblia da por ciertos, ésta también es prolija en recordar los castigos inmisericordes y terribles con los que Dios amenazó, bajo forma de maldiciones, a quienes, en el futuro, no respetasen los pactos veterotestamentarios; una obligación que, mal que nos pese, incumple toda la humanidad sin excepción, cristianos incluidos. Y qué le vamos a hacer... El buen Dios, según sus propias palabras en la Biblia, también es tal como se verá a continuación. 

DIOS GUSTA DE LA ESCLAVITUD... Y LA REGULÓ MINUCIOSAMENTE

 Podría comprenderse, incluso, que el pueblo de vándalos reflejado en las historias bíblicas cultivase como un derecho la esclavitud y la regulase como una más de sus propiedades, pero ¿no sabía Dios que la esclavitud estaba mal? Del mismo modo que el dios bíblico prohibió a su pueblo mil cosas, a menudo absurdas, ¿no podía haberles prohibido la esclavitud? Es probable que le hubiesen hecho algo de caso y habría puesto las bases para evitar que millones de seres humanos la sufriesen hasta el día de hoy. Pero no fue así. Dios demostró compartir con su pueblo el gusto por la esclavitud y, atento a los usos de la época, la reguló minuciosamente y para siempre... ya que, según dogmatizan quienes gestionan su herencia ideológica, su palabra es eterna e inmutable. Amén. Veamos ahora qué imagen tenía Dios de la esclavitud y cómo reguló el lícito derecho (según él) a imponerla y disfrutarla. Reproduciremos seguidamente algunos versículos procedentes de diversos libros de la Biblia que contienen la palabra directa de Dios al respecto: Les dictarás estas leyes [le ordenó Dios a Moisés]: Si compras un esclavo hebreo, te servirá seis años: el séptimo saldrá libre sin pagar rescate. Si entró solo, saldrá solo. Si tenía esposa, ella también quedará libre lo mismo que él. Si su patrón le dio la mujer de la que tiene hijos, éstos y la madre serán del patrón y él saldrá solo. Si el esclavo dice: «Estoy feliz con mi patrón, con mi esposa y mis hijos, no quiero salir libre solo», el dueño lo llevará ante Dios y  acercándolo a los postes de la puerta de su casa le horadará la oreja con su punzón y este hombre quedará a su servicio para siempre. Si un hombre vende a su hija como esclava, ésta no recuperará su libertad como hace cualquier esclavo. Si la joven no agrada a su dueño que debía tomarla por esposa, el dueño aceptará que otro la rescate; pero no la puede vender a un extranjero, en vista de que la ha traicionado. Si la casa con su hijo, le dará el trato de una joven libre. Si se casa con ella y, después, con otra, no le disminuirá a la primera ni el vestido ni los derechos conyugales. Fuera de estos tres casos, la joven saldrá libre, sin pagar nada (Ex 21,1-11). Si un hombre golpea a su esclavo o esclava con un palo, y mueren en sus manos, será reo de crimen. Mas si sobreviven uno o dos días no se le culpará, porque le pertenecían (Ex 21,20-21) [para Dios, crimen era matar al contado, pero salía gratis si se asesinaba a plazos]. Si un hombre ha herido el ojo de su esclavo o esclava, dejándolo tuerto, le dará la libertad a cambio del ojo que le sacó (Ex 21,26). Si lo hace [se refiere a que un buey cornee] a un esclavo o a una esclava, se pagarán treinta ciclos de plata al dueño de ellos, y el buey morirá apedreado (Ex 21,32). Si un hombre tiene relaciones con una esclava ya entregada a otro, sin que haya sido rescatada ni liberada, serán castigados los dos, pero no con pena de muerte, pues ella no era mujer libre [no se especifica el castigo de la mujer, pero tampoco se tiene en cuenta que esa esclava no podía oponerse a ser violada]. Él ofrecerá su sacrificio de reparación para Yavé a la entrada de la Tienda de las Citas; será un carnero de reparación:Con este carnero el sacerdote hará reparación por él ante Yavé, por el pecado que cometió, y se le perdonará el pecado (Lv 19,20-22) [esto es, la ley divina permite violar a una esclava ajena a cambio de pagarle al clero del lugar con un carnero]. Si tu prójimo se hace tu deudor y se vende a ti, no le impondrás trabajo de esclavo; estará contigo como jornalero o como huésped y trabajará junto a ti hasta el año del jubileo. Entonces saldrá de tu casa con sus hijos y volverá a su familia recobrando la propiedad de sus padres. Porque todos son mis siervos, que yo saqué de la tierra de Egipto, y no deben ser vendidos como se vende un esclavo (...) Si quieres adquirir esclavos y esclavas, los tomarás de las naciones vecinas: de allí comprarás esclavos y esclavas. También podrán comprarlos entre los extranjeros que viven con ustedes y de sus familias que están entre ustedes, es decir, de los que hayan nacido entre ustedes. Esos pueden ser propiedad de ustedes, y los dejarán en herencia a sus hijos después de ustedes como propiedad para siempre. Pero tratándose de tus hermanos israelitas, no actuarás en forma tiránica, sino que los tratarás como a tus hermanos (Lv 25,39-46) [Dios es bien claro: puede comprarse como esclavo al extranjero y tratarlo de forma tiránica, pero no se debe hacer lo propio con el israelita]. No entregarás a su amo al esclavo que huyó de su casa y se acogió a ti. Se quedará contigo entre los tuyos, en el lugar que él elija en una de tus ciudades, donde mejor le parezca; no lo molestarás (Dt 23,16-17) [ésta es ya una base divina que pronostica la libertad de empresa y de circulación de mercancías: si una mercancía ajena amanece en tu patio, tuya es]. Dios le sacó un gran provecho narrativo a los esclavos y esclavas bíblicos, aunque muy en particular a ellas, ya que a menudo fueron quienes parieron a los protagonistas de muchos relatos notables, hijos de grandes varones que, por reiterada manía del Altísimo, tenían mujeres estériles... hasta que convenía a los planes divinos hacerlas fértiles (a edades más propias de abuelas y bisabuelas, pero es que la biología de entonces no era la de hoy, claro está). También le pareció estupendo a Dios el someter a esclavitud a pueblos enteros a fin de que trabajasen en beneficio de sus planes y de sus varones elegidos. Salomón, por ejemplo, forzó la esclavitud de todos los que no eran israelitas —más exactamente de todos los habitantes de su reino que fueron sometidos mediante guerras y que «los israelitas no habían podido exterminar mediante anatema»— para construir, entre otros, el famoso templo de Jerusalén, «Casa de Yavé», para más señas. Aquí viene lo referente al trabajo forzado, a esos hombres que Salomón había requisado para construir la Casa de Yavé, su propio palacio, el Millo, la muralla de Jerusalén, Jazor, Meguido y Gacer (...) Bethorón de abajo, Baalat, Tamar en el desierto, todas las ciudades de depósito que tenía Salomón, las ciudades para los carros y para los caballos y todo lo que Salomón quiso construir en Jerusalén, en el Líbano,' y en todos los territorios que le estaban sometidos. Fueron requisados todo lo que quedaba de los amorreos, de los hititas, de los pereseos, de los jeveos y de los jebuseos, en una palabra, todos los que no eran israelitas. A todos sus hijos que quedaban en el territorio, y que no habían sido exterminados por los israelitas, Salomón los sometió a trabajos forzados y lo están aún hoy. Pero no requisó a los israelitas; estos servían como soldados, integraban la guardia, eran oficiales, escuderos, jefes de carros o soldados de caballería. Capataces nombrados por los prefectos eran los encargados de los trabajos del rey: eran ciento cincuenta que mandaban a los trabajadores en los talleres (1 Re 9,15-23). Y Dios, por supuesto, aceptó encantado un templo, legendariamente lujoso, surgido de la explotación brutal de mano de obra esclava: Yavé le dijo [en su segunda aparición a Salomón]: «He escuchado la oración y la súplica que tú has elevado hasta mí, y consagré esta Casa que tú construiste para que en ella habitara mi Nombre para siempre» (1 Re 9,3). Por si alguien, a estas alturas, viene a justificar lo anterior argumentando que la esclavitud era normal en esos días —que lo era— y que Dios, al legislarla, se limitó a seguirle la corriente a las costumbres de su pueblo —que vaya dios sería si hizo tal cosa—y la aceptó como un estado humano adecuado en tiempo y lugar, será apropiado recordar que Dios tenía tan pésimamente conceptuada la esclavitud que la colocó como castigo terrible en la mayoría de sus condenas a pueblos enteros, y como amenaza en sus maldiciones más famosas. Así, por ejemplo, leemos afirmaciones de Dios con el siguiente tenor: Entonces Yavé le dijo [a Abraham]: «Debes saber desde ahora que tus descendientes serán forasteros en una tierra que no es suya. Los esclavizarán y los explotarán durante cuatrocientos años» (Gn 15,13). No debía de ser buena cosa para Dios la esclavitud cuando, tras tan prolongado castigo, al fin, liberó a su pueblo e hizo propósito de que no pasasen de nuevo por lo mismo: de un esclavo (Lv 25,42). Esos «todos», naturalmente, eran sólo los israelitas, ya que el resto de los humanos eran, para Dios, carne de esclavitud. A más abundamiento: Si se descubre a un hombre que haya raptado a un israelita, es decir, a uno de sus hermanos, y lo haya vendido como esclavo, el raptor debe morir. Así cortarás el mal entre tu gente (Dt 24,7). Dios sabía que la esclavitud era terrible, por eso no quería que los suyos fuesen víctimas de esa lacra, pero justo por esa razón, cuando su pueblo se le desmandaba un tanto así, volvía a castigarles o amenazarles con lo peor que tenía a mano, la esclavitud: Pero serán sus esclavos, para que puedan comparar lo que es servirme y ser esclavo de reyes extranjeros (2 Cr 12,8); Te haré esclavo de tus enemigos en un país que no conoces, porque mi cólera ha pasado a ser un fuego que los va a quemar (Jr 15,14). No obstante conocer como nadie (se supone) el sufrimiento que implicaba la esclavitud, Dios la permitió, legisló, fomentó y posibilitó. ¿Es Dios clemente y justo? La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: someter a abuso, explotación, sufrimiento y pillaje a quienes se considera como diferentes es lícito y loable cuando quienes cometen tales atropellos se consideran poseedores y heraldos de la verdad (de cualquier verdad). 

DIOS BENDIJO Y POSIBILITÓ QUE DOS PROFETAS, ELÍAS Y ELISEO, MATASEN A PLACER A DECENAS DE INOCENTES 

Elías, según la Biblia, fue el primer gran profeta de Israel y sus actuaciones se sitúan entre los años 865 y 850 a. C. Se le invistió del máximo prestigio y reputación debido a la predilección que Dios le mostró. Tan magnificada fue su figura que, un milenio después, en el relato de la transfiguración de Jesús se hizo aparecer a éste flanqueado por Moisés y Elías (Mt 17,1-13; Mc 9,2-13 y Lc 9,28-36). El ciclo de Elías se compone de seis episodios y en ellos, tal como veremos en lo sustancial, su mano no tembló a la hora de degollar a más de cuatrocientos competidores, ni al quemar vivos a un centenar de inocentes, ya que el propio Dios le facilitó los prodigios que posibilitaron tan bíblicas hazañas. Su discípulo y heredero, Eliseo, superó a su maestro en milagros — protagonizando el repertorio básico que acabaría por atribuirse a Jesús— y aunque mató a menos gente, demostró tener tan mal carácter como Elías y tanta o más crueldad que él a la hora de hacer morir a inocentes mediante el concurso de Dios. Iniciaremos el relato de las andanzas de Elías en el segundo episodio bíblico de su vida, tal como lo cuenta el 1 Libro de Reyes. Nos encontramos con el profeta dirigiéndose a la ciudad de Samaria —al final de un tiempo de sequía y hambruna con el que Dios castigó al reino israelita por permitir el culto a Baal— para presentarse ante el rey Ajab: Anda pues a reunir a Israel [le ordenó Elías al rey Ajab]; que vengan conmigo al monte Carmelo, y con ellos los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal que comen de la mesa de Jezabel. Ajab convocó a todo Israel al monte Carmelo, y también reunió a los profetas. Entonces Elías se acercó al pueblo y dijo: «¿Hasta cuándo saltarán de un pie al otro? Si Yavé es Dios, síganlo; si lo es Baal, síganlo». El pueblo no respondió. Elías dijo al pueblo: «Soy el único que queda de los profetas de Yavé, y ustedes ven aquí a cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. ¡Dennos dos toros! Ellos tomarán uno, lo descuartizarán y lo pondrán sobre la leña sin prenderle fuego. Yo prepararé el otro toro y lo pondré sobre la leña sin prenderle fuego. Luego invocarán el nombre de su dios; yo invocaré el nombre de Yavé. El Dios que responda enviando fuego, ese es Dios». Todo el pueblo respondió: «¡Muy bien!» (...) [tras el ya cantado fracaso de los profetas de Baal para superar tan magna prueba] Bajó entonces el fuego de Yavé, que consumió el holocausto y la leña y absorbió toda el agua que había en la zanja. Al ver esto, todo el pueblo se echó con el rostro en tierra, gritando: «¡Yavé es Dios! ¡Yavé es Dios!». Entonces Elías les dijo: «¡Detengan a los profetas de Baal, que no escape ninguno!». Los apresaron; Elías mandó que los bajaran al torrente Cisón y allí los degolló (1 Re 18,19-40).  Así pues, el gran profeta de Dios degolló por propia mano a esos cuatrocientos cincuenta competidores y se quedó tan ancho... bueno, no tanto, porque la reina Jezabel se enojó y quiso aplicarle al profeta su propia medicina, pero éste, que tan valiente fue a la hora de segarle el cuello a profetas cautivos, optó por huir, contando, claro, con la protección de Dios (según se lee en 1 Re 19). Salvada la piel y llegado al trono Ocozías, hijo de Ajab, Elías prosiguió asesinando al personal con la mera finalidad de demostrar que Dios estaba con él: Ocozías se cayó desde la ventana de su segundo piso en Samaría, y como no se sintiera bien, envió a algunos hombres diciéndoles: «Vayan a consultar a Baalcebub, dios de Ecrón, para saber si me sanaré de este mal». Pero el ángel de Yavé dijo a Elías de Tisbé: «Levántate y sal al encuentro de los mensajeros del rey de Samaría. Les dirás: "¿Así que ya no hay más Dios en Israel, que van a consultar a Baalcebub, el dios de Ecrón?. Ya que has procedido así, dice Yavé, no te levantarás de la cama en que te has acostado; has de saber que morirás"». Y Elías se alejó. Volvieron los mensajeros donde el rey (...) Ocozías exclamó: «¡Es Elías de Tisbé!». Despachó entonces a cincuenta hombres con su jefe, que subieron para buscar a Elías; este estaba sentado en la cumbre de un cerro. El jefe le gritó: «¡Hombre de Dios, por orden del rey, baja!». Elías respondió al jefe de los cincuenta: «¡Si soy un hombre de Dios, que baje fuego del cielo y te devore a ti y a tus cincuenta hombres!». Y bajó fuego del cielo, y lo devoró a el y a sus cincuenta hombres [en la Biblia no se encuentra tipo más fachendoso que este profeta]. El rey despachó de nuevo a cincuenta hombres con su jefe; este también le gritó: «¡Hombre de Dios, esta es la orden del rey: Apresúrate en bajar!». Elías le respondió: «¡Si soy hombre de Dios, que baje fuego del cielo y te devore a ti y a tus cincuenta hombres!». Y el fuego de Dios bajó del cielo, y lo devoró a él y a sus cincuenta hombres. Envió el rey por tercera vez a cincuenta hombres con su jefe [parece que a los reyes la soldadesca les sobraba y podían perderla sin inquietarse]; cuando llegó cerca de Elías, el tercer jefe [más listo que sus predecesores] se arrodilló y le suplicó diciéndole: «¡Hombre de Dios, soy tu servidor; ojalá mi vida y la de mis hombres tenga algún valor para ti! ¡El fuego de Dios ya ha bajado dos veces del cielo para devorar a los dos primeros jefes con sus cincuenta hombres, perdóname ahora mi vida!». Entonces el ángel de Yavé dijo a Elías: «Baja con él, pues nada tienes que temer de su parte». Se levantó pues y bajó con ellos hasta donde estaba el rey. Le dijo a éste: «Esto dice Yavé: "¡Debido a que enviaste mensajeros para consultar a Baalcebub, el dios de Ecrón, no te levantarás más de la cama donde estás acostado, sino que morirás, ya está decidido!"» (2 Re 1,2-16). Curiosa la cosa bíblica: para repetirle al rey Ocozías lo mismo que el profeta ya le había dicho poco antes a sus mensajeros, Elias, mediante los dos certeros disparos flamígeros lanzados por Dios, tuvo que lucirse ante la audiencia asesinando a cien soldados inocentes. ¿No podría haber logrado el mismo efecto teatral sacando fuego por las orejas o algo por el estilo? Pero no, el dios bíblico requiere muertos inocentes a cada paso que da. Tras una vida repleta de santidad y prodigios milagrosos (además de decenas de asesinatos que agradaron a Dios), Elías fue arrebatado por un carro de fuego hasta la gloria divina: Cuando lo atravesaron [el río Jordán], Elías dijo a Eliseo: «¿Qué quieres que haga por ti? Pídelo antes que sea llevado lejos de ti». Eliseo respondió: «Que venga sobre mí el doble de tu espíritu». Elías le replicó: «¡Pides algo difícil! Pero si me ves mientras soy llevado de tu lado, lo tendrás; si no, no» [fachenda hasta el fin, este profeta]. Iban conversando mientras caminaban, cuando un carro de fuego con sus caballos de fuego los separó al uno del otro: Elías subió al cielo en un torbellino. Eliseo lo vio y gritaba: «¡Padre mío! iPadre mío! ¡Carro de Israel y su caballería!». Luego no lo vio más. Tomó entonces su ropa y la partió en dos. Eliseo recogió el manto de Elías, que había caído cerca de él y se volvió. Al llegar a orillas del Jordán se detuvo, tomó el manto de Elías y golpeó el agua con él, pero ésta no se dividió. Entonces dijo: «¿Dónde está el Dios de Elías, dónde?» [Sí, ¿dónde?; por dudas la mitad de atrevidas que ésta Dios fumigó a pueblos enteros, pero Eliseo estaba en vena...] Y como volviera a golpear el agua, ésta se dividió en dos, y Eliseo atravesó. Los hermanos profetas lo vieron de lejos y dijeron: «¡El espíritu de Elías reposa sobre Eliseo!». Salieron a su encuentro y se postraron en tierra delante de él (2 Re 2,9-15). Eliseo, junto a lo que fuese que heredó de Elías, también adquirió su proverbial mala uva, una virtud bíblica que tardó poquísimo en demostrar, haciéndolo a lo grande y sin complejos, mandando asesinar a cuarenta y dos niños ¡porque algunos de ellos se burlaron de su calva! Sí, tal cual: De allí [de hacer potable el agua de Jericó, milagrosamente, claro] se fue a Betel; cuando iba por el camino que sube, salieron de la ciudad unos muchachos que se burlaban de él: «¡Vamos, calvo, sube! ¡Vamos, calvo, sube!», decían. Se volvió y mirándolos los maldijo en nombre de Yavé; salieron del bosque dos osas y desgarraron a cuarenta y dos de esos muchachos (2 Re 2,23-24). Las osas/osos despedazaniños, al igual que los leones justicieros que citamos en el apartado 11.3, que también iba de profetas peculiares, sólo pudieron ser enviadas por Dios, que, en este acto, demostró cuánto aprecio le merecía la calvorota de Eliseo y cuán poco estimaba la vida de los niños. Eliseo, sin inmutarse por la carnicería, en el versículo siguiente «se dirigió al monte Carmelo y luego regresó a Samaria», acumulando un historial de milagros digno de envidia. Eliseo solucionó la pobreza de una viuda convirtiendo en muchos cántaros comerciables el cantarito de aceite que le quedaba (2 Re 4,1-7), hizo concebir a la esposa de un anciano en cuya casa él se alojaba (2 Re 4,12-17) —el texto no detalla cómo procuró el embarazo de la señora—, cuando el niño del relato anterior murió —al menos la primera vez—le resucitó sin problemas (2 Re 4,21-36), saneó aguas contaminadas y sopas envenenadas (2 Re 4,38-41), alimentó a cien personas haciendo que cundiesen de lo lindo veinte panecillos de cebada y de trigo (2 Re 4,41-44), curó a un leproso (2 Re 5,1-13)... en fin, que Eliseo, el calvo despedazaniños, un millar de años antes, ya hizo milagros equivalentes a los mejores que haría Jesús, y eso que no era hijo de Dios ni nada parecido (quizá los creyentes deberían pensar en ello, si no es molestia, claro). En medio de tan prodigiosa vida, Eliseo no perdió jamás su toque iracundo y vengativo, así, estando la capital israelita con hambruna y con las pocas viandas disponibles a precios astronómicos, a causa del asedio de los arameos. Eliseo dijo: «¡Escuchen la palabra de Yavé! Esto dice Yavé: "Mañana a esta misma hora, en la puerta de Samaria, una medida de flor de harina se venderá por una moneda, y dos medidas de cebada, por una moneda"». El oficial en cuyo brazo se apoyaba el rey dijo al hombre de Dios: «¡Aunque Yavé abriera las ventanas del cielo, eso no ocurriría!». Eliseo le dijo: «Muy bien, tú lo verás con tus ojos, pero no comerás» (2 Re 7,1-2). El oficial real dudó de la parrafada de Eliseo y éste, en lugar de apiadarse de un varón que poseía más sentido común que fe, le maldijo con la muerte. Y tal que así fue: El rey había asignado a la puerta de la ciudad al oficial en cuyo brazo se apoyaba, para que la vigilara, pero fue pisoteado ahí mismo por la muchedumbre [que salía a buscar provisiones... en plan estampida de una manada de bisontes], y murió tal como lo había anunciado el hombre de Dios cuando había bajado el rey a su casa (2 Re 7,17).A juzgar por el relato bíblico, la personalidad puñetera de Eliseo le duró hasta el final de sus días: Eliseo estaba mal de salud por la enfermedad que lo llevó a la muerte. Yoás, rey de Israel, bajó donde él y lloró: «¡Padre mío, padre mío! ¡Carro de Israel y su caballería!». Eliseo le respondió: «Toma un arco y flechas»; Yoás fue pues a tomar un arco y flechas (...) «Toma tu arco con las manos». Lo hizo. Eliseo puso sus manos sobre las del rey, luego dijo: «¡Abre la ventana del lado este!». La abrió. Eliseo añadió: «¡Dispara!». Disparó. Eliseo dijo entonces: «¡Flecha de la victoria de Yavé! ¡Flecha de la victoria de Aram! Derrotarás a Aram en Afec, hasta que no quede nadie» [más teatral, imposible]. En seguida le dijo: «Junta las flechas». Las juntó. Eliseo dijo al rey de Israel: «Golpea el suelo». Y el rey lo golpeó tres veces y se detuvo. Entonces el hombre de Dios se enojó con el rey y dijo: «¡Tenías que haber golpeado cinco o seis veces! Así habrías derrotado a Aram hasta que no quedara nadie. Pero ahora sólo derrotarás a Aram tres veces» (2 Re 13,14-19). Muy sandunguero el profeta. Podría haber dicho las cosas claras, para que pudiese comprenderlas hasta un rey israelita, y de haberlo hecho así, se hubiese evitado montañas de muertos entre los de Aram y los de Israel... aunque la Biblia hubiese perdido una excelente oportunidad para incrementar su lustre belicoso, algo que Dios, naturalmente, no podía permitir.  La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: en asuntos de religión, no importa quién muere, ni tampoco cuántos, ni si había o no razones para eliminarles; lo sustancial es que quien mate lo haga a mayor gloria de la creencia que sustenta y alimenta sus excesos. 

DIOS MATÓ POR PROPIA MANO A CIENTOS DE MILES Y EXIGIÓ QUE SU PUEBLO PERPETRASE ENORMES MATANZAS SIN PIEDAD Y SIN FIN 

A lo largo de este libro han desfilado ejemplos más que sobrados acerca de la gran afición que el dios bíblico mostró por las carnicerías y exterminios masivos, ya fuesen perpetradas bajo la acción directa de su propia mano, o ejecutadas por hordas de su pueblo siguiendo literalmente sus exigencias y que, muy a menudo, en ocasión de los muchos ataques contra naciones vecinas, contó con la asesoría y colaboración militar del propio Dios a fin de masacrar más y mejor a las comunidades agredidas. En este apartado ampliaremos ese perfil específico de las conductas divinas recordando, brevemente, unos pocos pasajes bíblicos que ejemplifican la querencia de Dios por las matanzas despiadadas y el gusto y eficiencia con que las cometían también los benditos varones al servicio de los planes divinos. Para comenzar, nada mejor que fijarse en uno de los héroes más clásicos y celebrados de la literatura bíblica, Moisés, a quien, como ya vimos, Dios usó como instrumento para torturar y exterminar a un sinnúmero de egipcios inocentes, a fin de lograr fama (véase el apartado 8.2), o para masacrar a los amalecitas (véase el apartado 8.3). En el relato que seguirá nos encontramos a Dios ordenándole a Moisés que torture y mate por empalamiento a unos cuantos de los suyos, por adorar a otro dios —causa por la que Dios ya había matado a veinticuatro mil—, y que extermine sin piedad a los medianitas. Así lo cuenta la palabra divina: Israel se instaló en Sitim y el pueblo se entregó a la prostitución con las hijas de Moab. Ellas invitaron al pueblo a sacrificar a sus dioses: el pueblo comió y se postró ante los dioses de ellas. Israel se apegó al Baal de Fogor y se encendió la cólera de Yavé contra Israel. Yavé dijo entonces a Moisés: «Apresa a todos los cabecillas del pueblo y empálalos de cara al sol, ante Yavé; de ese modo se apartará de Israel la cólera de Yavé» [fue el mismísimo Dios, no un sanguinario cualquiera, quien ordenó una tortura y muerte tan horrible como la producida mediante empalamiento]. Moisés dijo a los jefes de Israel: «Que cada uno mate a aquellos de sus hombres que se prostituyeron con el Baal de Fogor». Justo en ese momento, un israelita introducía en su tienda a una moabita, a la vista de Moisés y de toda la comunidad que lloraba a la entrada de la Tienda de las Citas. Al ver eso, Finjas, hijo de Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, tomó una lanza, siguió al israelita al interior de su tienda y los traspasó a los dos, al hombre y a la mujer,  en pleno vientre. Inmediatamente cesó la plaga que se cernía sobre Israel: porque ya habían muerto por esa plaga veinticuatro mil de ellos [de nuevo vemos que Dios tenía el gatillo fácil; mientras se estaba discutiendo la jugada y su solución, el Altísimo ya había matado a veinticuatro mil, como para abrir boca; con tanta matanza en campo propio, el pueblo de Dios debía reproducirse más que los conejos... o no salen los números]. Yavé dijo a Moisés: «Finjas, hijo de Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, alejó mi cólera de los israelitas cuando se mostró lleno de celo por mí en medio de ellos. Por eso le dirás que me comprometo a recompensarlo» (...) Yavé le dijo entonces a Moisés: «Ataca a los madianitas y acaba con ellos (...)» (Nm 25,117). Pero Dios, aunque feliz tras su matanza injustificable y el asesinato del israelita que iba a sembrar su semillita en la mujer moabita, quería más sangre y ordenó acabar con los madianitas a sangre y fuego. Yavé dijo a Moisés: «Que los hijos de Israel tomen ahora desquite de los madianitas, y luego irás a reunirte con tu pueblo». Moisés, pues, dijo al pueblo: «Que se armen algunos de ustedes para la guerra. Que vayan a pelear contra Madián y sean los instrumentos de la venganza de Yavé contra él. Enviarán a la guerra mil hombres de cada tribu de Israel». (...) Pelearon contra Madián, como Yavé había mandado a Moisés, y mataron a todos los varones. Mataron también a los reyes de Madián: Eví, Requem, Sur, Jur y Rebá; eran los cinco reyes madianitas. Mataron también a espada a Balaam, hijo de Beor. Los hijos de Israel trajeron cautivas a las mujeres de Madián y a sus niños y recogieron sus animales, sus rebaños y todas sus pertenencias. Prendieron fuego a todos los pueblos en que vivían y a todos sus campamentos. Habiendo reunido todo el botín y los despojos, hombres y bestias, llevaron los cautivos y el botín ante Moisés, el sacerdote Eleazar y toda la comunidad de los hijos de Israel, en las estepas de Moab, que están cerca del Jordán, a la altura de Jericó (...) Moisés se enojó contra los jefes de las tropas, jefes de mil y jefes de cien que volvían del combate. Moisés les dijo: «¿Así, pues, han dejado con vida a las mujeres?». Precisamente ellas fueron las que, siguiendo el consejo de Balaam, indujeron a los hijos de Israel a que desobedecieran a Yavé (en el asunto de Baal-Peor); y una plaga azotó a la comunidad de Yavé. Maten, pues, a todos los niños, hombres, y a toda mujer que haya tenido relaciones con un hombre. Pero dejen con vida y tomen para ustedes todas las niñas que todavía no han tenido relaciones (Nm 31,1-18). Dios extremó la crueldad matando al azar a veinticuatro mil de los suyos y ordenándole a su servidor asesinatos y exterminios brutales, pero Moisés no se quedó atrás en la carrera de la barbarie y ordenó asesinar a innumerables inocentes con tanta frialdad que relatos como el recién reproducido no desentonarían entre las pruebas de cargo del sumario judicial que, treinta y tres siglos después, llevaría hasta el cadalso a Adolf Eichmann.  Esta asociación terrible entre Dios y Moisés se hace patente en muchos otros pasajes bíblicos que, como el anterior, relatan masacres despiadadas. Así: Entonces Yavé me habló [afirma Moisés]: «Ya ves que he comenzado a entregarte Sijón y su tierra; ustedes empezarán la conquista conquistando su tierra». Salió, pues, Sijón con toda su gente a presentarnos batalla en Yahas y Yavé, nuestro Dios, nos lo entregó y lo derrotamos junto con sus hijos y toda su gente. En ese tiempo tomamos todas sus ciudades y las consagramos en anatema, matando a sus habitantes, hombres, mujeres y niños, sin perdonar vida alguna, salvo la de los animales, que fueron parte del botín como los despojos de las ciudades que ocupamos. Desde Aroer, ciudad situada sobre la pendiente del torrente Arnón, y la ciudad que está abajo, hasta Galaad, no hubo aldea ni ciudad que no tomáramos: Yavé, nuestro Dios, nos las entregó todas (Dt 2,31-36). Los mandatos de Dios que ordenan asesinar a quienes creen en otros dioses y exterminar completamente a los habitantes de las ciudades asaltadas, forman parte del código jurídico veterotestamentario que el Altísimo le impuso a Moisés —y a través de él a todo su pueblo—; algunos de esos mandatos inmorales ya se documentaron anteriormente. Y Dios no bromeaba en absoluto cuando ordenaba matar a todo lo que se moviese por algún lugar concreto. Un ejemplo nos lo dio Saúl, que, recién elegido rey por voluntad divina, perdió el siempre eficaz favor de Dios cuando, tras ultimar un sacrosanto exterminio según sus designios, sólo asesinó a todo el pueblo amalecita, pero dejó sin degollar a su rey y a una parte de su ganado. Así lo cuenta, al menos, el 1 Libro de Samuel: Samuel [el último de los jueces de Israel y el primero de sus profetas clásicos] dijo a Saúl: «Yavé me envió para consagrarte como rey de su pueblo Israel. Escucha ahora a Yavé. Esto dice Yavé de los ejércitos: "Quiero castigar a Amalec por lo que hizo a Israel cuando subía de vuelta de Egipto: le cerró el camino. Anda pues a castigar a Amalec y lanza el anatema sobre todo lo que le pertenece. No tendrás piedad de él, darás muerte a los hombres, a las mujeres, a los niños, a los bueyes y corderos, a los camellos y burros"» [vemos, pues, que Dios fue bien concienzudo a la hora de señalar a quienes debía asesinarse] (...) Saúl aplastó a Amalec desde Javila hasta Sur que está al este de Egipto. Hizo prisionero a Agag, rey de los amalecitas y pasó a cuchillo a toda la población debido al anatema. Pero Saúl y su ejército no quisieron condenar al anatema a Agag y a lo mejor del ganado menor y mayor, los animales gordos y los corderos, en una palabra, todo lo que era bueno. Al contrario, exterminaron todo lo que, en el ganado, era malo y sin valor (...) Cuando Samuel llegó donde estaba Saúl, éste le dijo: «Yavé te bendiga, he ejecutado las órdenes de Yavé». Pero Samuel le contestó: «¿Qué ruido es ese que siento de cabras y ovejas? ¿Qué ruido es ese que siento también de bueyes y burros?». Saúl respondió: «Los trajimos de los amalecitas. El pueblo separó lo mejor del ganado menor y del mayor para ofrecerlo en sacrificio a Yavé tu Dios [es decir, que no quiso matar lo mejor del ganado a lo tonto, sino que, tal como prescribía la Ley de Dios, querían inmolarlo ritualmente], pero todo lo demás fue condenado al anatema [entre «lo demás» estaba, claro, toda la gente; una minucia para Dios]. Entonces Samuel dijo a Saúl: «¡Basta! Voy a comunicarte lo que me dijo Yavé esta noche. (...) Yavé te había confiado una misión, te había dicho: "Anda, condena al anatema a los amalecitas; harás la guerra a esos pecadores hasta exterminarlos". ¿Por qué no hiciste caso a las palabras de Yavé? ¿Por qué te abalanzaste sobre el botín? ¿Por qué hiciste lo que es malo a los ojos de Yavé? [lo malo, a ojos de Dios, no fue asesinar a todo un pueblo, sino dejar vivo a su rey y ganado] (...) ¿Piensas acaso que a Yavé le gustan más los holocaustos y los sacrificios que la obediencia a su palabra? La obediencia vale más que el sacrificio, y la fidelidad, más que la grasa de los carneros (...)». Entonces Samuel le dijo: «Hoy Yavé te ha arrancado la realeza de Israel, y se la ha dado a tu prójimo, que es mejor que tú [Dios, en sólo 29 versículos, nombró un rey, le ordenó asesinar a todo un pueblo, y se arrepintió rápidamente de su nombramiento cuando éste no degolló todo lo que debía, pero...]. El que es la Gloria de Israel no puede mentir ni arrepentirse» [¿y qué acababa de hacer Dios rechazando a Saúl como rey tras ser ungido por su voluntad?] (...) Samuel se fue pues con Saúl y éste se postró delante de Yavé. Luego dijo Samuel: «Tráiganme a Agag, rey de Amalec» (...); cuando llegó temblando, Samuel le dijo: «Así como tu espada privó a las mujeres de sus hijos, así también tu madre será una mujer privada de su hijo». Y Samuel despedazó a Agag en presencia de Yavé, en Guilga (1 Sm 15,1-33). Dios, que a estas alturas de la Biblia, y gracias a Ana —esposa de Elcana y madre de Samuel—, comenzó a ser invocado con el más que exacto apelativo de «Yavé de los ejércitos» (1 Sm 1,11), hizo honor a su sobrenombre y aportó con gusto su capacidad de estratega y su divina e invencible violencia en cuanta batalla libró —y que casi siempre provocó— su pueblo, comenzando la cosa belicosa, tal como ya se dijo, desde el mismo momento en que los israelitas salieron de Egipto de la mano de Moisés. Un relato muy glorificado, el de la conquista de Jericó, aporta una magnífica pincelada de color sobre el gusto divino por las masacres totales. Durante el asedio de esa ciudad, las hordas de Josué, siguiendo las órdenes y estrategia que Dios le dio a éste (Jos 6,2-5), traspasaron las murallas y masacraron todo lo que se movía: Apenas oyó el pueblo el sonido de la trompeta, lanzó el gran grito de guerra y la muralla se derrumbó. El pueblo entró en la ciudad [Jericó], cada uno por el lugar que tenía al frente y se apoderaron de la ciudad. Siguiendo el anatema, se masacró a todo lo que vivía en la ciudad: hombres y mujeres, niños y viejos, incluso a los bueyes, corderos y burros (Jos 6,20-21).  Esta querencia por el asesinato masivo también la manifestó con creces el bueno del rey David —del que ya se ha mostrado en varios apartados su absoluta falta de escrúpulos y de ética, incluso para proveerse de esposas—un monarca que, tres mil años antes de que lo hiciese Bush hijo, ya practicaba el genocidio preventivo bajo consejo de Dios: David y sus hombres hicieron incursiones contra los guesuritas, los guergueseos y los amalecitas: esas tribus ocupan la región que se extiende desde Telam en dirección a Sur y al Egipto. David devastó el territorio; no dejaba a nadie con vida, ni hombre ni mujer; les quitaba las ovejas, los bueyes, los burros, los camellos y todas sus prendas de vestir (...) David no dejaba hombre ni mujer con vida, para no tener que llevarlos a Gat, pues decía: «No sea que hablen contra nosotros y nos denuncien a los filisteos». Así actuó David mientras vivió entre los filisteos (1 Sm 27,8-11). Muy cauto ese varón de Dios que obró en todo momento según le indicó el Altísimo, tal como lo reconoció éste por propia voz al elogiarle su fidelidad: Como mi servidor David, quien cumplía mis mandamientos, caminaba con todo su corazón siguiéndome, y hacía lo que es recto a mis ojos» (1 Re 14,8). Matar inocentes en masa y por si acaso, además de expoliar todos sus bienes, era bueno a los ojos de Dios. Vaya, pues que santa Lucía le conserve la vista. El dios de la Biblia —ese dios que jamás daba señales de vida cuando alguno de sus varones escogidos asesinaba a uno o a miles, robaba, saqueaba, o violaba a una mujer— siempre tenía el oído presto a las invocaciones que requerían de sus servicios bélicos, un oficio en el que, obviamente, «Yavé de los ejércitos» no tuvo rival. Cuando, pongamos por caso, el rey Asa (o Asá) de Judá vio que tenía las de perder ante el ejército del etíope Zerac (o Zéraj), que le doblaba en número, recurrió a Dios y éste se avino inmediatamente a facilitar la muerte de un millón de. hombres —etíopes, claro— y el expolio desmedido de cuanta ciudad cayó bajo la espada de los hebreos. Asá invocó a Yavé su Dios, y dijo: «Oh, Yavé, puedes ayudar al desvalido como al poderoso. ¡Ayúdanos, pues, Yavé Dios nuestro, porque en ti nos apoyamos, en tu nombre marchamos contra esta inmensa muchedumbre! Yavé, tú eres nuestro Dios: ¡No prevalezca contra ti hombre alguno!». Yavé derrotó a los etíopes ante Asá y los hombres de Judá; y los etíopes se pusieron en fuga. Asá y la gente que estaba con él los persiguieron hasta Guerar y cayeron de los etíopes hasta no quedar uno vivo, pues fueron destrozados delante de Yavé y su campamento; y se recogió un botín inmenso. Se apoderaron de todas las ciudades, alrededor de Guerar, pues el terror de Yavé pesaba sobre ellos y saquearon las ciudades, pues había en ellas gran botín. Asimismo atacaron las tiendas donde se recogían los ganados, capturando gran cantidad de ovejas y camellos. Después se volvieron a Jerusalén (2 Cr 14,10-14). De una tacada, Dios, por medio de Asa, liquidó a un millón de varones —según cuenta la crónica, claro, que las cifras bíblicas suelen ser tan fieles a la realidad como lo son sus estupendos relatos—, y suma y sigue. Unos versículos más allá, Dios escuchó complaciente el SOS del rey Josafat, hijo de Asa, que cayó preso del pánico cuando se enteró de que «una gran muchedumbre de gente del otro lado del mar de Edom», hombres de Moab y de Amón, se aprestaba a presentarle batalla. El rey, falto de toda valentía pero sobrado de fe, le pidió a Dios que hiciese la guerra por él y éste, recurriendo a su conocida estrategia de convertir en idiotas a los enemigos, logró exterminar a todo el ejército sin que su pueblo tuviese siquiera que disparar una flecha. Josafat tuvo miedo y consultó a Yavé, ordenando un ayuno a todo Judá. Los judíos se reunieron para suplicar a Yavé y, de todas las ciudades de Judá, llegaron para rogar a Yavé [para luchar no había quién, pero para rezar había cola]. Entonces Josafat se puso de pie en medio de la asamblea de Judá en Jerusalén, en la Casa de Yavé, delante del patio nuevo. Dijo: «Yavé, Dios de nuestros padres, ¿no eres tú Dios en el cielo y no dominas tú en todos los reinos de las naciones? En tu mano está el poder y la fortaleza sin que nadie pueda resistirte (...) Pero mira a los hijos de Amón, de Moab y del norte de Seír, adonde no dejaste entrar a Israel cuando salían de la tierra de Egipto, y por orden tuya Israel se apartó de ellos sin destruirlos. Ahora nos pagan viniendo a echarnos de la heredad que tú nos has dado. Oh, Dios nuestro, ¿no harás justicia con ellos? Pues nosotros no tenemos fuerza para hacer frente a esta gran multitud que viene contra nosotros y no sabemos qué hacer. Pero nuestros ojos se vuelven a ti». (...) Entonces en medio de la asamblea vino el Espíritu de Yavé sobre Jazaziel [hijo de Zacarías, un oficial de Josafat comisionado para enseñar «la Ley»] (...) y dijo: «Atiende, pueblo de Judá entero y habitantes de Jerusalén, y tú, oh, rey Josafat. Esto les dice Yavé: No teman ni se asusten ante esta gran muchedumbre; porque esta guerra no es de ustedes, sino de Yavé [la cosa estaba clara para Dios, era «su» guerra; Dios contra un ejército humano; desigual e injusto]. »Bajen contra ellos mañana; ellos van a subir por la cuesta de Sis, de manera que los encontrarán al extremo del torrente, junto al desierto de Jeruel. No tendrán que pelear en este lugar sino que se quedarán quietos y verán la salvación de Yavé sobre ustedes, oh, Judá y Jerusalén. No teman ni se acobarden, salgan mañana al encuentro de ellos pues Yavé estará con ustedes» (...) Al día siguiente se levantaron temprano y salieron al desierto de Tecoa. Mientras iban saliendo, Josafat, puesto en pie, dijo: «Escuchen, Judá y habitantes de Jerusalén, tengan confianza en Yavé su Dios y estarán seguros, tengan confianza en sus profetas y triunfarán». Después, habiendo conversado con el pueblo, dispuso a los cantores de Yavé y a los salmistas que marcharían al frente de las tropas vestidos de ornamentos sagrados: «Alaben a Yavé  porque es eterno su amor» [y oportuna su belicosidad... ya que Dios se encargó de ganar la guerra él solo]. En el momento en que comenzaron las aclamaciones y las alabanzas, Yavé preparó una trampa en que cayeron los hijos de Amón, los de Moab y los del monte Seír que habían venido para atacar a Judá. Pues los amonitas y los moabitas se echaron sobre los habitantes de los cerros de Seír para destruirlos y acabar con ellos; y cuando acabaron con ellos, se mataron unos a otros [la escena fue gloriosa: los israelitas rezaron y, al punto, Dios idiotizó a los enemigos y se mataron entre sí (excepto, quizá, el último que quedó con vida, que debió suicidarse)]. Cuando los de Judá llegaron a la cumbre desde donde se divisa el desierto, vieron todo el campo cubierto de cadáveres sin que uno solo hubiera quedado con vida. Entonces Josafat con todo su ejército llegaron para recoger los despojos y hallaron gran cantidad de ganado, vestidos y objetos preciosos. Fue tanto el botín, que tres días no fueron suficientes para juntarlo todo, y no sabían cómo llevarlo [los de Josafat, con la bendición de Dios, no sólo fueron unos perfectos cobardes, sino unos auténticos buitres, pero ¿qué varón piadoso dejaría de expoliar la riqueza de los muertos? Ninguno, al menos en la Biblia]. Al cuarto día se reunieron en el valle de Beraká. Por eso se llama aquel lugar valle de Beraká, que significa bendición, hasta el día de hoy, pues allí los bendijo Yavé. Después, todos los hombres de Judá y de Jerusalén, con Josafat al frente, regresaron con gran alegría a Jerusalén, porque Yavé los había colmado de gozo a expensas de sus enemigos (2 Cr 20,3-27). Una «gran muchedumbre de gente» destripada en medio del desierto gracias a Dios y expoliada a causa de la voracidad de los hebreos de Josafat, y los del pueblo elegido felices como unas Pascuas, claro está... aunque Dios les reservará algunas masacres para consumo interno... Después de esto, Josafat, rey de Judá, se alió con Ocozías, rey de Israel, que hacía el mal [esto es, que no desterró el culto de Baal de su reino]. Se asoció con él para construir barcos que hicieran viajes a Tarsis y fabricaron los barcos en Asiongaber [Esión Guéber]. Entonces Eliezer, hijo de Bodavías, de Maresá, profetizó contra Josafat, diciendo: «Porque te has aliado con Ocozías, Yavé ha destruido tus proyectos. En efecto, las naves fueron destrozadas y no llegaron a Tarsis» (2 Cr 20,35-37). Las tripulaciones de esos barcos hundidos sumaron más muertos inocentes a la cuenta personal de Dios; y el rey Ocozías y su estirpe fueron exterminados por Jehú, el traidor sanguinario que Dios eligió expresamente para aniquilar todo el linaje de la casa de Ajab (véase el apartado 9.3). En otra campaña bélica contra Judá, en el año 701 a. C., en este caso comandada por Senaquerib, rey de Asur, los judíos, bajo el mando de su rey Ezequías, se aprestaron a defenderse del asedio contra la ciudad de Jerusalén con ánimo militar (2 Cr 32,2-8) —todo lo contrario que el cobarde de Josafat y su gente—, pero Dios, presumiblemente irritado al serle cuestionada por Senaquerib su capacidad protectora, se tomó la guerra como cosa personal y liquidó sin más preámbulos toda la capacidad militar de los de Asur: En esta situación, el rey Ezequías y el profeta Isaías, hijo de Amós, oraron y clamaron al cielo. Y Yavé envió un ángel [obsérvese que, a menudo, cuando un exterminio debía perpetrarse cuerpo a cuerpo, Dios encargaba la masacre a uno de sus ángeles... quizá por estética narrativa] que exterminó a todos los mejores guerreros de su ejército, a los príncipes y a los jefes que había en el campamento del rey de Asur. Éste volvió a su tierra con gran vergüenza y al entrar a la casa de su dios, allí mismo, sus propios hijos lo mataron a espada [la palabra de Dios no pierde jamás ocasión para humillar y convertir en bestias sanguinarias a los enemigos de su pueblo]. Así salvó Yavé a Ezequías y a los habitantes de Jerusalén de la mano de Senaquerib, rey de Asur, y de la mano de todos sus enemigos, y les dio paz por todos lados (2 Cr 32,20-22). Pero en el 587 a. C., poco más de un siglo después de la cruenta y desigual guerra librada por Dios al exterminar al ejército de Asur en favor del rey judío Ezequías, la voluntad divina cambió radicalmente de bando y se volvió en contra de su pueblo, haciendo que desapareciese el reino de Judá, que fue pasado a espada y expoliado por las tropas de Nabucodonosor, que también esclavizó a los supervivientes, incluido su último monarca Sedecías. [Sedecías] Hizo el mal a los ojos de Yavé, su Dios, y no se humilló ante el profeta Jeremías que le hablaba en nombre de Yavé. También él se rebeló contra el rey Nabucodonosor que le había hecho jurar por Dios; se porfió y se obstinó en su corazón, en vez de volverse a Yavé, su Dios de Israel. Del mismo modo todos los jefes, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según todas las costumbres abominables de las naciones paganas, y mancharon la Casa de Yavé, que él se había consagrado en Jerusalén. Yavé, el Dios de sus padres, les enviaba desde el principio avisos por medio de mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su Morada. Pero ellos maltrataron a los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se burlaron de sus profetas, hasta que estalló la ira de Yavé contra su pueblo y ya no hubo remedio. Entonces hizo subir contra ellos al rey de los caldeos, que mató a espada a los mejores hasta dentro de su santuario, sin perdonar a joven ni a virgen, a viejo ni a canoso; a todos los entregó Dios en su mano [al Altísimo le daba igual que la masacre fuese en pueblo ajeno o en el propio, la cuestión era que, obedeciendo a su sagrada voluntad, se pasase a espada a todo bicho viviente]. Todos los objetos de la Casa de Dios, grandes y pequeños, los tesoros de la Casa de Yavé y los tesoros del rey y de sus jefes, todo se lo llevó a Babilonia. Incendiaron la Casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén, prendieron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos los objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada, los llevó prisioneros a Babilonia, donde fueron esclavos de él y de sus hijos hasta que se estableciera  el reino de los persas. Así se cumplió la palabra de Yavé, por boca de Jeremías: «Hasta que el país haya pagado sus sábados, quedará desolado y descansará todos los días hasta que se cumplan los setenta años» (2 Cr 36,1221). La muy celebrada intervención personal y directa de Dios en las masacres, exterminios, carnicerías y expolios que, a mayor gloria de su pueblo y como prueba de su supremacía divina, quedó acreditada a lo largo de los primeros y fundamentales libros de la Biblia, no cayó en saco roto, y los profetas, en sus visiones —que a menudo tienen estructuras delirantes—, le siguieron asignando al Altísimo un rol de verdugo sin piedad. Entre las muchas parrafadas terribles sobre castigos divinos, proferidas por los profetas bíblicos, nos quedaremos, como ejemplo de estilo, con la visión que proclamó haber tenido Ezequiel: El año sexto, el día quinto del sexto mes, estaba sentado en mi casa y los ancianos de Judá estaban sentados frente a mí. Entonces la mano de Yavé se posó sobre mí. Miré, era una forma humana; por debajo de la cintura no era más que fuego, y de la cintura para arriba era como un metal incandescente. Extendió lo que podía ser una mano y me agarró por los cabellos: inmediatamente el Espíritu me levantó entre el cielo y la tierra. Me llevó a Jerusalén en una visión divina hasta la entrada de la puerta que mira al norte, allí donde está el ídolo que provoca los celos del Señor (...) Me dijo: «¿Hijo de hombre, has visto todos los horrores que comete aquí la casa de Israel para echarme de mi Santuario? Pero todavía verás algo peor aún» (...) Entonces me dijo: «Viste, hijo de hombre, ¿no les basta a la casa de Judá con hacer aquí tantas cosas escandalosas? ¿Van a seguir enojándome? Pero esta vez se les pasó la medida, voy a actuar con furor, no los perdonaré y mi ojo será inclemente» (Ez 8,1-18). Gritó con todas sus fuerzas en mis oídos: «¡Castigos de la ciudad, acérquense! ¡Que cada uno lleve en la mano su instrumento de muerte!». Aparecen entonces seis hombres desde el lado de la Puerta Alta, que mira al norte: cada cual lleva en la mano un instrumento de muerte, y en medio de ellos veo a un hombre con un traje de lino (...) e inmediatamente la Gloria del Dios de Israel, que hasta entonces descansaba sobre los querubines, se eleva en dirección a la puerta del Templo. Llama al hombre con traje de lino, que lleva en su cintura una tablilla de escriba, y le dice: «Recorre Jerusalén, marca con una cruz en la frente a los hombres que se lamentan y que gimen por todas esas prácticas escandalosas que se realizan en esta ciudad». Luego, dice a los otros, de manera que yo lo entienda: «Recorran la ciudad detrás de él y maten. No perdonen a nadie, que su ojo no tenga piedad. Viejos, jóvenes, muchachas, niños y mujeres, mátenlos hasta acabar con ellos. Pero no tocarán a los que tienen la cruz. Comenzarán por mi Santuario». Comienzan pues con la gente que se encontraba delante del Templo. Porque les había dicho: «Llenen los patios de cadáveres, el Templo quedará manchado con ellos; luego salgan y maten en la ciudad» (Ez 9,1-7). El dios bíblico no podía dejar de ser terrible, cruel y despiadado ni dentro de una visión onírica: «No perdonen a nadie... mátenlos hasta acabar con ellos... llenen los patios de cadáveres...», dijo Ezequiel que le oyó ordenar a Dios; cosa que debe de ser cierta, ya que, tal como obliga a creer la Iglesia: «Todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, en todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor». Canónicos y de autoría divina son también —aunque sólo para católicos y ortodoxos— los dos libros de Macabeos, que relatan, básicamente, las heroicidades de una familia de machos judíos, preñados de fe y de nacionalismo, guerreando contra unos y otros. También entre esos versículos enardecidos se hizo aparecer a Dios como autor de muchas y sacras matanzas. Así, por ejemplo: Al mismo tiempo, los idumeos que poseían fortalezas bien ubicadas no dejaban de molestar a los judíos (...) Macabeo y sus hombres hicieron rogativas públicas. Le pidieron a Dios que se pusiera de su lado y luego se lanzaron al ataque de las fortalezas de los idumeos. En medio de un violento combate se adueñaron de esas posiciones, después de haber hecho retroceder a todos los que combatían en las murallas. Luego degollaron a cuantos caían en sus manos, matando al menos a veinte mil [eso sí que era degollar al por mayor]. Nueve mil se habían refugiado en dos torres bien fortificadas y provistas de todo lo necesario para resistir un sitio. Macabeo dejó allí a Simón y a José, como también a Zaqueo y a sus compañeros, en número suficiente para mantener el asedio y él partió a combatir a donde era más urgente. Pero los hombres de Simón, por amor al dinero, se dejaron sobornar por algunos de los que estaban en las torres; dejaron escapar un cierto número por setenta mil dracmas. En cuanto se enteró Macabeo (...) Mandó ejecutar a esos traidores y se apoderó luego de las dos torres. Tuvo pleno éxito con las armas en la mano y dio muerte en esas dos fortalezas a más de veinte mil hombres [obsérvese que la palabra de Dios acababa de decir que eran nueve mil los refugiados en esas dos torres; en esa época, la reproducción debía de ser vertiginosa]. Mientras tanto Timoteo, que había sido vencido anteriormente por los judíos, regresó. Había reclutado numerosas tropas extranjeras, entre ellas una numerosa caballería que venía de Asia, y pensaba apoderarse de Judea por las armas. Cuando se aproximaba, Macabeo y sus hombres se vistieron de saco para suplicarle a Dios y se echaron polvo en la cabeza. Se postraron al pie del altar, pidiendo al Señor que les demostrara su bondad, haciéndose el enemigo de sus enemigos y el adversario de sus adversarios, tal como la Ley lo dice. Terminada su oración, tomaron sus armas y avanzaron bastante lejos de la ciudad. Cuando llegaron cerca del enemigo, tomaron posiciones (...) En lo mejor de la refriega, los enemigos vieron que venían del cielo cinco hombres magníficamente montados en caballos con riendas de oro, que avanzaban al frente de los judíos. Pusieron a Macabeo en medio de ellos, y protegiéndolo con sus armaduras lo volvían invulnerable [todo esto era cosa de  Dios, obviamente, que volvía a cabalgar y guerrear con los suyos]. Al mismo tiempo lanzaban a los enemigos flechas y rayos, y éstos, enceguecidos y aterrorizados, salían huyendo para todas partes. Murieron veinte mil quinientos y seiscientos de caballería [y ya llevamos más de sesenta mil cadáveres en tan sólo quince versículos de nada]. Timoteo (...) se refugió en una plaza llamada Gazara, una importante fortaleza (...) Llenos de entusiasmo, Macabeo y sus hombres sitiaron la fortaleza (...) Al inicio del quinto día, veinte jóvenes del ejército de Macabeo, furiosos por esas blasfemias, se lanzaron contra la muralla con gran valentía y golpearon salvajemente. a todos los que cayeron en sus manos. Los otros atacaron también a los sitiados tomándolos por la espalda y prendieron fuego a las torres; encendieron hogueras, donde fueron quemados vivos los que habían blasfemado. Otros rompieron las puertas y le abrieron un boquete al resto del ejército, que se apoderó de la ciudad. A Timoteo, que se había escondido en una cisterna, lo degollaron junto con su hermano Quereas y Apolofane. Cuando terminaron, bendijeron al Señor con himnos y cantos de acción de gracias, porque acababa de conceder a Israel un gran favor al otorgarle la victoria (2 Mac 10,15-38). Tras un reiterativo y nada religioso paseo por un sinfín de guerras, masacres y degüellos variopintos, la épica bíblica de los hermanos Macabeo, que dejó a Judea como los chorros del oro y en posición de firmes ante Dios, se puso la guinda cuando Judas [Macabeo] mandó colgar en la ciudadela la cabeza de Nicanor como una prueba evidente para todos de la ayuda del Señor (2 Mac 15,35). Con el general sirio Nicanor —al que odiaban y que etiquetaron como «ese tres veces criminal de Nicanor, que había convocado a mil mercaderes para efectuar la venta de los judíos» (2 Mac 8,34)— se habían liado a palos versículo sí y otro también, aunque Dios estuvo en todo momento dando el callo junto a Macabeo y su gente: Efectuó [Judas Macabeo] la lectura del Libro Santo, y dando como consigna «Auxilio de Dios», encabezó el primer destacamento y atacó a Nicanor. El Dueño del universo fue a ayudarlo: mataron a más de nueve mil enemigos, hirieron y mutilaron a la mayor parte de los hombres de Nicanor y los hicieron huir. Juntaron el dinero de los que habían ido a comprarlos [a los judíos, a quienes Nicanor quería vender como esclavos] y persiguieron bastante lejos al enemigo, pero debieron detenerse porque les faltó tiempo. Como empezaba la víspera del sábado, dejaron de perseguirlos (2 Mac 8,2326). Pero Nicanor, malo entre los malos, resurgiría de las cenizas con un ejército todavía más espectacular, cosa que obligó a Judas Macabeo a implorar la colaboración militar de Dios para dar la batalla final: Macabeo vio delante de sí a esa muchedumbre, la variedad de sus armas y el terrible aspecto de sus elefantes. Entonces alzó sus manos al Cielo e invocó al Señor que realiza prodigios, pues sabía muy bien que no son las  armas, sino su voluntad, la que consigue la victoria a los que son dignos. Pronunció esta oración: «Tú, Soberano, enviaste a tu ángel en tiempos de Ezequías, rey de Judá, e hizo perecer a más de ciento ochenta y cinco mil hombres en el ejército de Senaquerib. Ahora, pues, Soberano de los Cielos, envía a tu buen ángel delante de nosotros para que siembre el pánico y el terror. ¡Que tus poderosos golpes dejen aterrorizados a los que atacan a tu pueblo santo profiriendo blasfemias!». Así acabó su oración. La gente de Nicanor avanzó al son de trompetas y cuernos; Judas y sus hombres, por su parte, entraron al combate con invocaciones y plegarias. Combatían con sus manos, pero con todo su corazón oraban a Dios; entusiasmados por la manifestación de Dios [aquí no se cuenta cómo se manifestó, pero estuvo en el frente, sí, señor], derribaron a no menos de treinta y cinco mil hombres. Cuando terminó la batalla y volvían todos felices, reconocieron a Nicanor, que estaba caído con su armadura (2 Mac 15,21-28). Después de tanta guerra, con las retinas del lector todavía rebosantes de cadáveres, cobrados como piezas de caza y expuestos para mayor gloria de Dios y de su pueblo, el redactor de Macabeos dio por finalizada su contribución a la historia de la humanidad: Si la composición ha sido buena y acertada, eso era lo que quería. Si ha sido pobre y mediocre, era todo lo que pude hacer. Así como no es bueno tomar vino solo o agua pura, siendo que el vino mezclado con agua es agradable y da mucho gusto, así también la bella disposición del relato encanta a los oídos de los que leen la obra. Aquí pongo punto final (2 Mac 15,38-39). Beber agua pura es malo, pero exterminar en masa y degollar con entusiasmo es gloria bendita y «una prueba evidente para todos de la ayuda del Señor» (2 Mac 15,35). Corría el año del Señor de 164 a. C. —fecha de la nueva consagración del altar del templo de Jerusalén— y, afortunadamente, el estilo de literatura y de dios que harían fortuna de cara al Nuevo Testamento iban a ser sustancialmente diferentes... aunque la mentalidad fanática, xenófoba, violenta y genocida que imprimió Dios en el Antiguo Testamento no ha desaparecido jamás del horizonte cotidiano de una buena parte de quienes dicen ser sus fieles seguidores. Quizá porque esas conductas terribles son profundamente humanas, tan humanas como lo es ese Dios veterotestamentario que acabamos de explorar a través de su palabra sagrada, eterna e inmutable. 

LAS MALDICIONES DE DIOS A SU PUEBLO... ¡QUE TODAVÍA ESTÁN VIGENTES! 

Una de las maneras eficaces para poder conocer la mentalidad de cualquier personaje es analizar la calidad de todo aquello que desea o postula para los demás. En el caso de Dios, este trabajo se simplifica bastante, ya que él mismo tuvo a bien dejarnos para la posteridad un par de listados que detallan los males que infligirá a su pueblo, por propia mano, en caso de que se aparten de la obediencia y sumisión totales a sus designios. Cualquier lector (creyente), medianamente sensato, se sonreirá al darse cuenta de la dirección por la que le conducirá este apartado. Sin duda pensará que los textos que reproduciremos son una antigualla metafórica, trasnochada y caducada. Razón no le falta, ni mucho menos, pero resulta que quienes le marcan la ortodoxia de lo que debe creerse o no son muy claros y contundentes en este aspecto, tal como ya se dijo en el capítulo 1 y resumimos aquí: «La santa madre Iglesia, fiel a la base de los apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, en todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor (...) En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería (...) los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra (...) El Antiguo Testamento es una parte de la Sagrada Escritura de la que no se puede prescindir. Sus libros son libros divinamente inspirados y conservan un valor permanente (cf DV 14), porque la Antigua Alianza no ha sido revocada». Si «la Antigua Alianza no ha sido revocada», resulta obvio que todavía siguen vigentes las condiciones que Dios, a modo de cláusulas resolutivas e indemnizatorias, impuso —y Moisés aceptó en nombre de todos— a fin de poder mantenerse apoyando y beneficiando a sus creyentes. Esas cláusulas indemnizatorias, que penalizan el incumplimiento contractual con Dios mediante la imposición de todo tipo de sufrimientos — limitados a lo personal y terrenal, que Dios, al parecer, desconocía entonces la existencia de una vida eterna tras la muerte ¡y sus excelentes posibilidades para torturar sin límite!—, están a disposición de toda la parroquia en las páginas de dos libros bíblicos fundamentales, Levítico y Deuteronomio. El catálogo minucioso de las maldiciones de Dios que, a través de su palabra eterna, nos dejó escrito en el Levítico (Lv 26,14-38) es el siguiente: Pero si no me escuchan, si no cumplen todo eso; si desprecian mis normas y rechazan mis leyes; si no hacen caso de todos mis mandamientos y rompen mi alianza, entonces miren lo que haré yo con ustedes.  Mandaré sobre ustedes el terror, la peste y la fiebre; sus ojos se debilitarán y su salud irá en desmedro. Ustedes sembrarán en vano la semilla, pues se la comerán los enemigos. Me volveré contra ustedes y serán derrotados ante el enemigo; ustedes no resistirán a sus adversarios y huirán sin que nadie los persiga. Si ni aun así me obedecen, les devolveré siete veces más por sus pecados. Quebrantaré su orgullosa fuerza; haré que el cielo sea de hierro para ustedes y la tierra de bronce. Sus esfuerzos se perderán, su tierra no dará sus productos ni los árboles darán sus frutos. Y si siguen enfrentándose conmigo en vez de escucharme, les devolveré siete veces más por sus pecados. Soltaré contra ustedes la fiera salvaje, que les devorará sus hijos, exterminará los ganados y los reducirá a unos pocos, de modo que nadie ya ande por los caminos de su país. Si aun con esto no cambian su actitud respecto a mí y siguen desafiándome, también yo me enfrentaré con ustedes y les devolveré yo mismo siete veces más por sus pecados; traeré sobre ustedes la espada vengadora de mi alianza. Se refugiarán entonces en sus ciudades, pero yo enviaré la peste en medio de ustedes y serán entregados en manos del enemigo. Yo les quitaré el pan, hasta el punto que diez mujeres cocerán todo su pan en un solo horno, y se lo darán tan medido que no se podrán saciar. Si con esto no me obedecen y siguen haciéndome la contra, yo me enfrentaré con ustedes con ira y les devolveré siete veces más por sus pecados: ¡ustedes llegarán a comer la carne de sus hijos e hijas! Destruiré sus santuarios altos, demoleré sus monumentos, amontonaré sus cadáveres sobre los cadáveres de sus sucios ídolos y les tendré asco. Reduciré a escombros sus ciudades y devastaré sus santuarios, no me agradará más el perfume de sus sacrificios. Yo devastaré la tierra de tal modo que sus mismos enemigos quedarán admirados y asombrados cuando vengan a ocuparla. A ustedes los desparramaré entre las ciudades y naciones; y los perseguiré con la espada. Sus tierras serán arruinadas y quedarán desiertas sus ciudades.  Entonces la tierra gozará de sus descansos sabáticos durante todo el tiempo que sea arruinada, mientras estén ustedes en tierra de enemigos. La tierra descansará y gozará sus sábados; y mientras esté abandonada, descansará por lo que no pudo descansar en sus sábados, cuando ustedes habitaban en ella. A los que queden de ustedes les infundiré pánico en sus corazones en el país de sus enemigos; el ruido de una hoja que cae los hará huir como quien huye de la espada y caerán sin que nadie los persiga. Se atropellarán unos a otros como delante de la espada, aunque nadie los persiga. No se podrán tener en pie ante el enemigo. Perecerán en tierra de paganos y desaparecerán en el país de sus enemigos. Los que de ustedes sobrevivan se pudrirán en país enemigo por causa de su maldad y por las maldades de sus padres unidas que se les pegaron (...) A pesar de todo, no los despreciaré cuando estén en tierra enemiga; no los aborreceré hasta su total exterminio ni anularé mi alianza con ellos, porque yo soy Yavé, su Dios (...) Estas son las normas, leyes e instrucciones que Yavé estableció entre Él y los hijos de Israel en el monte Sinaí, por medio de Moisés (Lv 26,14-46). El catálogo pormenorizado de las maldiciones de Dios que, mediante su palabra sagrada e inmutable, protocolizó el Deuteronomio (Dt 28,15-69) es el siguiente: Pero si no obedeces la voz de Yavé, tu Dios, y no pones en práctica todos sus mandamientos y normas que hoy te prescribo, vendrán sobre ti todas estas maldiciones: Maldito serás en la ciudad y en el campo. Maldita será tu canasta de frutos y tu reserva de pan. Maldito el fruto de tus entrañas y el fruto de tus tierras, los partos de tus vacas y las crías de tus ovejas. Maldito serás cuando salgas y maldito también cuando vuelvas. Yavé mandará la desgracia, la derrota y el susto sobre todo lo que tus manos toquen, hasta que seas exterminado, y perecerás en poco tiempo por las malas acciones que cometiste, traicionando a Yavé. Él hará que se te pegue la peste hasta que desaparezcas de este país que, hoy, pasa a ser tuyo. Yavé te castigará con tuberculosis, fiebre, inflamación, quemaduras, tizón y roya del trigo, que te perseguirán hasta que mueras. El cielo que te cubre se volverá de bronce, y la tierra que pisas, de hierro. En vez de lluvia, Yavé te mandará cenizas y polvo, que caerán del cielo hasta que te hayan barrido. Yavé hará que seas derrotado por tus enemigos. Por un camino irás a pelear en su contra y por siete caminos huirás de ellos. Al verte se horrorizarán todos los pueblos de la tierra. Tu cadáver servirá de  comida a todas las aves del cielo y a todas las bestias de la tierra, sin que nadie las corra. Te herirá Yavé con las úlceras y plagas de Egipto, con tumores, sarna y tiña, de las que no podrás sanar. Te castigará Yavé con la locura, la ceguera y la pérdida de los sentidos. Andarás a tientas en pleno mediodía, como anda el ciego en la oscuridad, y fracasarás en tus empresas. Siempre serás un hombre oprimido y despojado, sin que nadie salga en tu defensa. Tendrás una prometida y otro hombre la hará suya. Edificarás una casa y no la podrás habitar. Plantarás una viña y no comerás sus uvas. Tu buey será sacrificado delante de ti y no comerás de él. Ante tus ojos te robarán tu burro y no te lo devolverán, tus ovejas serán entregadas a tus enemigos y nadie te defenderá. Tus hijos y tus hijas serán entregados a pueblos extranjeros y enfermarás con tanto mirar hacia ellos, pero no podrás hacer nada. El fruto de tus campos, todos tus esfuerzos, los comerá un pueblo que no conoces y tú no serás más que un explotado y oprimido toda la vida. Te volverás loco por lo que veas. Yavé te herirá con úlceras malignísimas en las rodillas y en las piernas, de las que no podrás sanar, desde la planta de los pies hasta la coronilla de tu cabeza. Yavé te llevará a ti y al rey que tú hayas elegido a una nación que ni tú ni tus padres conocían, y allí servirás a otros dioses de piedra y de madera. Andarás perdido, siendo el juguete y la burla de todos los pueblos donde Yavé te llevará. Echarás en tus campos mucha semilla y será muy poco lo que coseches, porque la langosta lo devorará. Plantarás una viña y la cultivarás, pero no beberás vino ni comerás uvas, porque los gusanos la roerán. Tendrás olivos por todo tu territorio, pero no te darán ni siquiera aceite con que ungirte, porque se caerán las aceitunas y se pudrirán. Tendrás hijos e hijas, pero no serán para ti, porque se los llevarán cautivos. Todos los árboles y frutos de tu tierra serán atacados por los insectos. El forastero que vive contigo se hará cada día más rico, y tú cada día serás más pobre. Él te prestará y tú tendrás que pedir prestado; él estará a la cabeza y tú a la cola. Todas estas maldiciones caerán sobre ti, te perseguirán y oprimirán hasta que hayas sido eliminado, porque no escuchaste la voz de Yavé, tu Dios, ni guardaste sus mandamientos ni las normas que te ordenó. Se apegarán a ti y a tus descendientes para siempre y serán una señal asombrosa a la vista de todos. Por no haber servido con gozo y alegría de corazón a Yavé, tu Dios, cuando nada te faltaba, servirás con hambre, sed, falta de ropa y toda clase de miseria a los enemigos que Yavé enviará contra ti. Ellos pondrán sobre tu cuello un yugo de hierro hasta que te destruyan del todo. Yavé hará venir contra ti de un país remoto, como un vuelo de águila, a un pueblo cuya lengua no entenderás. Ese pueblo cruel no tendrá respeto por el anciano ni compasión del niño. Devorará las crías de tus ganados y los frutos  de tus cosechas, para que así perezcas, pues no te dejará trigo, ni vino, ni aceite, ni las crías de tus vacas y de tus ovejas, hasta acabar contigo. Te asediarán en todas tus ciudades, hasta que caigan en todo tu país las murallas más altas y fortificadas en las que tú ponías tu confianza. Quedarás sitiado dentro de tus ciudades en todo el país que te da Yavé, tu Dios. Te comerás el fruto de tus entrañas, la carne de tus hijas e hijos que te haya dado Yavé, en el asedio y angustia a que te reducirá tu enemigo. El hombre más refinado de tu pueblo se esconderá de su hermano e incluso de su esposa y de los hijos que le queden, negándose a compartir con ellos la carne de los hijos que se estará comiendo, porque nada le quedará durante el asedio y la angustia a que tu enemigo te reducirá en todas tus ciudades. La mujer más tierna y delicada de tu pueblo, tan delicada y tierna que hacía ademanes para posar en tierra la planta de su pie, se esconderá del hombre que se acuesta con ella, e incluso de su hijo o de su hija, mientras come la placenta salida de su seno y a los hijos que dio a luz, por falta de todo otro alimento, cuando tu enemigo te sitie en tus ciudades y te reduzca a la más extrema miseria. Si no guardas ni pones en práctica las palabras de esta Ley tales como están escritas en este libro, y no temes a ese Nombre glorioso y terrible, a Yavé, tu Dios, él te castigará, a ti y a tus descendientes, con plagas asombrosas, plagas grandes y duraderas, enfermedades malignas e incurables. Hará caer sobre ti todas las plagas de Egipto, a las que tanto miedo tenías; y se apegarán a ti. Más todavía, todas las enfermedades y plagas que no se mencionan en este libro de la Ley, te las mandará Yavé hasta aniquilarte. Por no haber obedecido a la voz de Yavé, tu Dios, no quedarán más que unos pocos de ustedes, que eran tan numerosos como las estrellas del cielo. Sucederá, pues, que de la misma manera que Yavé se complacía en hacerles el bien y en multiplicarlos, así se complacerá en perseguirlos y destruirlos. Serán arrancados de la tierra en la que entran para conquistarla. Yavé te dispersará entre todos los pueblos, de un extremo a otro de la tierra, y allí servirás a otros dioses, de madera y de piedra, que ni tú ni tus padres han conocido. En aquellas naciones no encontrarás paz ni estabilidad. Yavé te dará allí un corazón cobarde, atemorizado e inquieto de día y de noche. Tu vida estará ante ti como pendiente de un hilo y andarás asustado de noche y de día. Por la mañana dirás: «¡Ojalá fuera ya de noche!», y por la noche dirás: «¡Ojalá estuviéramos ya a la mañana!», a causa del miedo que estremecerá tu corazón, al contemplar lo que verán tus ojos. Yavé te volverá a llevar a Egipto por tierra y por mar, a pesar de que te dijo: «No volverás a verlos». Allí ustedes querrán venderse a sus enemigos como esclavo y como sirvientas, pero no habrá comprador. Estas son las palabras de la Alianza que Yavé mandó a Moisés ratificar con los hijos de Israel en el país de Moab, además de la que hizo con ellos en el Horeb (Dt 28,15-69).  Este Dios, que se deleitó perpetrando personalmente y/o dejando cometer lo que en este libro hemos recordado —siguiendo fiel mente las propias palabras del Altísimo fijadas en la Biblia— y que no se priva de anunciar a su parroquia que «se complacerá en perseguirlos y destruirlos» (Dt 28,63), mediante los sufrimientos —terrenales, que no post mórtem— más rebuscados, en caso de desobedecerle, ha sido y sigue siendo el faro que ilumina a buena parte de la humanidad. Da que pensar, ¿verdad?Anexo. Cuadro de hechos notables de la historia de Israel y Judá y época de redacción de los textos más importantes del Antiguo Testamento Época (a. Hechos y personajes notables de la Textos del Antiguo Testamento C.) historia hebrea c 1728Salida de Abraham de Ur (Caldea). 1686 Instalación de los hebreos en c 1500 Palestina. Emigración a Egipto con Jacob (inicio c siglo XVI época de esclavitud). c siglo XIII Éxodo de Egipto guiados por Moisés. c siglo XIII Unión de las doce tribus de Israel. Inicio de hostilidades con los pueblos c siglo XII del mar (filisteos, etc.). c 1150 (inicio Época de los jueces (Débora, Gedeón, Partes básicas de Moisés y Josué. época Sansón, etc.). Jueces) Los filisteos se apoderan del Arca y c 1050 destruyen Sión. c 1050Juez Samuel. 1020 c 1020 (inicio Rey Saúl (1020-1010). Inicio de un periodo de libertad para Israel. época Reyes) Rey David. Época de máxima Samuel, Rut, primeros Salmos, 1010-970 expansión de Israel. Jerusalén Josué y Jueces. deviene la capital. Recopilación de las antiguas Rey Salomón. Construcción del primer tradiciones yahvista y elohísta en 970-930 Templo de Jerusalén. Génesis, Éxodo, Levítico y Números. Disturbios en Israel y reinado de 930-910 Jeroboam I. En Judá reina Roboam. Escisión de los reinos de Israel y 922 Judá. Joram reina en Israel. Los profetas Elias y Eliseo dirigen un levantamiento 852-841 contra Joram e incitan a Jehú a asesinarle. Reinado de Jeroboam II en Israel y Azarías en Judá. Profetas Amós, 782-751 Isaías y Miqueas en Judá y Oseas en Israel y Judá. 721 El asirio Sargón II devasta Israel y 715-696 696-641 639-609 597 587 539 448-400 deporta a sus habitantes, Reinado de Ezequías en Judá. Redacción de la fuente sacerdotal Profetas Isaías y Miqueas. Reforma (en Gén, Ex, Lev y Núm) religiosa. Reinado de Manasés. Reacción contra el profeta Isaías. Josías rey de Judá. Profetas Sofonías, Deuteronomio (La ed.), Josué, I y II Habacuc, Jeremías y Baruc. Reforma Jueces, I y II Reyes y Jeremías. religiosa (621). Toma de Jerusalén por Nabucodonosor y primeras deportaciones de hebreos. Segunda toma de Jerusalén. Fin del Deuteronomio (2.a ed.), Jeremías, reino de Judá e inicio de la época de deutero Isaías, Lamentaciones, exilio en Babilonia y Egipto. Profetas Baruc, Ezequiel y Salmos. Ezequiel y Daniel. Ciro II ordena repatriar objetos sagrados a Jerusalén y permite la construcción del segundo Templo (538-515). Darío I pone fin al exilio (520). Profetas Joel, Ageo, Zacarías y Malaquías. Esdras, Nehemías, Rut, Cantar de Esdras llega a Jerusalén para los cantares. Unión de las 4 fuentes recomponer la Ley. Fundación del bíblicas (yahvista, elohísta, judaísmo. Nehemías, sátrapa de Judá, sacerdotal y deuteronómica) para emprende reformas en Jerusalén y componer el Pentateuco reconstruye su Templo (445). judeocristiano actual. 350 Judea se autónomo. 336-325 Alejandro Magno se apodera de Judea 320 167 63 convierte en estado Esdras, Nehemías, Proverbios, Crónicas, Job, Joel y Ester. La dinastía ptolemaica (Egipto) se Salmos y Eclesiastés. Traducción del hace cargo del gobierno de Judea. hebreo al griego de la Biblia, "B. de Proceso de helenización de Judea. los Setenta" (c 287-246). Antíoco IV prohibe la observancia de la Ley mosaica. La rebelión de la familia sacerdotal de los Macabeos Salmos, Daniel, Macabeos y Judit. (166-164) la restablece y da paso a un estado judío relativamente independiente. Pompeyo asienta el poder romano de Sabiduría. Jerusalén

No hay comentarios:

Publicar un comentario