miércoles, 30 de marzo de 2016

CAPITULO 2 : LAS NORMAS DE DIOS

  
    Cuando se habla de normas de obligado cumplimiento impuestas por Dios a su grey, se mencionan exclusivamente los famosos «diez mandamientos», pero la lectura de cualquier Biblia muestra que tal cosa no es cierta, ya que existe un larguísimo listado de leyes, que se presentan como emanadas del mismo autor del decálogo y que se imponen para su acatamiento de forma precisa, indubitada y obligada, bajo la amenaza de sanciones divinas terribles en caso de incumplimiento.

    Dado que no consta en ninguna parte que su promulgador, Dios todopoderoso y eterno, las haya derogado o conmutado, no nos queda más remedio que darlas por vigentes... si es que también lo están las otras normas que los detentadores del dogma afirman que deben ser cumplidas. O son todas válidas o no lo es ninguna, salvo que se tome la Biblia como un supermercado en el que cada cual pone en su cesta aquello que más le interesa e ignora lo que no le gusta o no le conviene... que es lo que sucede realmente. Cualquier cristiano saltará inmediatamente de su silla para rebatir esta última afirmación aduciendo que Dios cambió su testamentum, su pacto con los humanos, al dar el Nuevo Testamento, que supone una nueva «revelación» y «pacto», una modernización y puesta al día que, en esencia, contradice absolutamente al Antiguo Testamento.

    Ese cambio de parecer de Dios siempre ha sido imposible de justificar, básicamente por lo absurdo que resulta dibujar a un dios infinitamente sabio y previsor que tiene que adaptar su discurso a nuevos tiempos que en su día ignoró que llegarían y que tiene que improvisar sobre la marcha —tal como se demuestra sobradamente que hace a lo largo de todo el Antiguo Testamento— como si fuese un mortal cualquiera.

    Uno de los muchos problemas de coherencia y credibilidad que tiene el cristianismo —y muy especialmente el catolicismo— es que quiere basarse exclusivamente en el Nuevo Testamento y en su protagonista, Jesús, declarando, de facto, obsoleto el Antiguo Testamento, aunque sin poder proscribirlo —tal como vimos en el capítulo anterior—, dado que lo precisan  para poder dar credibilidad al contenido y misión del Nuevo Testamento (cosa que hacen, obviamente, manipulando textos del Antiguo Testamento y forzándolos a decir lo que jamás afirmaron ni por error). El resultado, entre otros, es que el dios veterotestamentario —de hecho, hay varios perfiles de Dios muy diferentes— y el neotestamentario no se asemejan ni por casualidad, antes al contrario, y tampoco tienen el menor parecido sus mandatos y forma de ver el mundo.

    En el ámbito que nos ocupa, además, existe otra gran dificultad o incoherencia para los cristianos —un asunto que debió ser convenientemente reinterpretado para poder llevar el agua hasta el molino neotestamentario y sus pretensiones—, dado que a Jesús se le hizo decir en Mateo: «No creed que he venido a suprimir la Ley o los Profetas. He venido, no para deshacer cosa alguna, sino para llevarla a la forma perfecta. En verdad os digo: mientras dure el cielo y la tierra, no pasará una letra o una coma de la Ley hasta que todo se realice» (Mt 5,17-18). Apostillando en Lucas: «Más fácil es que pasen el cielo y la tierra que no que deje de cumplirse una sola letra de la Ley» (Lc 16,17). Dado que ni el cielo ni la tierra han desaparecido (todavía), la opinión publicada de Jesús parecería indicar que «la Ley» sigue vigente hasta la última letra. Y las normas de obligado cumplimiento que Dios impuso a su pueblo, cuando les brindó su alianza, se contienen en diversos códigos y libros recopilados en lo que hoy conocemos como la Biblia.

    Fundamentalmente hay tres tipos de códigos legales hebreos en la Biblia. El más antiguo es el llamado código del pacto, que se hace remontar a la época de Moisés (c siglo XIII a. C.), aunque abundan las interpolaciones y cambios realizados posteriormente, unos tres siglos después, que fue cuando se recopiló el texto (que ni remotamente tuvo a Moisés por autor). Su núcleo se relaciona en el Libro del Éxodo y se aglutina en torno al pacto del Sinaí entre Dios y Moisés, por lo que tales leyes son parte de ese pacto y se presentan como sancionadas por Dios para el obligado cumplimiento de su pueblo. En la época en la que se recopilaron las diferentes tradiciones orales del Éxodo —y de Génesis y Números— también se recogieron las del Levítico, libro que recoge el llamado código de santidad, con normas referidas al santuario, sacerdotes y administración del pacto que eran de obligada obediencia y santas por sí mismas, esto es, pertenecientes a la relación con Dios.

    El tercer listado de leyes es el código deuteronómico, recopilado en el Deuteronomio, un texto cuya redacción se inició en torno al año 621 a. C., y que codificó una diversidad de leyes hebreas vigentes desde antiguo; por ello algunas ya aparecen en el código del pacto, aunque, en este libro, hayan sufrido retoques de mayor o menor importancia según los casos.

    La reestructuración y redacción final del Pentateuco, realizados en tiempos de Esdras (c 458-445 a. C.), conllevó, entre otros aspectos muy sustanciales, una nueva recopilación y remozado de todos los códigos legales y su recolocación en los lugares donde se encuentran en las biblias actuales. Quizá por el contenido a todas luces inaceptable, inhumano y hasta absurdo de muchas de esas normas, los cristianos, en caso de citarlas, las identifican bajo la etiqueta común de «ley mosaica» —puesto que se presenta a Moisés como quien la recibió de Dios y la transmitió a su pueblo— a fin de separar tamaños disparates del nombre de Dios, pero si hay que reflexionar desde el criterio que los creyentes se empeñan en imponer, es obvio que no puede ni debe negársele la autoría y absoluta responsabilidad de esos mandatos —también de los muy deplorables— a Dios. Se trata de la ley de Dios, no de Moisés, tal como acredita, sin duda alguna, la palabra divina inmutable que fue copiada al dictado por sus amanuenses:

«Les dictarás estas leyes» (Ex 21,1), le ordenó Dios a Moisés, y tras varios capítulos de mandatos primorosamente especificados, «Yavé terminó diciendo a Moisés: "Pon por escrito estas palabras, pues éste es el compromiso de la Alianza que he pactado contigo y con los hijos de Israel"» (Ex 34,27), aunque, «si no me escuchan, si no cumplen todo eso; si desprecian mis normas y rechazan mis leyes; si no hacen caso de todos mis mandamientos y rompen mi alianza, entonces mirad lo que haré yo con vosotros. Mandaré sobre vosotros el terror, la peste y la fiebre; sus ojos se debilitarán y su salud irá en desmedro (...) Me volveré contra vosotros y serán derrotados ante el enemigo (...)» (Lv 26,14-17), y siguió Dios bramando ante su siervo un largo listado de castigos que se derivarían del incumplimiento de «las normas, leyes e instrucciones que Yavé estableció entre Él y los hijos de Israel en el monte Sinaí, por medio de Moisés» (Lv 26,46).

    Está claro, pues, que fue el buen Dios quien pensó, elaboró e impuso a su pueblo todos los mandatos que figuran en la Biblia y de los que, a modo de ejemplo, reproduciremos algunos seguidamente. Y si hoy están vigentes los diez mandamientos del decálogo, no lo están menos el resto de los que componen los largos y farragosos códigos legales que ese mismo Dios impuso cuando pactó su alianza con Moisés y a fin de que fuesen cumplidos por siempre jamás —bajo pena de terribles consecuencias— por quienes se considerasen como su pueblo. Si no guardas ni pones en práctica las palabras de esta Ley tal como están escritas en este libro, y no temes a ese Nombre glorioso y terrible, a Yavé, tu Dios, él te castigará, a ti y a tus descendientes, con plagas asombrosas, plagas grandes y duraderas, enfermedades malignas e incurables. Hará caer sobre ti todas las plagas de Egipto, a las que tanto miedo tenías; y se apegarán a ti. Más todavía, todas las enfermedades y plagas que no se mencionan en este libro de la Ley, te las mandará Yavé hasta aniquilarte (Dt 28,58-61).

    Veamos a continuación qué concepto tenía Dios de lo que es justo y deseable a través de la reproducción de algunos de sus mandatos.
    1. “Lo que uno consagre a Yavé por anatema, cualquier cosa que le pertenece, hombre, animal o campo de su herencia, no podrá venderse o rescatarse. Todo anatema es cosa muy sagrada para Yavé. Por esto ningún ser humano consagrado como anatema será rescatado: será muerto (Lv 27,28-29).” Éste es uno de los mandatos más salvajes de Dios, ya que él mismo ordenó que decenas de poblaciones enteras, tras ser sometidas a espada por los hebreos, fuesen condenadas al «anatema», esto es, que todos sus habitantes, de cualquier edad, sexo y condición (con excepción de las muchachas vírgenes), así como sus ganados, fuesen asesinados, pasados a cuchillo, sin piedad ninguna, por esas hordas de Dios.

    2. “Cuando te acerques a una ciudad para sitiarla, le propondrás la paz. Si ella te la acepta y te abre las puertas, toda la gente que en ella se encuentre salvará su vida. Te pagarán impuestos y te servirán. Si no acepta la paz que tú le propones y te declara la guerra, la sitiarás. Y cuando Yavé, tu Dios, la entregue en tus manos, pasarás a cuchillo a todos los varones, pero las mujeres y niños, el ganado y las demás cosas que en ella encuentres, serán tu botín y comerás de los despojos de tus enemigos que Yavé te haya entregado. Así harás con todas las ciudades que estén muy distantes de ti, y que no sean de aquellas de las cuales has de tomar posesión. En cambio, no dejarás a nadie con vida en las ciudades que Yavé te da en herencia, sino que las destruirás conforme a la ley del anatema, ya sean heteas, amorreos, cananeos, fereceos, jeveos y jebuseos. Así te lo tiene mandado Yavé, tu Dios, para que no te enseñen a imitar todas esas cosas malas que ellos hacían en honor de sus dioses, con lo cual tú pecarías contra Yavé, tu Dios (Dt 20,10-18)”. Palabra de Dios: conquista, somete, expolia, esclaviza, arrasa y mata.

    3. “Si tu hermano, hijo de tu padre, si tu hijo o tu hija, o la mujer que descansa en tu regazo o el amigo a quien amas tanto como a ti mismo, trata de seducirte en secreto, diciéndote: «Vamos a servir a otros dioses», dioses que no conociste ni tú ni tus padres, dioses de los pueblos próximos o lejanos que te rodean de un extremo a otro de la tierra, no le harás caso ni lo escucharás. No tendrás piedad de él, no lo perdonarás ni lo encubrirás, sino que lo matarás. Tu mano será la primera en caer sobre él, y después lo hará todo el pueblo. Lo apedrearán hasta que muera, porque trató de apartarte de Yavé, tu Dios, el que te sacó del país de Egipto, de la casa de la esclavitud (Dt 13,7-11)”. Dios, en esos días, no había oído hablar de ecumenismo, ni de libertad de creencias ni de todas esas zarandajas modernas que tanto disgustan, todavía hoy, a una ingente masa de creyentes —de tres religiones— y a sus clérigos.

    4. “Si te dicen respecto de alguna de las ciudades que Yavé te dará para habitar: Allí se han manifestado unos desgraciados, y han pervertido a sus conciudadanos, invitándolos a servir a dioses extranjeros que no son nada para vosotros, infórmate con cuidado, averigua bien la verdad del hecho. Si es cierto el asunto y se comprueba que esta abominación se ha cometido, pasarás a cuchillo a todos los habitantes de aquella ciudad. Echarás la maldición sobre la ciudad y todo lo que hay en ella; pasarás a cuchillo a todos los animales y, luego, amontonarás los despojos en medio de la plaza y prenderás fuego a la ciudad con todos sus despojos para cumplir la maldición de Yavé. Esta ciudad quedará convertida en un montón de ruinas para siempre, y jamás volverá a ser edificada. No guardarás en tu poder ni la cosa más pequeña de esta ciudad, para que Yavé aplaque su cólera y sea misericordioso contigo y te bendiga como tiene jurado a tus padres que lo hará, a condición de que escuches la voz de Yavé, guardando todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, y haciendo lo que es correcto a los ojos de Yavé, tu Dios (Dt 13,13-19)”. No vaya a quedarse corto el creyente a la hora de masacrar al diferente; nada como un exterminio masivo para conservar la quintaesencia doctrinal.

    5. “El que hiera a otro y lo mate, morirá. Si causó la muerte del otro sin intención de matarlo, solamente porque Yavé dispuso así el accidente, tendrá que refugiarse en el lugar que yo te señalaré (Ex 21,12-13)”. Es decir, asesinar se pena siempre con la muerte, excepto cuando Dios propicia o permite que se cometa el homicidio —intervención que en lenguaje penal le convertiría en instigador, cooperador necesario o cómplice del delito—, un caso en el que, además, el asesino gozará de la protección divina encontrando refugio «en el lugar que yo [Dios] te señalaré».

    6. “Si un hombre golpea a su esclavo o esclava con un palo, si mueren en sus manos, será reo de crimen. Mas si sobreviven uno o dos días no se le culpará, porque le pertenecían (Ex 21,20-21)”. De una tacada, en un solo mandato, Dios aceptó la existencia de esclavos, permitió que fuesen golpeados hasta el borde de la muerte y declaró impune su asesinato si, tras apalearles, se tenía la precaución de mantenerles agonizantes al menos un día.

    7. “Si unos hombres, en el curso de una pelea, dan un golpe a una mujer embarazada provocándole un aborto, sin que muera la mujer, serán multados conforme a lo que imponga el marido ante los jueces [según lo legisló el propio Dios, un feto humano no es más que una propiedad material de un varón... y no consta que Dios le haya dicho lo contrario a los movimientos antiabortistas cristianos]. Pero si la mujer muere, pagarán vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe (Ex 21,22-25)”. La muerte de una mujer en edad reproductiva era, para Dios, una pérdida económica muy superior al aborto de un feto y, por ello, merecía mayor sanción.

    8. “El que seduce a una joven no casada y se acuesta con ella, la dotará y se casará con ella. Si el padre de la niña no se la quiere dar, el otro pagará en dinero la dote que suelen recibir las esposas (Ex 22,15-16)”. O sea, que seducir a una jovencita no es pecado ni nada si el varón la toma como esposa o paga al padre una indemnización por desvirgarla.

    9. “Si un hombre encuentra a una joven virgen, no prometida en matrimonio a otro hombre, y a la fuerza la viola y luego son sorprendidos, el hombre que se acostó con ella dará al padre de la joven cincuenta monedas de plata, y la tomará por esposa. Y no podrá repudiarla en toda su vida, ya que la deshonró (Dt 22,2829)”. Lo que Dios viene a ordenarle aquí al varón es: en caso de que viole (por la fuerza, dice) a cualquier soltera que se encuentre y le apetezca, no hay problema, ya que, ante la eventualidad de que le descubran, y sólo entonces, bastará con comprársela al padre y ya la podrá tener en propiedad para toda la vida. La violada pasará a ser propiedad del violador.

    10. “Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, puede ser que le encuentre algún defecto y ya no la quiera. En ese caso, escribirá un certificado de divorcio que le entregará antes de despedirla de su casa. Habiendo salido de su casa, puede ser la mujer de otro. Pero si éste también ya no la quiere y la despide con un certificado de divorcio, o bien si llega a morir este otro hombre que la tomó como mujer suya, el primer marido que la repudió no podrá volver a tomarla por esposa, ya que pasó a ser para él como impura. Sería una abominación a los ojos de Yavé que la volviera a tener (Dt 24,1-4)”. Así veía Dios a la mujer y así reguló el divorcio: un derecho ilimitado para él y una obligación indiscutible para ella.

    11. “Si dos hombres pelean entre sí y la mujer de uno de ellos se acerca para librar a su marido de los golpes del otro, alarga la mano y agarra a éste por las vergüenzas, harás cortar la mano de la mujer sin piedad (Dt 25,11-12)”. Ellas siempre acaban pagando el pato, hagan lo que hagan, incluso si actúan en defensa de sus maridos.

    12. «No te acostarás con un hombre como se hace con una mujer: esto es una cosa abominable» (Lv 18,22)... «Cualquiera que cometa estas abominaciones, todas esas personas serán eliminadas de su pueblo» (Lv 18,29). «Si un hombre se acuesta con un varón, como se acuesta con una mujer, ambos han cometido una infamia; los dos morirán y serán responsables de su muerte» (Lv 20,13). La homofobia de Dios y de su pueblo casa perfectamente con su brutal misoginia; por regla general, los sujetos o pueblos que consideran a las mujeres como seres inferiores, aunque sexualmente útiles y sometidas al varón, son homófobos.

    13. “Cuando hagas el censo de los hijos de Israel, cada uno hará una ofrenda a Yavé (...) Cada uno de los que sean empadronados pagará medio siclo (...) Todos los comprendidos en el censo, de veinte años para adelante, pagarán este rescate. El rico no dará más de medio siclo ni el pobre dará menos, pues es una contribución para Yavé, para rescate de su vida (Ex 30,12-15)2. Pues vaya con la justicia social divina; Dios obliga a pagar rescate por cada vida, pero pide el mismo precio tanto al rico, que se ha visto favorecido con su protección, como al pobre, que lleva una vida miserable por expresa voluntad divina.

    14. “El hombre que tenga los testículos aplastados o el pene mutilado no será admitido en la asamblea de Yavé (Dt 23,2)”. ¿Y qué tendrá que ver la religión con el estado de revista de salva sea la parte? Pues mucho, claro, que no hay que olvidar que Dios situó en algo tan inútil como el prepucio del varón la señal de su alianza con los humanos (Gn 17,11).

    15. “Tampoco el mestizo será admitido en la asamblea de Yavé, ni aun en la décima generación (Dt 23,3)”. Ni hablar, pues, de que todos somos iguales; Dios lo dejó bien claro: deben ser excluidos de entre su pueblo quienes no luzcan pureza de sangre.

    16. “Al extranjero podrás prestarle con interés, pero a tu hermano, no. Con esto conseguirás que Yavé, tu Dios, te bendiga en todas tus empresas, en la tierra que vas a poseer (Dt 23,21)”. Es decir, que Dios bendice a quienes exprimen económicamente a su prójimo... cuando éste sea un desconocido o un extranjero. Estamos ante una previsora regulación divina del capitalismo puro y duro que asentó el funcionamiento de la banca y de otras yerbas similares.

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