El dios veterotestamentario, tal como se ha visto en los ejemplos ya
citados hasta aquí, en la mayoría de los episodios bíblicos obró como un ser
inmisericorde, aunque más exactamente cabría precisar que, en general, fue inmisericorde con los inocentes y con los ajenos a su pueblo, mientras que
rebosó indulgencia ante las masacres, delitos y abusos gravísimos perpetrados
por los suyos, unos hechos reprobables en los que, para mayor
responsabilidad divina, actuaron bajo orden directa e inapelable de Dios y/o
contando con su intervención personal.
El propio Dios, quizá desde una perspectiva y valoración de sí mismo algo
magnificada, no tuvo empacho en definirse así: «Y Él [Dios] pasó delante de
Moisés diciendo con voz fuerte: "Yavé, Yavé es un Dios misericordioso y
clemente, tardo a la cólera y rico en amor y en fidelidad. Él mantiene su
benevolencia por mil generaciones y soporta la falta, la rebeldía y el pecado,
pero nunca los deja sin castigo; pues por la falta de los padres pide cuentas a
sus hijos y nietos hasta la tercera y la cuarta generación"» (Ex 34,6-7).
Los hechos narrados en la Biblia muestran que gran parte de esa
afirmación se quedó en una mera declaración de principios, ya que el dios
veterotestamentario se caracterizó, precisamente, por su escasa misericordia y
clemencia; por sus frecuentes y explosivas manifestaciones de una cólera
incontrolada e ilimitada; por el sentido patriarcal —tomado en el peor de sus
significados— de lo que dio en llamar «amor»; y por mostrar una fidelidad hacia
su pueblo que, aunque mantuvo tozudamente como fin (por algo esta historia la
escribieron los suyos), a menudo traicionó en sus formas (un proceder también
muy patriarcal que le permitió dar más estacazos que abrazos).
No se encuentra tampoco en la Biblia indicio ninguno de que la
benevolencia de Dios alcanzase mil generaciones, de hecho, hay pocos
ejemplos en los que su favor supere las tres o cuatro generaciones; y no fue
nada proclive a soportar las faltas, rebeldías y pecados de su pueblo —aunque
sí las muchas y gordísimas de sus varones más predilectos—, que, eso sí,
castigó muy severamente, y en masa, sin que le importase en absoluto que
buena parte de las víctimas de su justicia divina fuesen inocentes.
En esta misma linea, y tal como el mismo Dios dijo de sí mismo —«por la
falta de los padres pide cuentas a sus hijos y nietos hasta la tercera y la cuarta
generación»—, el Altísimo fue tan inicuo perdonando a padres delincuentes
como injusto y despiadado al castigar a sus hijos y/o nietos por las tropelías
perpetradas por esos ascendientes.
Dentro de esa conducta divina inmisericorde, y en buena medida
xenófoba, se enmarca la diversa legislación sobre la tenencia de esclavos que
la palabra y voluntad de Dios dejó escrita y promulgada en libros tan principales
como Éxodo, Levítico o Deuteronomio.
La misma falta de piedad para con las vidas de adultos y niños inocentes
la manifestó Dios en muchos episodios bíblicos presentados como lo más
normal del mundo; a modo de ejemplo, en este apartado nos limitaremos a
algunos de los crímenes desmedidos que la palabra divina le atribuyó al buen
hacer de sus profetas Elías y Eliseo.
También puede parecer algo excesiva y fuera de tono la desmedida pasión
de Dios por las masacres y los exterminios masivos, un terrible proceder que
los redactores bíblicos presentaron como rutinario, ya lo cometiesen Moisés,
Saúl, Josué, David u otros privilegiados varones de Dios, siguiendo sus
órdenes y contando con su ayuda, o fuesen aniquilaciones masivas provocadas
directamente por la mano divina, siempre generosa a la hora de sembrar de
cadáveres algún territorio, en particular cuando acudía en auxilio de su pueblo,
tal como fue el caso de los reyes Asa, Josafat, Ezequías y de tantos otros
hasta los tiempos del mismísimo Judas Macabeo.
Por si no hubiere suficiente casquería con los muchísimos episodios
violentos que la Biblia da por ciertos, ésta también es prolija en recordar los
castigos inmisericordes y terribles con los que Dios amenazó, bajo forma de
maldiciones, a quienes, en el futuro, no respetasen los pactos
veterotestamentarios; una obligación que, mal que nos pese, incumple toda la
humanidad sin excepción, cristianos incluidos. Y qué le vamos a hacer...
El buen Dios, según sus propias palabras en la Biblia, también es tal como
se verá a continuación.
DIOS GUSTA DE LA ESCLAVITUD... Y LA REGULÓ
MINUCIOSAMENTE
Podría comprenderse, incluso, que el pueblo de vándalos reflejado en las
historias bíblicas cultivase como un derecho la esclavitud y la regulase como
una más de sus propiedades, pero ¿no sabía Dios que la esclavitud estaba
mal?
Del mismo modo que el dios bíblico prohibió a su pueblo mil cosas, a
menudo absurdas, ¿no podía haberles prohibido la esclavitud? Es probable
que le hubiesen hecho algo de caso y habría puesto las bases para evitar que
millones de seres humanos la sufriesen hasta el día de hoy.
Pero no fue así. Dios demostró compartir con su pueblo el gusto por la
esclavitud y, atento a los usos de la época, la reguló minuciosamente y para
siempre... ya que, según dogmatizan quienes gestionan su herencia ideológica,
su palabra es eterna e inmutable. Amén.
Veamos ahora qué imagen tenía Dios de la esclavitud y cómo reguló el
lícito derecho (según él) a imponerla y disfrutarla. Reproduciremos
seguidamente algunos versículos procedentes de diversos libros de la Biblia
que contienen la palabra directa de Dios al respecto:
Les dictarás estas leyes [le ordenó Dios a Moisés]: Si compras un esclavo
hebreo, te servirá seis años: el séptimo saldrá libre sin pagar rescate. Si entró
solo, saldrá solo. Si tenía esposa, ella también quedará libre lo mismo que él.
Si su patrón le dio la mujer de la que tiene hijos, éstos y la madre serán del
patrón y él saldrá solo. Si el esclavo dice: «Estoy feliz con mi patrón, con mi
esposa y mis hijos, no quiero salir libre solo», el dueño lo llevará ante Dios y
acercándolo a los postes de la puerta de su casa le horadará la oreja con su
punzón y este hombre quedará a su servicio para siempre.
Si un hombre vende a su hija como esclava, ésta no recuperará su libertad
como hace cualquier esclavo. Si la joven no agrada a su dueño que debía
tomarla por esposa, el dueño aceptará que otro la rescate; pero no la puede
vender a un extranjero, en vista de que la ha traicionado. Si la casa con su hijo,
le dará el trato de una joven libre. Si se casa con ella y, después, con otra, no
le disminuirá a la primera ni el vestido ni los derechos conyugales. Fuera de
estos tres casos, la joven saldrá libre, sin pagar nada (Ex 21,1-11).
Si un hombre golpea a su esclavo o esclava con un palo, y mueren en sus
manos, será reo de crimen. Mas si sobreviven uno o dos días no se le culpará,
porque le pertenecían (Ex 21,20-21) [para Dios, crimen era matar al contado,
pero salía gratis si se asesinaba a plazos].
Si un hombre ha herido el ojo de su esclavo o esclava, dejándolo tuerto, le
dará la libertad a cambio del ojo que le sacó (Ex 21,26).
Si lo hace [se refiere a que un buey cornee] a un esclavo o a una esclava,
se pagarán treinta ciclos de plata al dueño de ellos, y el buey morirá apedreado
(Ex 21,32).
Si un hombre tiene relaciones con una esclava ya entregada a otro, sin
que haya sido rescatada ni liberada, serán castigados los dos, pero no con
pena de muerte, pues ella no era mujer libre [no se especifica el castigo de la
mujer, pero tampoco se tiene en cuenta que esa esclava no podía oponerse a
ser violada]. Él ofrecerá su sacrificio de reparación para Yavé a la entrada de la
Tienda de las Citas; será un carnero de reparación:Con este carnero el
sacerdote hará reparación por él ante Yavé, por el pecado que cometió, y se le
perdonará el pecado (Lv 19,20-22) [esto es, la ley divina permite violar a una
esclava ajena a cambio de pagarle al clero del lugar con un carnero].
Si tu prójimo se hace tu deudor y se vende a ti, no le impondrás trabajo de
esclavo; estará contigo como jornalero o como huésped y trabajará junto a ti
hasta el año del jubileo. Entonces saldrá de tu casa con sus hijos y volverá a su
familia recobrando la propiedad de sus padres. Porque todos son mis siervos,
que yo saqué de la tierra de Egipto, y no deben ser vendidos como se vende un
esclavo (...)
Si quieres adquirir esclavos y esclavas, los tomarás de las naciones
vecinas: de allí comprarás esclavos y esclavas. También podrán comprarlos
entre los extranjeros que viven con ustedes y de sus familias que están entre
ustedes, es decir, de los que hayan nacido entre ustedes. Esos pueden ser
propiedad de ustedes, y los dejarán en herencia a sus hijos después de
ustedes como propiedad para siempre. Pero tratándose de tus hermanos
israelitas, no actuarás en forma tiránica, sino que los tratarás como a tus
hermanos (Lv 25,39-46) [Dios es bien claro: puede comprarse como esclavo al
extranjero y tratarlo de forma tiránica, pero no se debe hacer lo propio con el
israelita]. No entregarás a su amo al esclavo que huyó de su casa y se acogió a ti.
Se quedará contigo entre los tuyos, en el lugar que él elija en una de tus
ciudades, donde mejor le parezca; no lo molestarás (Dt 23,16-17) [ésta es ya
una base divina que pronostica la libertad de empresa y de circulación de
mercancías: si una mercancía ajena amanece en tu patio, tuya es].
Dios le sacó un gran provecho narrativo a los esclavos y esclavas bíblicos,
aunque muy en particular a ellas, ya que a menudo fueron quienes parieron a
los protagonistas de muchos relatos notables, hijos de grandes varones que,
por reiterada manía del Altísimo, tenían mujeres estériles... hasta que convenía
a los planes divinos hacerlas fértiles (a edades más propias de abuelas y
bisabuelas, pero es que la biología de entonces no era la de hoy, claro está).
También le pareció estupendo a Dios el someter a esclavitud a pueblos
enteros a fin de que trabajasen en beneficio de sus planes y de sus varones
elegidos. Salomón, por ejemplo, forzó la esclavitud de todos los que no eran
israelitas —más exactamente de todos los habitantes de su reino que fueron
sometidos mediante guerras y que «los israelitas no habían podido exterminar
mediante anatema»— para construir, entre otros, el famoso templo de
Jerusalén, «Casa de Yavé», para más señas.
Aquí viene lo referente al trabajo forzado, a esos hombres que Salomón
había requisado para construir la Casa de Yavé, su propio palacio, el Millo, la
muralla de Jerusalén, Jazor, Meguido y Gacer (...) Bethorón de abajo, Baalat,
Tamar en el desierto, todas las ciudades de depósito que tenía Salomón, las
ciudades para los carros y para los caballos y todo lo que Salomón quiso
construir en Jerusalén, en el Líbano,' y en todos los territorios que le estaban
sometidos. Fueron requisados todo lo que quedaba de los amorreos, de los
hititas, de los pereseos, de los jeveos y de los jebuseos, en una palabra, todos
los que no eran israelitas. A todos sus hijos que quedaban en el territorio, y que
no habían sido exterminados por los israelitas, Salomón los sometió a trabajos
forzados y lo están aún hoy.
Pero no requisó a los israelitas; estos servían como soldados, integraban
la guardia, eran oficiales, escuderos, jefes de carros o soldados de caballería.
Capataces nombrados por los prefectos eran los encargados de los trabajos
del rey: eran ciento cincuenta que mandaban a los trabajadores en los talleres
(1 Re 9,15-23).
Y Dios, por supuesto, aceptó encantado un templo, legendariamente
lujoso, surgido de la explotación brutal de mano de obra esclava:
Yavé le dijo [en su segunda aparición a Salomón]: «He escuchado la
oración y la súplica que tú has elevado hasta mí, y consagré esta Casa que tú
construiste para que en ella habitara mi Nombre para siempre» (1 Re 9,3). Por
si alguien, a estas alturas, viene a justificar lo anterior argumentando que la
esclavitud era normal en esos días —que lo era— y que Dios, al legislarla, se
limitó a seguirle la corriente a las costumbres de su pueblo —que vaya dios
sería si hizo tal cosa—y la aceptó como un estado humano adecuado en
tiempo y lugar, será apropiado recordar que Dios tenía tan pésimamente
conceptuada la esclavitud que la colocó como castigo terrible en la mayoría de
sus condenas a pueblos enteros, y como amenaza en sus maldiciones más
famosas.
Así, por ejemplo, leemos afirmaciones de Dios con el siguiente tenor:
Entonces Yavé le dijo [a Abraham]: «Debes saber desde ahora que tus
descendientes serán forasteros en una tierra que no es suya. Los esclavizarán
y los explotarán durante cuatrocientos años» (Gn 15,13).
No debía de ser buena cosa para Dios la esclavitud cuando, tras tan
prolongado castigo, al fin, liberó a su pueblo e hizo propósito de que no
pasasen de nuevo por lo mismo:
de un esclavo (Lv 25,42).
Esos «todos», naturalmente, eran sólo los israelitas, ya que el resto de los
humanos eran, para Dios, carne de esclavitud. A más abundamiento:
Si se descubre a un hombre que haya raptado a un israelita, es decir, a
uno de sus hermanos, y lo haya vendido como esclavo, el raptor debe morir.
Así cortarás el mal entre tu gente (Dt 24,7).
Dios sabía que la esclavitud era terrible, por eso no quería que los suyos
fuesen víctimas de esa lacra, pero justo por esa razón, cuando su pueblo se le
desmandaba un tanto así, volvía a castigarles o amenazarles con lo peor que
tenía a mano, la esclavitud:
Pero serán sus esclavos, para que puedan comparar lo que es servirme y
ser esclavo de reyes extranjeros (2 Cr 12,8); Te haré esclavo de tus enemigos
en un país que no conoces, porque mi cólera ha pasado a ser un fuego que los
va a quemar (Jr 15,14).
No obstante conocer como nadie (se supone) el sufrimiento que implicaba
la esclavitud, Dios la permitió, legisló, fomentó y posibilitó. ¿Es Dios clemente y
justo?
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: someter a abuso,
explotación, sufrimiento y pillaje a quienes se considera como diferentes es
lícito y loable cuando quienes cometen tales atropellos se consideran
poseedores y heraldos de la verdad (de cualquier verdad).
DIOS BENDIJO Y POSIBILITÓ QUE DOS PROFETAS, ELÍAS Y ELISEO,
MATASEN A PLACER A DECENAS DE INOCENTES
Elías, según la Biblia, fue el primer gran profeta de Israel y sus actuaciones
se sitúan entre los años 865 y 850 a. C. Se le invistió del máximo prestigio y
reputación debido a la predilección que Dios le mostró. Tan magnificada fue su
figura que, un milenio después, en el relato de la transfiguración de Jesús se
hizo aparecer a éste flanqueado por Moisés y Elías (Mt 17,1-13; Mc 9,2-13 y Lc
9,28-36).
El ciclo de Elías se compone de seis episodios y en ellos, tal como
veremos en lo sustancial, su mano no tembló a la hora de degollar a más de
cuatrocientos competidores, ni al quemar vivos a un centenar de inocentes, ya
que el propio Dios le facilitó los prodigios que posibilitaron tan bíblicas hazañas.
Su discípulo y heredero, Eliseo, superó a su maestro en milagros —
protagonizando el repertorio básico que acabaría por atribuirse a Jesús— y
aunque mató a menos gente, demostró tener tan mal carácter como Elías y
tanta o más crueldad que él a la hora de hacer morir a inocentes mediante el
concurso de Dios.
Iniciaremos el relato de las andanzas de Elías en el segundo episodio
bíblico de su vida, tal como lo cuenta el 1 Libro de Reyes. Nos encontramos
con el profeta dirigiéndose a la ciudad de Samaria —al final de un tiempo de
sequía y hambruna con el que Dios castigó al reino israelita por permitir el culto
a Baal— para presentarse ante el rey Ajab:
Anda pues a reunir a Israel [le ordenó Elías al rey Ajab]; que vengan
conmigo al monte Carmelo, y con ellos los cuatrocientos cincuenta profetas de
Baal que comen de la mesa de Jezabel. Ajab convocó a todo Israel al monte
Carmelo, y también reunió a los profetas.
Entonces Elías se acercó al pueblo y dijo: «¿Hasta cuándo saltarán de un
pie al otro? Si Yavé es Dios, síganlo; si lo es Baal, síganlo». El pueblo no
respondió. Elías dijo al pueblo: «Soy el único que queda de los profetas de
Yavé, y ustedes ven aquí a cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. ¡Dennos
dos toros! Ellos tomarán uno, lo descuartizarán y lo pondrán sobre la leña sin
prenderle fuego. Yo prepararé el otro toro y lo pondré sobre la leña sin
prenderle fuego. Luego invocarán el nombre de su dios; yo invocaré el nombre
de Yavé. El Dios que responda enviando fuego, ese es Dios».
Todo el pueblo respondió: «¡Muy bien!» (...) [tras el ya cantado fracaso de
los profetas de Baal para superar tan magna prueba] Bajó entonces el fuego de
Yavé, que consumió el holocausto y la leña y absorbió toda el agua que había
en la zanja. Al ver esto, todo el pueblo se echó con el rostro en tierra, gritando:
«¡Yavé es Dios! ¡Yavé es Dios!». Entonces Elías les dijo: «¡Detengan a los
profetas de Baal, que no escape ninguno!». Los apresaron; Elías mandó que
los bajaran al torrente Cisón y allí los degolló (1 Re 18,19-40).
Así pues, el gran profeta de Dios degolló por propia mano a esos
cuatrocientos cincuenta competidores y se quedó tan ancho... bueno, no tanto,
porque la reina Jezabel se enojó y quiso aplicarle al profeta su propia medicina,
pero éste, que tan valiente fue a la hora de segarle el cuello a profetas
cautivos, optó por huir, contando, claro, con la protección de Dios (según se lee
en 1 Re 19). Salvada la piel y llegado al trono Ocozías, hijo de Ajab, Elías
prosiguió asesinando al personal con la mera finalidad de demostrar que Dios
estaba con él:
Ocozías se cayó desde la ventana de su segundo piso en Samaría, y
como no se sintiera bien, envió a algunos hombres diciéndoles: «Vayan a
consultar a Baalcebub, dios de Ecrón, para saber si me sanaré de este mal».
Pero el ángel de Yavé dijo a Elías de Tisbé: «Levántate y sal al encuentro de
los mensajeros del rey de Samaría. Les dirás: "¿Así que ya no hay más Dios
en Israel, que van a consultar a Baalcebub, el dios de Ecrón?. Ya que has
procedido así, dice Yavé, no te levantarás de la cama en que te has acostado;
has de saber que morirás"». Y Elías se alejó. Volvieron los mensajeros donde
el rey (...) Ocozías exclamó: «¡Es Elías de Tisbé!».
Despachó entonces a cincuenta hombres con su jefe, que subieron para
buscar a Elías; este estaba sentado en la cumbre de un cerro. El jefe le gritó:
«¡Hombre de Dios, por orden del rey, baja!». Elías respondió al jefe de los
cincuenta: «¡Si soy un hombre de Dios, que baje fuego del cielo y te devore a ti
y a tus cincuenta hombres!». Y bajó fuego del cielo, y lo devoró a el y a sus
cincuenta hombres [en la Biblia no se encuentra tipo más fachendoso que este
profeta].
El rey despachó de nuevo a cincuenta hombres con su jefe; este también
le gritó: «¡Hombre de Dios, esta es la orden del rey: Apresúrate en bajar!».
Elías le respondió: «¡Si soy hombre de Dios, que baje fuego del cielo y te
devore a ti y a tus cincuenta hombres!». Y el fuego de Dios bajó del cielo, y lo
devoró a él y a sus cincuenta hombres.
Envió el rey por tercera vez a cincuenta hombres con su jefe [parece que a
los reyes la soldadesca les sobraba y podían perderla sin inquietarse]; cuando
llegó cerca de Elías, el tercer jefe [más listo que sus predecesores] se arrodilló
y le suplicó diciéndole: «¡Hombre de Dios, soy tu servidor; ojalá mi vida y la de
mis hombres tenga algún valor para ti! ¡El fuego de Dios ya ha bajado dos
veces del cielo para devorar a los dos primeros jefes con sus cincuenta
hombres, perdóname ahora mi vida!».
Entonces el ángel de Yavé dijo a Elías: «Baja con él, pues nada tienes que
temer de su parte». Se levantó pues y bajó con ellos hasta donde estaba el rey.
Le dijo a éste: «Esto dice Yavé: "¡Debido a que enviaste mensajeros para
consultar a Baalcebub, el dios de Ecrón, no te levantarás más de la cama
donde estás acostado, sino que morirás, ya está decidido!"» (2 Re 1,2-16).
Curiosa la cosa bíblica: para repetirle al rey Ocozías lo mismo que el
profeta ya le había dicho poco antes a sus mensajeros, Elias, mediante los dos
certeros disparos flamígeros lanzados por Dios, tuvo que lucirse ante la
audiencia asesinando a cien soldados inocentes. ¿No podría haber logrado el
mismo efecto teatral sacando fuego por las orejas o algo por el estilo? Pero no,
el dios bíblico requiere muertos inocentes a cada paso que da.
Tras una vida repleta de santidad y prodigios milagrosos (además de
decenas de asesinatos que agradaron a Dios), Elías fue arrebatado por un
carro de fuego hasta la gloria divina:
Cuando lo atravesaron [el río Jordán], Elías dijo a Eliseo: «¿Qué quieres
que haga por ti? Pídelo antes que sea llevado lejos de ti». Eliseo respondió:
«Que venga sobre mí el doble de tu espíritu». Elías le replicó: «¡Pides algo
difícil! Pero si me ves mientras soy llevado de tu lado, lo tendrás; si no, no»
[fachenda hasta el fin, este profeta]. Iban conversando mientras caminaban,
cuando un carro de fuego con sus caballos de fuego los separó al uno del otro:
Elías subió al cielo en un torbellino. Eliseo lo vio y gritaba: «¡Padre mío! iPadre
mío! ¡Carro de Israel y su caballería!». Luego no lo vio más. Tomó entonces su
ropa y la partió en dos.
Eliseo recogió el manto de Elías, que había caído cerca de él y se volvió.
Al llegar a orillas del Jordán se detuvo, tomó el manto de Elías y golpeó el agua
con él, pero ésta no se dividió. Entonces dijo: «¿Dónde está el Dios de Elías,
dónde?» [Sí, ¿dónde?; por dudas la mitad de atrevidas que ésta Dios fumigó a
pueblos enteros, pero Eliseo estaba en vena...] Y como volviera a golpear el
agua, ésta se dividió en dos, y Eliseo atravesó. Los hermanos profetas lo vieron
de lejos y dijeron: «¡El espíritu de Elías reposa sobre Eliseo!». Salieron a su
encuentro y se postraron en tierra delante de él (2 Re 2,9-15).
Eliseo, junto a lo que fuese que heredó de Elías, también adquirió su
proverbial mala uva, una virtud bíblica que tardó poquísimo en demostrar,
haciéndolo a lo grande y sin complejos, mandando asesinar a cuarenta y dos
niños ¡porque algunos de ellos se burlaron de su calva! Sí, tal cual:
De allí [de hacer potable el agua de Jericó, milagrosamente, claro] se fue a
Betel; cuando iba por el camino que sube, salieron de la ciudad unos
muchachos que se burlaban de él: «¡Vamos, calvo, sube! ¡Vamos, calvo,
sube!», decían. Se volvió y mirándolos los maldijo en nombre de Yavé; salieron
del bosque dos osas y desgarraron a cuarenta y dos de esos muchachos (2 Re
2,23-24).
Las osas/osos despedazaniños, al igual que los leones justicieros que
citamos en el apartado 11.3, que también iba de profetas peculiares, sólo
pudieron ser enviadas por Dios, que, en este acto, demostró cuánto aprecio le
merecía la calvorota de Eliseo y cuán poco estimaba la vida de los niños.
Eliseo, sin inmutarse por la carnicería, en el versículo siguiente «se dirigió
al monte Carmelo y luego regresó a Samaria», acumulando un historial de
milagros digno de envidia. Eliseo solucionó la pobreza de una viuda
convirtiendo en muchos cántaros comerciables el cantarito de aceite que le
quedaba (2 Re 4,1-7), hizo concebir a la esposa de un anciano en cuya casa él
se alojaba (2 Re 4,12-17) —el texto no detalla cómo procuró el embarazo de la
señora—, cuando el niño del relato anterior murió —al menos la primera vez—le resucitó sin problemas (2 Re 4,21-36), saneó aguas contaminadas y sopas
envenenadas (2 Re 4,38-41), alimentó a cien personas haciendo que
cundiesen de lo lindo veinte panecillos de cebada y de trigo (2 Re 4,41-44),
curó a un leproso (2 Re 5,1-13)... en fin, que Eliseo, el calvo despedazaniños,
un millar de años antes, ya hizo milagros equivalentes a los mejores que haría
Jesús, y eso que no era hijo de Dios ni nada parecido (quizá los creyentes
deberían pensar en ello, si no es molestia, claro).
En medio de tan prodigiosa vida, Eliseo no perdió jamás su toque iracundo
y vengativo, así, estando la capital israelita con hambruna y con las pocas
viandas disponibles a precios astronómicos, a causa del asedio de los
arameos.
Eliseo dijo: «¡Escuchen la palabra de Yavé! Esto dice Yavé: "Mañana a
esta misma hora, en la puerta de Samaria, una medida de flor de harina se
venderá por una moneda, y dos medidas de cebada, por una moneda"». El
oficial en cuyo brazo se apoyaba el rey dijo al hombre de Dios: «¡Aunque Yavé
abriera las ventanas del cielo, eso no ocurriría!». Eliseo le dijo: «Muy bien, tú lo
verás con tus ojos, pero no comerás» (2 Re 7,1-2).
El oficial real dudó de la parrafada de Eliseo y éste, en lugar de apiadarse
de un varón que poseía más sentido común que fe, le maldijo con la muerte. Y
tal que así fue: El rey había asignado a la puerta de la ciudad al oficial en cuyo
brazo se apoyaba, para que la vigilara, pero fue pisoteado ahí mismo por la
muchedumbre [que salía a buscar provisiones... en plan estampida de una
manada de bisontes], y murió tal como lo había anunciado el hombre de Dios
cuando había bajado el rey a su casa (2 Re 7,17).A juzgar por el relato bíblico,
la personalidad puñetera de Eliseo le duró hasta el final de sus días:
Eliseo estaba mal de salud por la enfermedad que lo llevó a la muerte.
Yoás, rey de Israel, bajó donde él y lloró: «¡Padre mío, padre mío! ¡Carro de
Israel y su caballería!». Eliseo le respondió: «Toma un arco y flechas»; Yoás
fue pues a tomar un arco y flechas (...) «Toma tu arco con las manos». Lo hizo.
Eliseo puso sus manos sobre las del rey, luego dijo: «¡Abre la ventana del lado
este!». La abrió. Eliseo añadió: «¡Dispara!». Disparó. Eliseo dijo entonces:
«¡Flecha de la victoria de Yavé! ¡Flecha de la victoria de Aram! Derrotarás a
Aram en Afec, hasta que no quede nadie» [más teatral, imposible]. En seguida
le dijo: «Junta las flechas». Las juntó. Eliseo dijo al rey de Israel: «Golpea el
suelo». Y el rey lo golpeó tres veces y se detuvo. Entonces el hombre de Dios
se enojó con el rey y dijo: «¡Tenías que haber golpeado cinco o seis veces! Así
habrías derrotado a Aram hasta que no quedara nadie. Pero ahora sólo
derrotarás a Aram tres veces» (2 Re 13,14-19).
Muy sandunguero el profeta. Podría haber dicho las cosas claras, para que
pudiese comprenderlas hasta un rey israelita, y de haberlo hecho así, se
hubiese evitado montañas de muertos entre los de Aram y los de Israel...
aunque la Biblia hubiese perdido una excelente oportunidad para incrementar
su lustre belicoso, algo que Dios, naturalmente, no podía permitir.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: en asuntos de religión,
no importa quién muere, ni tampoco cuántos, ni si había o no razones para
eliminarles; lo sustancial es que quien mate lo haga a mayor gloria de la
creencia que sustenta y alimenta sus excesos.
DIOS MATÓ POR PROPIA MANO A CIENTOS DE MILES Y EXIGIÓ QUE
SU PUEBLO PERPETRASE ENORMES MATANZAS SIN PIEDAD Y SIN FIN
A lo largo de este libro han desfilado ejemplos más que sobrados acerca
de la gran afición que el dios bíblico mostró por las carnicerías y exterminios
masivos, ya fuesen perpetradas bajo la acción directa de su propia mano, o
ejecutadas por hordas de su pueblo siguiendo literalmente sus exigencias y
que, muy a menudo, en ocasión de los muchos ataques contra naciones
vecinas, contó con la asesoría y colaboración militar del propio Dios a fin de
masacrar más y mejor a las comunidades agredidas.
En este apartado ampliaremos ese perfil específico de las conductas
divinas recordando, brevemente, unos pocos pasajes bíblicos que ejemplifican
la querencia de Dios por las matanzas despiadadas y el gusto y eficiencia con
que las cometían también los benditos varones al servicio de los planes
divinos.
Para comenzar, nada mejor que fijarse en uno de los héroes más clásicos
y celebrados de la literatura bíblica, Moisés, a quien, como ya vimos, Dios usó
como instrumento para torturar y exterminar a un sinnúmero de egipcios
inocentes, a fin de lograr fama (véase el apartado 8.2), o para masacrar a los
amalecitas (véase el apartado 8.3).
En el relato que seguirá nos encontramos a Dios ordenándole a Moisés
que torture y mate por empalamiento a unos cuantos de los suyos, por adorar a
otro dios —causa por la que Dios ya había matado a veinticuatro mil—, y que
extermine sin piedad a los medianitas. Así lo cuenta la palabra divina:
Israel se instaló en Sitim y el pueblo se entregó a la prostitución con las
hijas de Moab. Ellas invitaron al pueblo a sacrificar a sus dioses: el pueblo
comió y se postró ante los dioses de ellas. Israel se apegó al Baal de Fogor y
se encendió la cólera de Yavé contra Israel. Yavé dijo entonces a Moisés:
«Apresa a todos los cabecillas del pueblo y empálalos de cara al sol, ante
Yavé; de ese modo se apartará de Israel la cólera de Yavé» [fue el mismísimo
Dios, no un sanguinario cualquiera, quien ordenó una tortura y muerte tan
horrible como la producida mediante empalamiento].
Moisés dijo a los jefes de Israel: «Que cada uno mate a aquellos de sus
hombres que se prostituyeron con el Baal de Fogor». Justo en ese momento,
un israelita introducía en su tienda a una moabita, a la vista de Moisés y de
toda la comunidad que lloraba a la entrada de la Tienda de las Citas. Al ver
eso, Finjas, hijo de Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, tomó una lanza, siguió al
israelita al interior de su tienda y los traspasó a los dos, al hombre y a la mujer,
en pleno vientre. Inmediatamente cesó la plaga que se cernía sobre Israel:
porque ya habían muerto por esa plaga veinticuatro mil de ellos [de nuevo
vemos que Dios tenía el gatillo fácil; mientras se estaba discutiendo la jugada y
su solución, el Altísimo ya había matado a veinticuatro mil, como para abrir
boca; con tanta matanza en campo propio, el pueblo de Dios debía
reproducirse más que los conejos... o no salen los números].
Yavé dijo a Moisés: «Finjas, hijo de Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, alejó
mi cólera de los israelitas cuando se mostró lleno de celo por mí en medio de
ellos. Por eso le dirás que me comprometo a recompensarlo» (...) Yavé le dijo
entonces a Moisés: «Ataca a los madianitas y acaba con ellos (...)» (Nm 25,117).
Pero Dios, aunque feliz tras su matanza injustificable y el asesinato del
israelita que iba a sembrar su semillita en la mujer moabita, quería más sangre
y ordenó acabar con los madianitas a sangre y fuego.
Yavé dijo a Moisés: «Que los hijos de Israel tomen ahora desquite de los
madianitas, y luego irás a reunirte con tu pueblo». Moisés, pues, dijo al pueblo:
«Que se armen algunos de ustedes para la guerra. Que vayan a pelear contra
Madián y sean los instrumentos de la venganza de Yavé contra él. Enviarán a
la guerra mil hombres de cada tribu de Israel». (...)
Pelearon contra Madián, como Yavé había mandado a Moisés, y mataron
a todos los varones. Mataron también a los reyes de Madián: Eví, Requem,
Sur, Jur y Rebá; eran los cinco reyes madianitas. Mataron también a espada a
Balaam, hijo de Beor. Los hijos de Israel trajeron cautivas a las mujeres de
Madián y a sus niños y recogieron sus animales, sus rebaños y todas sus
pertenencias. Prendieron fuego a todos los pueblos en que vivían y a todos sus
campamentos. Habiendo reunido todo el botín y los despojos, hombres y
bestias, llevaron los cautivos y el botín ante Moisés, el sacerdote Eleazar y toda
la comunidad de los hijos de Israel, en las estepas de Moab, que están cerca
del Jordán, a la altura de Jericó (...)
Moisés se enojó contra los jefes de las tropas, jefes de mil y jefes de cien
que volvían del combate. Moisés les dijo: «¿Así, pues, han dejado con vida a
las mujeres?». Precisamente ellas fueron las que, siguiendo el consejo de
Balaam, indujeron a los hijos de Israel a que desobedecieran a Yavé (en el
asunto de Baal-Peor); y una plaga azotó a la comunidad de Yavé. Maten, pues,
a todos los niños, hombres, y a toda mujer que haya tenido relaciones con un
hombre. Pero dejen con vida y tomen para ustedes todas las niñas que todavía
no han tenido relaciones (Nm 31,1-18).
Dios extremó la crueldad matando al azar a veinticuatro mil de los suyos y
ordenándole a su servidor asesinatos y exterminios brutales, pero Moisés no se
quedó atrás en la carrera de la barbarie y ordenó asesinar a innumerables
inocentes con tanta frialdad que relatos como el recién reproducido no
desentonarían entre las pruebas de cargo del sumario judicial que, treinta y tres
siglos después, llevaría hasta el cadalso a Adolf Eichmann.
Esta asociación terrible entre Dios y Moisés se hace patente en muchos
otros pasajes bíblicos que, como el anterior, relatan masacres despiadadas.
Así:
Entonces Yavé me habló [afirma Moisés]: «Ya ves que he comenzado a
entregarte Sijón y su tierra; ustedes empezarán la conquista conquistando su
tierra». Salió, pues, Sijón con toda su gente a presentarnos batalla en Yahas y
Yavé, nuestro Dios, nos lo entregó y lo derrotamos junto con sus hijos y toda su
gente.
En ese tiempo tomamos todas sus ciudades y las consagramos en
anatema, matando a sus habitantes, hombres, mujeres y niños, sin perdonar
vida alguna, salvo la de los animales, que fueron parte del botín como los
despojos de las ciudades que ocupamos.
Desde Aroer, ciudad situada sobre la pendiente del torrente Arnón, y la
ciudad que está abajo, hasta Galaad, no hubo aldea ni ciudad que no
tomáramos: Yavé, nuestro Dios, nos las entregó todas (Dt 2,31-36).
Los mandatos de Dios que ordenan asesinar a quienes creen en otros
dioses y exterminar completamente a los habitantes de las ciudades asaltadas,
forman parte del código jurídico veterotestamentario que el Altísimo le impuso a
Moisés —y a través de él a todo su pueblo—; algunos de esos mandatos
inmorales ya se documentaron anteriormente.
Y Dios no bromeaba en absoluto cuando ordenaba matar a todo lo que se
moviese por algún lugar concreto. Un ejemplo nos lo dio Saúl, que, recién
elegido rey por voluntad divina, perdió el siempre eficaz favor de Dios cuando,
tras ultimar un sacrosanto exterminio según sus designios, sólo asesinó a todo
el pueblo amalecita, pero dejó sin degollar a su rey y a una parte de su ganado.
Así lo cuenta, al menos, el 1 Libro de Samuel:
Samuel [el último de los jueces de Israel y el primero de sus profetas
clásicos] dijo a Saúl: «Yavé me envió para consagrarte como rey de su pueblo
Israel. Escucha ahora a Yavé. Esto dice Yavé de los ejércitos: "Quiero castigar
a Amalec por lo que hizo a Israel cuando subía de vuelta de Egipto: le cerró el
camino. Anda pues a castigar a Amalec y lanza el anatema sobre todo lo que le
pertenece. No tendrás piedad de él, darás muerte a los hombres, a las mujeres,
a los niños, a los bueyes y corderos, a los camellos y burros"» [vemos, pues,
que Dios fue bien concienzudo a la hora de señalar a quienes debía
asesinarse] (...)
Saúl aplastó a Amalec desde Javila hasta Sur que está al este de Egipto.
Hizo prisionero a Agag, rey de los amalecitas y pasó a cuchillo a toda la
población debido al anatema. Pero Saúl y su ejército no quisieron condenar al
anatema a Agag y a lo mejor del ganado menor y mayor, los animales gordos y
los corderos, en una palabra, todo lo que era bueno. Al contrario, exterminaron
todo lo que, en el ganado, era malo y sin valor (...) Cuando Samuel llegó donde
estaba Saúl, éste le dijo: «Yavé te bendiga, he ejecutado las órdenes de
Yavé». Pero Samuel le contestó: «¿Qué ruido es ese que siento de cabras y ovejas? ¿Qué ruido es ese que siento también de bueyes y burros?». Saúl
respondió: «Los trajimos de los amalecitas. El pueblo separó lo mejor del
ganado menor y del mayor para ofrecerlo en sacrificio a Yavé tu Dios [es decir,
que no quiso matar lo mejor del ganado a lo tonto, sino que, tal como prescribía
la Ley de Dios, querían inmolarlo ritualmente], pero todo lo demás fue
condenado al anatema [entre «lo demás» estaba, claro, toda la gente; una
minucia para Dios].
Entonces Samuel dijo a Saúl: «¡Basta! Voy a comunicarte lo que me dijo
Yavé esta noche. (...) Yavé te había confiado una misión, te había dicho:
"Anda, condena al anatema a los amalecitas; harás la guerra a esos pecadores
hasta exterminarlos". ¿Por qué no hiciste caso a las palabras de Yavé? ¿Por
qué te abalanzaste sobre el botín? ¿Por qué hiciste lo que es malo a los ojos
de Yavé? [lo malo, a ojos de Dios, no fue asesinar a todo un pueblo, sino dejar
vivo a su rey y ganado] (...) ¿Piensas acaso que a Yavé le gustan más los
holocaustos y los sacrificios que la obediencia a su palabra? La obediencia vale
más que el sacrificio, y la fidelidad, más que la grasa de los carneros (...)».
Entonces Samuel le dijo: «Hoy Yavé te ha arrancado la realeza de Israel, y
se la ha dado a tu prójimo, que es mejor que tú [Dios, en sólo 29 versículos,
nombró un rey, le ordenó asesinar a todo un pueblo, y se arrepintió
rápidamente de su nombramiento cuando éste no degolló todo lo que debía,
pero...]. El que es la Gloria de Israel no puede mentir ni arrepentirse» [¿y qué
acababa de hacer Dios rechazando a Saúl como rey tras ser ungido por su
voluntad?] (...)
Samuel se fue pues con Saúl y éste se postró delante de Yavé. Luego dijo
Samuel: «Tráiganme a Agag, rey de Amalec» (...); cuando llegó temblando,
Samuel le dijo: «Así como tu espada privó a las mujeres de sus hijos, así
también tu madre será una mujer privada de su hijo». Y Samuel despedazó a
Agag en presencia de Yavé, en Guilga (1 Sm 15,1-33).
Dios, que a estas alturas de la Biblia, y gracias a Ana —esposa de Elcana
y madre de Samuel—, comenzó a ser invocado con el más que exacto
apelativo de «Yavé de los ejércitos» (1 Sm 1,11), hizo honor a su sobrenombre
y aportó con gusto su capacidad de estratega y su divina e invencible violencia
en cuanta batalla libró —y que casi siempre provocó— su pueblo, comenzando
la cosa belicosa, tal como ya se dijo, desde el mismo momento en que los
israelitas salieron de Egipto de la mano de Moisés.
Un relato muy glorificado, el de la conquista de Jericó, aporta una
magnífica pincelada de color sobre el gusto divino por las masacres totales.
Durante el asedio de esa ciudad, las hordas de Josué, siguiendo las órdenes y
estrategia que Dios le dio a éste (Jos 6,2-5), traspasaron las murallas y
masacraron todo lo que se movía:
Apenas oyó el pueblo el sonido de la trompeta, lanzó el gran grito de
guerra y la muralla se derrumbó. El pueblo entró en la ciudad [Jericó], cada uno
por el lugar que tenía al frente y se apoderaron de la ciudad. Siguiendo el
anatema, se masacró a todo lo que vivía en la ciudad: hombres y mujeres,
niños y viejos, incluso a los bueyes, corderos y burros (Jos 6,20-21).
Esta querencia por el asesinato masivo también la manifestó con creces el
bueno del rey David —del que ya se ha mostrado en varios apartados su
absoluta falta de escrúpulos y de ética, incluso para proveerse de esposas—un
monarca que, tres mil años antes de que lo hiciese Bush hijo, ya practicaba el
genocidio preventivo bajo consejo de Dios:
David y sus hombres hicieron incursiones contra los guesuritas, los
guergueseos y los amalecitas: esas tribus ocupan la región que se extiende
desde Telam en dirección a Sur y al Egipto. David devastó el territorio; no
dejaba a nadie con vida, ni hombre ni mujer; les quitaba las ovejas, los bueyes,
los burros, los camellos y todas sus prendas de vestir (...) David no dejaba
hombre ni mujer con vida, para no tener que llevarlos a Gat, pues decía: «No
sea que hablen contra nosotros y nos denuncien a los filisteos». Así actuó
David mientras vivió entre los filisteos (1 Sm 27,8-11).
Muy cauto ese varón de Dios que obró en todo momento según le indicó el
Altísimo, tal como lo reconoció éste por propia voz al elogiarle su fidelidad:
Como mi servidor David, quien cumplía mis mandamientos, caminaba con
todo su corazón siguiéndome, y hacía lo que es recto a mis ojos» (1 Re 14,8).
Matar inocentes en masa y por si acaso, además de expoliar todos sus bienes,
era bueno a los ojos de Dios. Vaya, pues que santa Lucía le conserve la vista.
El dios de la Biblia —ese dios que jamás daba señales de vida cuando
alguno de sus varones escogidos asesinaba a uno o a miles, robaba,
saqueaba, o violaba a una mujer— siempre tenía el oído presto a las
invocaciones que requerían de sus servicios bélicos, un oficio en el que,
obviamente, «Yavé de los ejércitos» no tuvo rival.
Cuando, pongamos por caso, el rey Asa (o Asá) de Judá vio que tenía las
de perder ante el ejército del etíope Zerac (o Zéraj), que le doblaba en número,
recurrió a Dios y éste se avino inmediatamente a facilitar la muerte de un millón
de. hombres —etíopes, claro— y el expolio desmedido de cuanta ciudad cayó
bajo la espada de los hebreos.
Asá invocó a Yavé su Dios, y dijo: «Oh, Yavé, puedes ayudar al desvalido
como al poderoso. ¡Ayúdanos, pues, Yavé Dios nuestro, porque en ti nos
apoyamos, en tu nombre marchamos contra esta inmensa muchedumbre!
Yavé, tú eres nuestro Dios: ¡No prevalezca contra ti hombre alguno!».
Yavé derrotó a los etíopes ante Asá y los hombres de Judá; y los etíopes
se pusieron en fuga. Asá y la gente que estaba con él los persiguieron hasta
Guerar y cayeron de los etíopes hasta no quedar uno vivo, pues fueron
destrozados delante de Yavé y su campamento; y se recogió un botín inmenso.
Se apoderaron de todas las ciudades, alrededor de Guerar, pues el terror de
Yavé pesaba sobre ellos y saquearon las ciudades, pues había en ellas gran
botín. Asimismo atacaron las tiendas donde se recogían los ganados,
capturando gran cantidad de ovejas y camellos. Después se volvieron a
Jerusalén (2 Cr 14,10-14). De una tacada, Dios, por medio de Asa, liquidó a un
millón de varones —según cuenta la crónica, claro, que las cifras bíblicas suelen ser tan fieles a la realidad como lo son sus estupendos relatos—, y
suma y sigue.
Unos versículos más allá, Dios escuchó complaciente el SOS del rey
Josafat, hijo de Asa, que cayó preso del pánico cuando se enteró de que «una
gran muchedumbre de gente del otro lado del mar de Edom», hombres de
Moab y de Amón, se aprestaba a presentarle batalla. El rey, falto de toda
valentía pero sobrado de fe, le pidió a Dios que hiciese la guerra por él y éste,
recurriendo a su conocida estrategia de convertir en idiotas a los enemigos,
logró exterminar a todo el ejército sin que su pueblo tuviese siquiera que
disparar una flecha.
Josafat tuvo miedo y consultó a Yavé, ordenando un ayuno a todo Judá.
Los judíos se reunieron para suplicar a Yavé y, de todas las ciudades de Judá,
llegaron para rogar a Yavé [para luchar no había quién, pero para rezar había
cola].
Entonces Josafat se puso de pie en medio de la asamblea de Judá en
Jerusalén, en la Casa de Yavé, delante del patio nuevo. Dijo: «Yavé, Dios de
nuestros padres, ¿no eres tú Dios en el cielo y no dominas tú en todos los
reinos de las naciones? En tu mano está el poder y la fortaleza sin que nadie
pueda resistirte (...) Pero mira a los hijos de Amón, de Moab y del norte de Seír,
adonde no dejaste entrar a Israel cuando salían de la tierra de Egipto, y por
orden tuya Israel se apartó de ellos sin destruirlos. Ahora nos pagan viniendo a
echarnos de la heredad que tú nos has dado. Oh, Dios nuestro, ¿no harás
justicia con ellos? Pues nosotros no tenemos fuerza para hacer frente a esta
gran multitud que viene contra nosotros y no sabemos qué hacer. Pero
nuestros ojos se vuelven a ti». (...)
Entonces en medio de la asamblea vino el Espíritu de Yavé sobre Jazaziel
[hijo de Zacarías, un oficial de Josafat comisionado para enseñar «la Ley»] (...)
y dijo: «Atiende, pueblo de Judá entero y habitantes de Jerusalén, y tú, oh, rey
Josafat. Esto les dice Yavé: No teman ni se asusten ante esta gran
muchedumbre; porque esta guerra no es de ustedes, sino de Yavé [la cosa
estaba clara para Dios, era «su» guerra; Dios contra un ejército humano;
desigual e injusto].
»Bajen contra ellos mañana; ellos van a subir por la cuesta de Sis, de
manera que los encontrarán al extremo del torrente, junto al desierto de Jeruel.
No tendrán que pelear en este lugar sino que se quedarán quietos y verán la
salvación de Yavé sobre ustedes, oh, Judá y Jerusalén. No teman ni se
acobarden, salgan mañana al encuentro de ellos pues Yavé estará con
ustedes» (...)
Al día siguiente se levantaron temprano y salieron al desierto de Tecoa.
Mientras iban saliendo, Josafat, puesto en pie, dijo: «Escuchen, Judá y
habitantes de Jerusalén, tengan confianza en Yavé su Dios y estarán seguros,
tengan confianza en sus profetas y triunfarán». Después, habiendo conversado
con el pueblo, dispuso a los cantores de Yavé y a los salmistas que marcharían
al frente de las tropas vestidos de ornamentos sagrados: «Alaben a Yavé
porque es eterno su amor» [y oportuna su belicosidad... ya que Dios se
encargó de ganar la guerra él solo].
En el momento en que comenzaron las aclamaciones y las alabanzas,
Yavé preparó una trampa en que cayeron los hijos de Amón, los de Moab y los
del monte Seír que habían venido para atacar a Judá. Pues los amonitas y los
moabitas se echaron sobre los habitantes de los cerros de Seír para destruirlos
y acabar con ellos; y cuando acabaron con ellos, se mataron unos a otros [la
escena fue gloriosa: los israelitas rezaron y, al punto, Dios idiotizó a los
enemigos y se mataron entre sí (excepto, quizá, el último que quedó con vida,
que debió suicidarse)].
Cuando los de Judá llegaron a la cumbre desde donde se divisa el
desierto, vieron todo el campo cubierto de cadáveres sin que uno solo hubiera
quedado con vida. Entonces Josafat con todo su ejército llegaron para recoger
los despojos y hallaron gran cantidad de ganado, vestidos y objetos preciosos.
Fue tanto el botín, que tres días no fueron suficientes para juntarlo todo, y no
sabían cómo llevarlo [los de Josafat, con la bendición de Dios, no sólo fueron
unos perfectos cobardes, sino unos auténticos buitres, pero ¿qué varón
piadoso dejaría de expoliar la riqueza de los muertos? Ninguno, al menos en la
Biblia].
Al cuarto día se reunieron en el valle de Beraká. Por eso se llama aquel
lugar valle de Beraká, que significa bendición, hasta el día de hoy, pues allí los
bendijo Yavé. Después, todos los hombres de Judá y de Jerusalén, con Josafat
al frente, regresaron con gran alegría a Jerusalén, porque Yavé los había
colmado de gozo a expensas de sus enemigos (2 Cr 20,3-27).
Una «gran muchedumbre de gente» destripada en medio del desierto
gracias a Dios y expoliada a causa de la voracidad de los hebreos de Josafat, y
los del pueblo elegido felices como unas Pascuas, claro está... aunque Dios les
reservará algunas masacres para consumo interno...
Después de esto, Josafat, rey de Judá, se alió con Ocozías, rey de Israel,
que hacía el mal [esto es, que no desterró el culto de Baal de su reino]. Se
asoció con él para construir barcos que hicieran viajes a Tarsis y fabricaron los
barcos en Asiongaber [Esión Guéber]. Entonces Eliezer, hijo de Bodavías, de
Maresá, profetizó contra Josafat, diciendo: «Porque te has aliado con Ocozías,
Yavé ha destruido tus proyectos. En efecto, las naves fueron destrozadas y no
llegaron a Tarsis» (2 Cr 20,35-37). Las tripulaciones de esos barcos hundidos
sumaron más muertos inocentes a la cuenta personal de Dios; y el rey Ocozías
y su estirpe fueron exterminados por Jehú, el traidor sanguinario que Dios eligió
expresamente para aniquilar todo el linaje de la casa de Ajab (véase el
apartado 9.3).
En otra campaña bélica contra Judá, en el año 701 a. C., en este caso
comandada por Senaquerib, rey de Asur, los judíos, bajo el mando de su rey
Ezequías, se aprestaron a defenderse del asedio contra la ciudad de Jerusalén
con ánimo militar (2 Cr 32,2-8)
—todo lo contrario que el cobarde de Josafat y su gente—, pero Dios,
presumiblemente irritado al serle cuestionada por Senaquerib su capacidad
protectora, se tomó la guerra como cosa personal y liquidó sin más preámbulos
toda la capacidad militar de los de Asur:
En esta situación, el rey Ezequías y el profeta Isaías, hijo de Amós, oraron
y clamaron al cielo. Y Yavé envió un ángel [obsérvese que, a menudo, cuando
un exterminio debía perpetrarse cuerpo a cuerpo, Dios encargaba la masacre a
uno de sus ángeles... quizá por estética narrativa] que exterminó a todos los
mejores guerreros de su ejército, a los príncipes y a los jefes que había en el
campamento del rey de Asur. Éste volvió a su tierra con gran vergüenza y al
entrar a la casa de su dios, allí mismo, sus propios hijos lo mataron a espada
[la palabra de Dios no pierde jamás ocasión para humillar y convertir en bestias
sanguinarias a los enemigos de su pueblo]. Así salvó Yavé a Ezequías y a los
habitantes de Jerusalén de la mano de Senaquerib, rey de Asur, y de la mano
de todos sus enemigos, y les dio paz por todos lados (2 Cr 32,20-22).
Pero en el 587 a. C., poco más de un siglo después de la cruenta y
desigual guerra librada por Dios al exterminar al ejército de Asur en favor del
rey judío Ezequías, la voluntad divina cambió radicalmente de bando y se
volvió en contra de su pueblo, haciendo que desapareciese el reino de Judá,
que fue pasado a espada y expoliado por las tropas de Nabucodonosor, que
también esclavizó a los supervivientes, incluido su último monarca Sedecías.
[Sedecías] Hizo el mal a los ojos de Yavé, su Dios, y no se humilló ante el
profeta Jeremías que le hablaba en nombre de Yavé. También él se rebeló
contra el rey Nabucodonosor que le había hecho jurar por Dios; se porfió y se
obstinó en su corazón, en vez de volverse a Yavé, su Dios de Israel. Del mismo
modo todos los jefes, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades,
según todas las costumbres abominables de las naciones paganas, y
mancharon la Casa de Yavé, que él se había consagrado en Jerusalén.
Yavé, el Dios de sus padres, les enviaba desde el principio avisos por
medio de mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su Morada.
Pero ellos maltrataron a los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y
se burlaron de sus profetas, hasta que estalló la ira de Yavé contra su pueblo y
ya no hubo remedio.
Entonces hizo subir contra ellos al rey de los caldeos, que mató a espada
a los mejores hasta dentro de su santuario, sin perdonar a joven ni a virgen, a
viejo ni a canoso; a todos los entregó Dios en su mano [al Altísimo le daba igual
que la masacre fuese en pueblo ajeno o en el propio, la cuestión era que,
obedeciendo a su sagrada voluntad, se pasase a espada a todo bicho viviente].
Todos los objetos de la Casa de Dios, grandes y pequeños, los tesoros de
la Casa de Yavé y los tesoros del rey y de sus jefes, todo se lo llevó a
Babilonia. Incendiaron la Casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén,
prendieron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos los objetos
preciosos. Y a los que escaparon de la espada, los llevó prisioneros a
Babilonia, donde fueron esclavos de él y de sus hijos hasta que se estableciera
el reino de los persas. Así se cumplió la palabra de Yavé, por boca de
Jeremías: «Hasta que el país haya pagado sus sábados, quedará desolado y
descansará todos los días hasta que se cumplan los setenta años» (2 Cr 36,1221).
La muy celebrada intervención personal y directa de Dios en las masacres,
exterminios, carnicerías y expolios que, a mayor gloria de su pueblo y como
prueba de su supremacía divina, quedó acreditada a lo largo de los primeros y
fundamentales libros de la Biblia, no cayó en saco roto, y los profetas, en sus
visiones —que a menudo tienen estructuras delirantes—, le siguieron
asignando al Altísimo un rol de verdugo sin piedad.
Entre las muchas parrafadas terribles sobre castigos divinos, proferidas
por los profetas bíblicos, nos quedaremos, como ejemplo de estilo, con la visión
que proclamó haber tenido Ezequiel:
El año sexto, el día quinto del sexto mes, estaba sentado en mi casa y los
ancianos de Judá estaban sentados frente a mí. Entonces la mano de Yavé se
posó sobre mí. Miré, era una forma humana; por debajo de la cintura no era
más que fuego, y de la cintura para arriba era como un metal incandescente.
Extendió lo que podía ser una mano y me agarró por los cabellos:
inmediatamente el Espíritu me levantó entre el cielo y la tierra. Me llevó a
Jerusalén en una visión divina hasta la entrada de la puerta que mira al norte,
allí donde está el ídolo que provoca los celos del Señor (...)
Me dijo: «¿Hijo de hombre, has visto todos los horrores que comete aquí la
casa de Israel para echarme de mi Santuario? Pero todavía verás algo peor
aún» (...) Entonces me dijo: «Viste, hijo de hombre, ¿no les basta a la casa de
Judá con hacer aquí tantas cosas escandalosas? ¿Van a seguir enojándome?
Pero esta vez se les pasó la medida, voy a actuar con furor, no los perdonaré y
mi ojo será inclemente» (Ez 8,1-18).
Gritó con todas sus fuerzas en mis oídos: «¡Castigos de la ciudad,
acérquense! ¡Que cada uno lleve en la mano su instrumento de muerte!».
Aparecen entonces seis hombres desde el lado de la Puerta Alta, que mira al
norte: cada cual lleva en la mano un instrumento de muerte, y en medio de
ellos veo a un hombre con un traje de lino (...) e inmediatamente la Gloria del
Dios de Israel, que hasta entonces descansaba sobre los querubines, se eleva
en dirección a la puerta del Templo. Llama al hombre con traje de lino, que
lleva en su cintura una tablilla de escriba, y le dice: «Recorre Jerusalén, marca
con una cruz en la frente a los hombres que se lamentan y que gimen por todas
esas prácticas escandalosas que se realizan en esta ciudad».
Luego, dice a los otros, de manera que yo lo entienda: «Recorran la ciudad
detrás de él y maten. No perdonen a nadie, que su ojo no tenga piedad. Viejos,
jóvenes, muchachas, niños y mujeres, mátenlos hasta acabar con ellos. Pero
no tocarán a los que tienen la cruz. Comenzarán por mi Santuario». Comienzan
pues con la gente que se encontraba delante del Templo. Porque les había
dicho: «Llenen los patios de cadáveres, el Templo quedará manchado con
ellos; luego salgan y maten en la ciudad» (Ez 9,1-7). El dios bíblico no podía dejar de ser terrible, cruel y despiadado ni dentro
de una visión onírica: «No perdonen a nadie... mátenlos hasta acabar con
ellos... llenen los patios de cadáveres...», dijo Ezequiel que le oyó ordenar a
Dios; cosa que debe de ser cierta, ya que, tal como obliga a creer la Iglesia:
«Todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, en todas sus partes, son
sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu
Santo, tienen a Dios como autor».
Canónicos y de autoría divina son también —aunque sólo para católicos y
ortodoxos— los dos libros de Macabeos, que relatan, básicamente, las
heroicidades de una familia de machos judíos, preñados de fe y de
nacionalismo, guerreando contra unos y otros. También entre esos versículos
enardecidos se hizo aparecer a Dios como autor de muchas y sacras
matanzas. Así, por ejemplo:
Al mismo tiempo, los idumeos que poseían fortalezas bien ubicadas no
dejaban de molestar a los judíos (...) Macabeo y sus hombres hicieron
rogativas públicas. Le pidieron a Dios que se pusiera de su lado y luego se
lanzaron al ataque de las fortalezas de los idumeos. En medio de un violento
combate se adueñaron de esas posiciones, después de haber hecho retroceder
a todos los que combatían en las murallas. Luego degollaron a cuantos caían
en sus manos, matando al menos a veinte mil [eso sí que era degollar al por
mayor].
Nueve mil se habían refugiado en dos torres bien fortificadas y provistas de
todo lo necesario para resistir un sitio. Macabeo dejó allí a Simón y a José,
como también a Zaqueo y a sus compañeros, en número suficiente para
mantener el asedio y él partió a combatir a donde era más urgente. Pero los
hombres de Simón, por amor al dinero, se dejaron sobornar por algunos de los
que estaban en las torres; dejaron escapar un cierto número por setenta mil
dracmas. En cuanto se enteró Macabeo (...) Mandó ejecutar a esos traidores y
se apoderó luego de las dos torres. Tuvo pleno éxito con las armas en la mano
y dio muerte en esas dos fortalezas a más de veinte mil hombres [obsérvese
que la palabra de Dios acababa de decir que eran nueve mil los refugiados en
esas dos torres; en esa época, la reproducción debía de ser vertiginosa].
Mientras tanto Timoteo, que había sido vencido anteriormente por los
judíos, regresó. Había reclutado numerosas tropas extranjeras, entre ellas una
numerosa caballería que venía de Asia, y pensaba apoderarse de Judea por
las armas. Cuando se aproximaba, Macabeo y sus hombres se vistieron de
saco para suplicarle a Dios y se echaron polvo en la cabeza. Se postraron al
pie del altar, pidiendo al Señor que les demostrara su bondad, haciéndose el
enemigo de sus enemigos y el adversario de sus adversarios, tal como la Ley
lo dice. Terminada su oración, tomaron sus armas y avanzaron bastante lejos
de la ciudad. Cuando llegaron cerca del enemigo, tomaron posiciones (...)
En lo mejor de la refriega, los enemigos vieron que venían del cielo cinco
hombres magníficamente montados en caballos con riendas de oro, que
avanzaban al frente de los judíos. Pusieron a Macabeo en medio de ellos, y
protegiéndolo con sus armaduras lo volvían invulnerable [todo esto era cosa de
Dios, obviamente, que volvía a cabalgar y guerrear con los suyos]. Al mismo
tiempo lanzaban a los enemigos flechas y rayos, y éstos, enceguecidos y
aterrorizados, salían huyendo para todas partes. Murieron veinte mil quinientos
y seiscientos de caballería [y ya llevamos más de sesenta mil cadáveres en tan
sólo quince versículos de nada].
Timoteo (...) se refugió en una plaza llamada Gazara, una importante
fortaleza (...) Llenos de entusiasmo, Macabeo y sus hombres sitiaron la
fortaleza (...) Al inicio del quinto día, veinte jóvenes del ejército de Macabeo,
furiosos por esas blasfemias, se lanzaron contra la muralla con gran valentía y
golpearon salvajemente. a todos los que cayeron en sus manos. Los otros
atacaron también a los sitiados tomándolos por la espalda y prendieron fuego a
las torres; encendieron hogueras, donde fueron quemados vivos los que habían
blasfemado. Otros rompieron las puertas y le abrieron un boquete al resto del
ejército, que se apoderó de la ciudad. A Timoteo, que se había escondido en
una cisterna, lo degollaron junto con su hermano Quereas y Apolofane. Cuando
terminaron, bendijeron al Señor con himnos y cantos de acción de gracias,
porque acababa de conceder a Israel un gran favor al otorgarle la victoria (2
Mac 10,15-38).
Tras un reiterativo y nada religioso paseo por un sinfín de guerras,
masacres y degüellos variopintos, la épica bíblica de los hermanos Macabeo,
que dejó a Judea como los chorros del oro y en posición de firmes ante Dios,
se puso la guinda cuando Judas [Macabeo] mandó colgar en la ciudadela la
cabeza de Nicanor como una prueba evidente para todos de la ayuda del
Señor (2 Mac 15,35).
Con el general sirio Nicanor —al que odiaban y que etiquetaron como «ese
tres veces criminal de Nicanor, que había convocado a mil mercaderes para
efectuar la venta de los judíos» (2 Mac 8,34)— se habían liado a palos
versículo sí y otro también, aunque Dios estuvo en todo momento dando el
callo junto a Macabeo y su gente:
Efectuó [Judas Macabeo] la lectura del Libro Santo, y dando como
consigna «Auxilio de Dios», encabezó el primer destacamento y atacó a
Nicanor. El Dueño del universo fue a ayudarlo: mataron a más de nueve mil
enemigos, hirieron y mutilaron a la mayor parte de los hombres de Nicanor y
los hicieron huir. Juntaron el dinero de los que habían ido a comprarlos [a los
judíos, a quienes Nicanor quería vender como esclavos] y persiguieron
bastante lejos al enemigo, pero debieron detenerse porque les faltó tiempo.
Como empezaba la víspera del sábado, dejaron de perseguirlos (2 Mac 8,2326).
Pero Nicanor, malo entre los malos, resurgiría de las cenizas con un
ejército todavía más espectacular, cosa que obligó a Judas Macabeo a implorar
la colaboración militar de Dios para dar la batalla final:
Macabeo vio delante de sí a esa muchedumbre, la variedad de sus armas
y el terrible aspecto de sus elefantes. Entonces alzó sus manos al Cielo e
invocó al Señor que realiza prodigios, pues sabía muy bien que no son las
armas, sino su voluntad, la que consigue la victoria a los que son dignos.
Pronunció esta oración: «Tú, Soberano, enviaste a tu ángel en tiempos de
Ezequías, rey de Judá, e hizo perecer a más de ciento ochenta y cinco mil
hombres en el ejército de Senaquerib. Ahora, pues, Soberano de los Cielos,
envía a tu buen ángel delante de nosotros para que siembre el pánico y el
terror. ¡Que tus poderosos golpes dejen aterrorizados a los que atacan a tu
pueblo santo profiriendo blasfemias!». Así acabó su oración.
La gente de Nicanor avanzó al son de trompetas y cuernos; Judas y sus
hombres, por su parte, entraron al combate con invocaciones y plegarias.
Combatían con sus manos, pero con todo su corazón oraban a Dios;
entusiasmados por la manifestación de Dios [aquí no se cuenta cómo se
manifestó, pero estuvo en el frente, sí, señor], derribaron a no menos de treinta
y cinco mil hombres. Cuando terminó la batalla y volvían todos felices,
reconocieron a Nicanor, que estaba caído con su armadura (2 Mac 15,21-28).
Después de tanta guerra, con las retinas del lector todavía rebosantes de
cadáveres, cobrados como piezas de caza y expuestos para mayor gloria de
Dios y de su pueblo, el redactor de Macabeos dio por finalizada su contribución
a la historia de la humanidad:
Si la composición ha sido buena y acertada, eso era lo que quería. Si ha
sido pobre y mediocre, era todo lo que pude hacer. Así como no es bueno
tomar vino solo o agua pura, siendo que el vino mezclado con agua es
agradable y da mucho gusto, así también la bella disposición del relato encanta
a los oídos de los que leen la obra. Aquí pongo punto final (2 Mac 15,38-39).
Beber agua pura es malo, pero exterminar en masa y degollar con
entusiasmo es gloria bendita y «una prueba evidente para todos de la ayuda
del Señor» (2 Mac 15,35).
Corría el año del Señor de 164 a. C. —fecha de la nueva consagración del
altar del templo de Jerusalén— y, afortunadamente, el estilo de literatura y de
dios que harían fortuna de cara al Nuevo Testamento iban a ser
sustancialmente diferentes... aunque la mentalidad fanática, xenófoba, violenta
y genocida que imprimió Dios en el Antiguo Testamento no ha desaparecido
jamás del horizonte cotidiano de una buena parte de quienes dicen ser sus
fieles seguidores. Quizá porque esas conductas terribles son profundamente
humanas, tan humanas como lo es ese Dios veterotestamentario que
acabamos de explorar a través de su palabra sagrada, eterna e inmutable.
LAS MALDICIONES DE DIOS A SU PUEBLO... ¡QUE TODAVÍA ESTÁN
VIGENTES!
Una de las maneras eficaces para poder conocer la mentalidad de
cualquier personaje es analizar la calidad de todo aquello que desea o postula
para los demás. En el caso de Dios, este trabajo se simplifica bastante, ya que
él mismo tuvo a bien dejarnos para la posteridad un par de listados que
detallan los males que infligirá a su pueblo, por propia mano, en caso de que se
aparten de la obediencia y sumisión totales a sus designios.
Cualquier lector (creyente), medianamente sensato, se sonreirá al darse
cuenta de la dirección por la que le conducirá este apartado. Sin duda pensará
que los textos que reproduciremos son una antigualla metafórica, trasnochada
y caducada. Razón no le falta, ni mucho menos, pero resulta que quienes le
marcan la ortodoxia de lo que debe creerse o no son muy claros y
contundentes en este aspecto, tal como ya se dijo en el capítulo 1 y resumimos
aquí:
«La santa madre Iglesia, fiel a la base de los apóstoles, reconoce que
todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, en todas sus partes, son
sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu
Santo, tienen a Dios como autor (...) En la composición de los libros sagrados,
Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y
talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos
autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería (...) los libros
sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo
consignar en dichos libros para salvación nuestra (...) El Antiguo Testamento es
una parte de la Sagrada Escritura de la que no se puede prescindir. Sus libros
son libros divinamente inspirados y conservan un valor permanente (cf DV 14),
porque la Antigua Alianza no ha sido revocada».
Si «la Antigua Alianza no ha sido revocada», resulta obvio que todavía
siguen vigentes las condiciones que Dios, a modo de cláusulas resolutivas e
indemnizatorias, impuso —y Moisés aceptó en nombre de todos— a fin de
poder mantenerse apoyando y beneficiando a sus creyentes.
Esas cláusulas indemnizatorias, que penalizan el incumplimiento
contractual con Dios mediante la imposición de todo tipo de sufrimientos —
limitados a lo personal y terrenal, que Dios, al parecer, desconocía entonces la
existencia de una vida eterna tras la muerte ¡y sus excelentes posibilidades
para torturar sin límite!—, están a disposición de toda la parroquia en las
páginas de dos libros bíblicos fundamentales, Levítico y Deuteronomio.
El catálogo minucioso de las maldiciones de Dios que, a través de su
palabra eterna, nos dejó escrito en el Levítico (Lv 26,14-38) es el siguiente:
Pero si no me escuchan, si no cumplen todo eso; si desprecian mis
normas y rechazan mis leyes; si no hacen caso de todos mis mandamientos y
rompen mi alianza, entonces miren lo que haré yo con ustedes.
Mandaré sobre ustedes el terror, la peste y la fiebre; sus ojos se debilitarán
y su salud irá en desmedro. Ustedes sembrarán en vano la semilla, pues se la
comerán los enemigos.
Me volveré contra ustedes y serán derrotados ante el enemigo; ustedes no
resistirán a sus adversarios y huirán sin que nadie los persiga.
Si ni aun así me obedecen, les devolveré siete veces más por sus
pecados.
Quebrantaré su orgullosa fuerza; haré que el cielo sea de hierro para
ustedes y la tierra de bronce.
Sus esfuerzos se perderán, su tierra no dará sus productos ni los árboles
darán sus frutos.
Y si siguen enfrentándose conmigo en vez de escucharme, les devolveré
siete veces más por sus pecados.
Soltaré contra ustedes la fiera salvaje, que les devorará sus hijos,
exterminará los ganados y los reducirá a unos pocos, de modo que nadie ya
ande por los caminos de su país.
Si aun con esto no cambian su actitud respecto a mí y siguen
desafiándome, también yo me enfrentaré con ustedes y les devolveré yo mismo
siete veces más por sus pecados; traeré sobre ustedes la espada vengadora
de mi alianza. Se refugiarán entonces en sus ciudades, pero yo enviaré la
peste en medio de ustedes y serán entregados en manos del enemigo.
Yo les quitaré el pan, hasta el punto que diez mujeres cocerán todo su pan
en un solo horno, y se lo darán tan medido que no se podrán saciar.
Si con esto no me obedecen y siguen haciéndome la contra, yo me
enfrentaré con ustedes con ira y les devolveré siete veces más por sus
pecados: ¡ustedes llegarán a comer la carne de sus hijos e hijas!
Destruiré sus santuarios altos, demoleré sus monumentos, amontonaré
sus cadáveres sobre los cadáveres de sus sucios ídolos y les tendré asco.
Reduciré a escombros sus ciudades y devastaré sus santuarios, no me
agradará más el perfume de sus sacrificios.
Yo devastaré la tierra de tal modo que sus mismos enemigos quedarán
admirados y asombrados cuando vengan a ocuparla.
A ustedes los desparramaré entre las ciudades y naciones; y los
perseguiré con la espada. Sus tierras serán arruinadas y quedarán desiertas
sus ciudades.
Entonces la tierra gozará de sus descansos sabáticos durante todo el
tiempo que sea arruinada, mientras estén ustedes en tierra de enemigos. La
tierra descansará y gozará sus sábados; y mientras esté abandonada,
descansará por lo que no pudo descansar en sus sábados, cuando ustedes
habitaban en ella.
A los que queden de ustedes les infundiré pánico en sus corazones en el
país de sus enemigos; el ruido de una hoja que cae los hará huir como quien
huye de la espada y caerán sin que nadie los persiga.
Se atropellarán unos a otros como delante de la espada, aunque nadie los
persiga. No se podrán tener en pie ante el enemigo.
Perecerán en tierra de paganos y desaparecerán en el país de sus
enemigos.
Los que de ustedes sobrevivan se pudrirán en país enemigo por causa de
su maldad y por las maldades de sus padres unidas que se les pegaron (...) A
pesar de todo, no los despreciaré cuando estén en tierra enemiga; no los
aborreceré hasta su total exterminio ni anularé mi alianza con ellos, porque yo
soy Yavé, su Dios (...)
Estas son las normas, leyes e instrucciones que Yavé estableció entre Él y
los hijos de Israel en el monte Sinaí, por medio de Moisés (Lv 26,14-46).
El catálogo pormenorizado de las maldiciones de Dios que, mediante su
palabra sagrada e inmutable, protocolizó el Deuteronomio (Dt 28,15-69) es el
siguiente:
Pero si no obedeces la voz de Yavé, tu Dios, y no pones en práctica todos
sus mandamientos y normas que hoy te prescribo, vendrán sobre ti todas estas
maldiciones:
Maldito serás en la ciudad y en el campo. Maldita será tu canasta de frutos
y tu reserva de pan. Maldito el fruto de tus entrañas y el fruto de tus tierras, los
partos de tus vacas y las crías de tus ovejas. Maldito serás cuando salgas y
maldito también cuando vuelvas.
Yavé mandará la desgracia, la derrota y el susto sobre todo lo que tus
manos toquen, hasta que seas exterminado, y perecerás en poco tiempo por
las malas acciones que cometiste, traicionando a Yavé.
Él hará que se te pegue la peste hasta que desaparezcas de este país
que, hoy, pasa a ser tuyo. Yavé te castigará con tuberculosis, fiebre,
inflamación, quemaduras, tizón y roya del trigo, que te perseguirán hasta que
mueras. El cielo que te cubre se volverá de bronce, y la tierra que pisas, de
hierro. En vez de lluvia, Yavé te mandará cenizas y polvo, que caerán del cielo
hasta que te hayan barrido. Yavé hará que seas derrotado por tus enemigos.
Por un camino irás a pelear en su contra y por siete caminos huirás de ellos. Al
verte se horrorizarán todos los pueblos de la tierra. Tu cadáver servirá de
comida a todas las aves del cielo y a todas las bestias de la tierra, sin que
nadie las corra.
Te herirá Yavé con las úlceras y plagas de Egipto, con tumores, sarna y
tiña, de las que no podrás sanar. Te castigará Yavé con la locura, la ceguera y
la pérdida de los sentidos. Andarás a tientas en pleno mediodía, como anda el
ciego en la oscuridad, y fracasarás en tus empresas. Siempre serás un hombre
oprimido y despojado, sin que nadie salga en tu defensa.
Tendrás una prometida y otro hombre la hará suya. Edificarás una casa y
no la podrás habitar. Plantarás una viña y no comerás sus uvas. Tu buey será
sacrificado delante de ti y no comerás de él. Ante tus ojos te robarán tu burro y
no te lo devolverán, tus ovejas serán entregadas a tus enemigos y nadie te
defenderá. Tus hijos y tus hijas serán entregados a pueblos extranjeros y
enfermarás con tanto mirar hacia ellos, pero no podrás hacer nada. El fruto de
tus campos, todos tus esfuerzos, los comerá un pueblo que no conoces y tú no
serás más que un explotado y oprimido toda la vida. Te volverás loco por lo que
veas.
Yavé te herirá con úlceras malignísimas en las rodillas y en las piernas, de
las que no podrás sanar, desde la planta de los pies hasta la coronilla de tu
cabeza. Yavé te llevará a ti y al rey que tú hayas elegido a una nación que ni tú
ni tus padres conocían, y allí servirás a otros dioses de piedra y de madera.
Andarás perdido, siendo el juguete y la burla de todos los pueblos donde Yavé
te llevará.
Echarás en tus campos mucha semilla y será muy poco lo que coseches,
porque la langosta lo devorará. Plantarás una viña y la cultivarás, pero no
beberás vino ni comerás uvas, porque los gusanos la roerán. Tendrás olivos
por todo tu territorio, pero no te darán ni siquiera aceite con que ungirte, porque
se caerán las aceitunas y se pudrirán. Tendrás hijos e hijas, pero no serán para
ti, porque se los llevarán cautivos. Todos los árboles y frutos de tu tierra serán
atacados por los insectos. El forastero que vive contigo se hará cada día más
rico, y tú cada día serás más pobre. Él te prestará y tú tendrás que pedir
prestado; él estará a la cabeza y tú a la cola.
Todas estas maldiciones caerán sobre ti, te perseguirán y oprimirán hasta
que hayas sido eliminado, porque no escuchaste la voz de Yavé, tu Dios, ni
guardaste sus mandamientos ni las normas que te ordenó. Se apegarán a ti y a
tus descendientes para siempre y serán una señal asombrosa a la vista de
todos.
Por no haber servido con gozo y alegría de corazón a Yavé, tu Dios,
cuando nada te faltaba, servirás con hambre, sed, falta de ropa y toda clase de
miseria a los enemigos que Yavé enviará contra ti. Ellos pondrán sobre tu
cuello un yugo de hierro hasta que te destruyan del todo.
Yavé hará venir contra ti de un país remoto, como un vuelo de águila, a un
pueblo cuya lengua no entenderás. Ese pueblo cruel no tendrá respeto por el
anciano ni compasión del niño. Devorará las crías de tus ganados y los frutos
de tus cosechas, para que así perezcas, pues no te dejará trigo, ni vino, ni
aceite, ni las crías de tus vacas y de tus ovejas, hasta acabar contigo. Te
asediarán en todas tus ciudades, hasta que caigan en todo tu país las murallas
más altas y fortificadas en las que tú ponías tu confianza. Quedarás sitiado
dentro de tus ciudades en todo el país que te da Yavé, tu Dios.
Te comerás el fruto de tus entrañas, la carne de tus hijas e hijos que te
haya dado Yavé, en el asedio y angustia a que te reducirá tu enemigo. El
hombre más refinado de tu pueblo se esconderá de su hermano e incluso de su
esposa y de los hijos que le queden, negándose a compartir con ellos la carne
de los hijos que se estará comiendo, porque nada le quedará durante el asedio
y la angustia a que tu enemigo te reducirá en todas tus ciudades.
La mujer más tierna y delicada de tu pueblo, tan delicada y tierna que
hacía ademanes para posar en tierra la planta de su pie, se esconderá del
hombre que se acuesta con ella, e incluso de su hijo o de su hija, mientras
come la placenta salida de su seno y a los hijos que dio a luz, por falta de todo
otro alimento, cuando tu enemigo te sitie en tus ciudades y te reduzca a la más
extrema miseria.
Si no guardas ni pones en práctica las palabras de esta Ley tales como
están escritas en este libro, y no temes a ese Nombre glorioso y terrible, a
Yavé, tu Dios, él te castigará, a ti y a tus descendientes, con plagas
asombrosas, plagas grandes y duraderas, enfermedades malignas e
incurables.
Hará caer sobre ti todas las plagas de Egipto, a las que tanto miedo tenías;
y se apegarán a ti. Más todavía, todas las enfermedades y plagas que no se
mencionan en este libro de la Ley, te las mandará Yavé hasta aniquilarte.
Por no haber obedecido a la voz de Yavé, tu Dios, no quedarán más que
unos pocos de ustedes, que eran tan numerosos como las estrellas del cielo.
Sucederá, pues, que de la misma manera que Yavé se complacía en hacerles
el bien y en multiplicarlos, así se complacerá en perseguirlos y destruirlos.
Serán arrancados de la tierra en la que entran para conquistarla.
Yavé te dispersará entre todos los pueblos, de un extremo a otro de la
tierra, y allí servirás a otros dioses, de madera y de piedra, que ni tú ni tus
padres han conocido. En aquellas naciones no encontrarás paz ni estabilidad.
Yavé te dará allí un corazón cobarde, atemorizado e inquieto de día y de
noche. Tu vida estará ante ti como pendiente de un hilo y andarás asustado de
noche y de día. Por la mañana dirás: «¡Ojalá fuera ya de noche!», y por la
noche dirás: «¡Ojalá estuviéramos ya a la mañana!», a causa del miedo que
estremecerá tu corazón, al contemplar lo que verán tus ojos.
Yavé te volverá a llevar a Egipto por tierra y por mar, a pesar de que te
dijo: «No volverás a verlos». Allí ustedes querrán venderse a sus enemigos
como esclavo y como sirvientas, pero no habrá comprador. Estas son las
palabras de la Alianza que Yavé mandó a Moisés ratificar con los hijos de Israel
en el país de Moab, además de la que hizo con ellos en el Horeb (Dt 28,15-69).
Este Dios, que se deleitó perpetrando personalmente y/o dejando cometer
lo que en este libro hemos recordado —siguiendo fiel mente las propias
palabras del Altísimo fijadas en la Biblia— y que no se priva de anunciar a su
parroquia que «se complacerá en perseguirlos y destruirlos» (Dt 28,63),
mediante los sufrimientos —terrenales, que no post mórtem— más rebuscados,
en caso de desobedecerle, ha sido y sigue siendo el faro que ilumina a buena
parte de la humanidad.
Da que pensar, ¿verdad?Anexo. Cuadro de hechos notables de la historia de Israel y
Judá y época de redacción de los textos más importantes del
Antiguo Testamento
Época (a. Hechos y personajes notables de la
Textos del Antiguo Testamento
C.)
historia hebrea
c
1728Salida de Abraham de Ur (Caldea).
1686
Instalación de los hebreos en
c 1500
Palestina.
Emigración a Egipto con Jacob (inicio
c siglo XVI
época de esclavitud).
c siglo XIII Éxodo de Egipto guiados por Moisés.
c siglo XIII Unión de las doce tribus de Israel.
Inicio de hostilidades con los pueblos
c siglo XII
del mar (filisteos, etc.).
c
1150
(inicio
Época de los jueces (Débora, Gedeón,
Partes básicas de Moisés y Josué.
época
Sansón, etc.).
Jueces)
Los filisteos se apoderan del Arca y
c 1050
destruyen Sión.
c
1050Juez Samuel.
1020
c
1020
(inicio
Rey Saúl (1020-1010). Inicio de un
periodo de libertad para Israel.
época
Reyes)
Rey David. Época de máxima
Samuel, Rut, primeros Salmos,
1010-970 expansión
de
Israel.
Jerusalén
Josué y Jueces.
deviene la capital.
Recopilación
de
las
antiguas
Rey Salomón. Construcción del primer
tradiciones yahvista y elohísta en
970-930
Templo de Jerusalén.
Génesis, Éxodo, Levítico y Números.
Disturbios en Israel y reinado de
930-910
Jeroboam I. En Judá reina Roboam.
Escisión de los reinos de Israel y
922
Judá.
Joram reina en Israel. Los profetas
Elias y Eliseo dirigen un levantamiento
852-841
contra Joram e incitan a Jehú a
asesinarle.
Reinado de Jeroboam II en Israel y
Azarías en Judá. Profetas Amós,
782-751
Isaías y Miqueas en Judá y Oseas en
Israel y Judá.
721
El asirio Sargón II devasta Israel y 715-696
696-641
639-609
597
587
539
448-400
deporta a sus habitantes,
Reinado de Ezequías en Judá.
Redacción de la fuente sacerdotal
Profetas Isaías y Miqueas. Reforma
(en Gén, Ex, Lev y Núm)
religiosa.
Reinado de Manasés. Reacción contra
el profeta Isaías.
Josías rey de Judá. Profetas Sofonías,
Deuteronomio (La ed.), Josué, I y II
Habacuc, Jeremías y Baruc. Reforma
Jueces, I y II Reyes y Jeremías.
religiosa (621).
Toma
de
Jerusalén
por
Nabucodonosor
y
primeras
deportaciones de hebreos.
Segunda toma de Jerusalén. Fin del
Deuteronomio (2.a ed.), Jeremías,
reino de Judá e inicio de la época de
deutero
Isaías,
Lamentaciones,
exilio en Babilonia y Egipto. Profetas
Baruc, Ezequiel y Salmos.
Ezequiel y Daniel.
Ciro II ordena repatriar objetos
sagrados a Jerusalén y permite la
construcción del segundo Templo
(538-515). Darío I pone fin al exilio
(520). Profetas Joel, Ageo, Zacarías y
Malaquías.
Esdras, Nehemías, Rut, Cantar de
Esdras llega a Jerusalén para
los cantares. Unión de las 4 fuentes
recomponer la Ley. Fundación del
bíblicas
(yahvista,
elohísta,
judaísmo. Nehemías, sátrapa de Judá,
sacerdotal y deuteronómica) para
emprende reformas en Jerusalén y
componer
el
Pentateuco
reconstruye su Templo (445).
judeocristiano actual.
350
Judea se
autónomo.
336-325
Alejandro Magno se apodera de Judea
320
167
63
convierte
en
estado
Esdras,
Nehemías,
Proverbios,
Crónicas, Job, Joel y Ester.
La dinastía ptolemaica (Egipto) se Salmos y Eclesiastés. Traducción del
hace cargo del gobierno de Judea. hebreo al griego de la Biblia, "B. de
Proceso de helenización de Judea.
los Setenta" (c 287-246).
Antíoco IV prohibe la observancia de
la Ley mosaica. La rebelión de la
familia sacerdotal de los Macabeos
Salmos, Daniel, Macabeos y Judit.
(166-164) la restablece y da paso a un
estado
judío
relativamente
independiente.
Pompeyo asienta el poder romano de
Sabiduría.
Jerusalén
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