La Biblia es un completísimo catálogo de
castigos brutales aplicados sobre
aquellos, personas o pueblos, a quienes
Dios, exultante de sagrada ira,
consideró
culpables de vulnerar alguno de sus
mandatos. Su justicia, tal como
ya se ha
visto, fue sui géneris, puesto que dejó
sin castigo a grandes criminales
y a
lamentables delincuentes —que gozaron
de su protección y bendición—, al
tiempo
que masacró a incontables millares de
inocentes y, en el mejor de los
casos,
castigó a descendientes por errores o
delitos cometidos por sus padres
o
abuelos:
Y Él [Dios] pasó delante de
Moisés diciendo con voz fuerte: «Yavé,
Yavé
es un Dios misericordioso y
clemente, tardo a la cólera y rico en amor
y en
fidelidad. Él mantiene su
benevolencia por mil generaciones y
soporta la falta,
la rebeldía y el pecado
[todo el Antiguo Testamento demuestra
fehacientemente justo lo contrario], pero
nunca los deja sin castigo; pues por la
falta de los padres pide cuentas a sus
hijos y nietos hasta la tercera y la cuarta
generación» (Ex 34,6-7). Ésta es la
justicia divina, el padre se beneficia del
delito cometido sin la menor sanción y el
hijo o el nieto, totalmente ajenos e
inocentes, pagan el pato con creces.
Pero siendo tales conductas algo
abusivas —aunque Dios sabrá, claro—,
parece incluso peor leer en algunos
relatos bíblicos cómo Dios castigó
terriblemente a muchos inocentes a
causa de que sus jefes cumplieron con
lo
que Dios les había ordenado
previamente, o se comportaron tal como
sus
mandatos exigían.
Tres historias muy
diferentes nos ayudarán a conocer mejor
este aspecto
de Dios.
DIOS ARRASÓ A SU PUEBLO CON LA
PESTE PARA CASTIGAR AL REY
DAVID...
¡POR HABER CUMPLIDO SIN CHISTAR
UNA ORDEN DIVINA!
El rey David fue diligente en hacer lo que
Dios le ordenó, esto es, censar a
su
pueblo, pero de buenas a primeras el
Altísimo lo tomó a mal y ¡masacró al
pueblo censado!, que no tuvo ni arte ni
parte en la cosa. Nos lo cuenta con
claridad meridiana el 2 Libro de Samuel:
De nuevo se encendió contra Israel la
cólera de Yavé, quien impulsó a
David a
causar su desgracia. «Anda —le dijo—, y
haz el censo de Israel y
Judá» [es la
propia palabra de Dios la que confirma
que obligó al rey a causar
la desgracia de
su pueblo].
El rey dijo a Joab, el jefe del
ejército, que estaba con él: «Recorre
todas las
tribus de Israel desde Dan hasta
Bersebá. Cuenta al pueblo, así sabré
cuántos
son». Joab dijo al rey: «(...) ¿
Pero por qué el rey mi señor quiere tal
cosa?».
Pero como la palabra del rey era
una orden para Joab y los jefes del
ejército,
salió de la casa del rey junto con
los jefes del ejército para ir a hacer el
censo
de la población de Israel (...)
Recorrieron pues todo el país y
regresaron a Jerusalén al cabo de nueve
meses y veinte días. Joab le entregó al
rey el número exacto de la población:
Israel contaba con ochocientos mil
hombres de armas capaces de manejar
la
espada, y Judá, con quinientos mil.
Pero en seguida el corazón de David se
puso a palpitar; ¡había censado al
pueblo!
[usted perdone, ¿y dónde está el
problema?]. Le dijo a Yavé: «Cometí
un
grandísimo pecado. Perdona, Yavé,
ahora, el pecado de tu servidor: actué
como un tonto» [¿pecado? ¡Pero si hace
unos pocos versículos que Dios le
ordenó que hiciese el censo!].
Al día
siguiente, mientras David se levantaba,
la palabra de Yavé fue
dirigida al profeta
Gad, el vidente de David [si Dios le había
dado directamente
a David la orden de
censar al pueblo, ¿por qué ahora usaba
un intermediario?]:
«Ve a transmitir a
David esta palabra de Yavé: "Te
propongo tres cosas, elige
una y la
llevaré a cabo"».
Gad se presentó ante
David y le dijo: «¿Qué elegirías: tres años
de
hambruna en todo el país, tres meses
huyendo de un enemigo que te persigue,
o tres días de peste en el país? Piénsalo,
tú me dirás qué respuesta debo llevar
al
que me envió». David dijo a Gad: «Estoy
en un gran aprieto, pero es mejor
para
nosotros caer en las manos de Yavé,
porque él es rico en misericordia,
antes
que caer en manos de los hombres»
[Dios sería rico en misericordia,
pero
también era infinitamente cicatero en su
administración].
Y David escogió la peste.
Era el tiempo de la cosecha del trigo, y
Yavé
envió la peste a Israel desde esa
mañana hasta el plazo fijado. El flagelo
golpeó al pueblo y murieron setenta mil
hombres desde Dan hasta Bersebá [y
suma y sigue el listado de cientos de
miles de muertos inocentes por acto
injusto, cuando no mero capricho, de
Dios].
El ángel exterminador extendió su
mano hacia Jerusalén, pero Yavé se
arrepintió del mal y dijo al ángel
exterminador: «¡Detente! ¡Retira tu
mano!». El
ángel de Yavé estaba en ese
momento cerca de la era de Arauna el
jebuseo.
Cuando David vio al ángel que
castigaba a la población, se volvió hacia
Yavé y le dijo: «Yo pequé, yo cometí esa
gran falta, pero ¿qué hizo el rebaño?
Que
tu mano se abata sólo sobre mí y la casa
de mi padre» [pero no, Dios
suele preferir
lo teatral, la gran masacre de inocentes
antes que el castigo de
algún culpable...
que, en este caso, sólo era el propio
Dios].
Ese día el profeta Gad fue a ver a
David y le dijo: «Sube y levanta un altar
a
Yavé en la era de Arauna el jebuseo» (...)
David levantó allí un altar a Yavé y
ofreció
en él holocaustos y sacrificios de
comunión. Entonces Yavé tuvo piedad
de
Israel y se apartó la peste de Israel» (2
Sm 24,1-25).
Genial: Dios, encolerizado de
nuevo contra su pueblo, le ordenó a
David
que lo censara; él lo hizo (en contra
del criterio de sus generales), aunque
resulta que, por algún motivo misterioso,
la cosa era pecado muy gordo y,
claro,
merecedora de castigo divino. Pero en
lugar de sancionarse Dios a sí
mismo por
haber forzado el delito, o darle unos
azotes al rey David por ser tan
patéticamente crédulo con el primero
que le hablase desde el cielo, Dios se
decantó por asesinar a decenas de miles
de ciudadanos totalmente inocentes.
El
relato bíblico citado dejó tan claro que
Dios fue el único responsable de
tamaña
canallada que, posteriormente, cuando
se redactó el libro 1 de
Crónicas (c 400 a.
C.), algún listo quiso enmendarle la plana
a Dios —y, de
paso, lavarle algo la cara—
y ni corto ni perezoso, al contar la misma
historia,
se sacó de la manga el versículo
siguiente:
Satanás se levantó contra
Israel e incitó a David a hacer el censo de
Israel
(1 Cr 21,1).
Pero no, no fue ningún
satan —ni ángel, ni Satanás (que en
tiempos de
David todavía no había sido
inventado)— quien incitó el censo y
asesinó a
muchos miles de inocentes,
sino que fue el propio Dios, tal como él
mismo nos
dejó escrito mediante su
palabra verdadera y eterna.
La palabra de
Dios evidencia aquí su enseñanza:
donde hay patrón no
manda marinero y, a
mayor gloria del jefe, la marinería debe
cargar siempre
con las culpas y errores
del patrón.
DIOS DISPUSO LA LAPIDACIÓN DE ACÁN
Y DE SU FAMILIA POR
QUEDARSE CON
ALGUNOS BIENES HALLADOS EN LOS
RESTOS DE
JERICÓ, ¡UNA CIUDAD
MASACRADA POR ORDEN DIVINA!
El enunciado de este capítulo puede
parecer una contradicción en sí
mismo,
pero no, no lo es. Sólo relata una
salvajada. Una más.
Tras el asalto y
destrucción de la ciudad de Jericó por
las hordas de Josué,
una masacre
ordenada y posibilitada por Dios —tal
como ya vimos
anteriormente—, que,
además, también condenó al anatema, al
exterminio sin
piedad, a todos los seres
vivos y bienes de la ciudad, uno de los
participantes,
el pobre Acán, sucumbió al
deseo de quedarse para sí un manto y
varias
piezas de oro y plata halladas entre
las ruinas de la ciudad.
El desliz de Acán
desató la cólera de Dios que no se había
saciado todavía
con el asesinato de
todos los habitantes de Jericó—y el
Altísimo, ni corto ni
perezoso, abandonó
la protección que le daba a su pueblo
para que pudiese
masacrar impunemente
a cuanta población se le cruzase, hizo
morir a unos
tres mil de los suyos y,
finalmente, instó la lapidación de Acán y
de toda su
familia, así como la
destrucción de todos sus bienes. Así se
las gastaba Dios, y
así lo cuenta su
palabra inspirada en el libro de Josué.
Los israelitas cometieron una grave
infidelidad a propósito del anatema.
Acán,
hijo de Carmí, hijo de Zabdi, hijo de Zerá,
de la tribu de Judá, tomó cosas
prohibidas por el anatema, y estalló la
cólera de Yavé contra los israelitas.
Desde Jericó, Josué envió hombres a Aí,
que está al lado de Betaven, al
este de
Betel (...) Subieron más o menos tres mil
hombres del pueblo, pero los
habitantes
de Aí los rechazaron. La gente de Aí les
mataron como treinta y seis
hombres y
luego los persiguieron desde la puerta de
la ciudad hasta Sebarim.
En la bajada los
masacraron. Presa del miedo, el pueblo
se desanimó (...)
Josué dijo entonces: «¡
Ay! ¡Señor Yavé! ¿Para qué hiciste que
este pueblo
atravesara el Jordán? ¿Fue
acaso para entregarnos en manos de los
amoreos
y hacernos morir? ¿Por qué no
nos quedamos mejor al otro lado del
Jordán?
Señor, Israel ha vuelto la espalda
frente a sus enemigos: ¿qué puedo decir
ahora? Los cananeos y todos los
habitantes de este país lo van a saber,
nos
cercarán y borrarán nuestro nombre
de este país. ¿Qué vas a hacer por el
honor de tu gran nombre?» [un gran
pueblo, ese de Dios; a la que éste no les
hacía el trabajo sucio y les daba la
victoria, lloriqueaban en el suelo como
tortugas poniendo huevos.
Debe
recordarse que Josué ya
había
asesinado, sin el menor
remordimiento ni piedad, a miles de
habitantes en las
ciudades que invadió...
y también asesinará a los doce mil que
vivían en Aí, la
ciudad que ahora había
rechazado su ataque invasor].
Yavé
respondió a Josué: «¡Levántate! ¿Por
qué estás ahí tirado con el
rostro en
tierra? Israel pecó, fue infiel a la Alianza
que le prescribí. Tomaron
objetos
prohibidos por el anatema, los robaron,
mintieron y los escondieron en
el
equipaje (...) Ya no estaré más con ellos
mientras no quiten el anatema de
entre
ustedes [obsérvese que Dios propició la
masacre de los tres mil hombres
de
Josué sabiendo perfectamente que el
anatema, quien incumplió su
aplicación,
fue un solo hombre].
Pues bien, vas a
santificar a los israelitas. Les dirás:
«Santifíquense para
mañana, porque esto
dice Yavé, el Dios de Israel (...) Por eso
comparecerán
mañana por tribus. La
tribu que retenga Yavé comparecerá por
familias, la
familia que retenga Yavé
comparecerá por casas, y la casa que
retengas Yavé
comparecerá por cabezas.
El que haya sido designado será
quemado en la
hoguera con todo lo que
le pertenezca, porque fue infiel a la
Alianza de Yavé y
cometió un crimen en
Israel».
Al día siguiente, Josué se levantó
muy de madrugada e hizo que
compareciera Israel. Fue retenida la tribu
de Judá (...) y fue retenida la familia
de
Zerá (...) y fue retenida la casa de Zabdi
(...) y fue retenido Acán (...)
Acán
respondió a Josué: «Es cierto, pequé
contra Yavé, el Dios de Israel,
y esto fue
lo que hice: En medio de los despojos
[de la ciudad de Jericó,
arrasada por
orden de Dios y de la mano de Josué] vi
un hermoso manto de
Chinear,
doscientas piezas de plata y un lingote
de oro que pesaba cincuenta
siclos. Cedí
a la tentación y los tomé. Están ocultos
en el suelo en el centro de
mi tienda y la
plata está debajo» (...)
Lo sacaron
entonces de la tienda y lo llevaron a
donde estaba Josué con
todo Israel. Y lo
depositaron todo delante de Yavé. Josué
y todo Israel tomaron
a Acán hijo de Zerá,
con la plata, el manto, el lingote de oro,
los hijos y las hijas
de Acán junto con sus
bueyes, sus burros, sus ovejas, su
tienda y todo lo que
le pertenecía, y los
llevaron al valle de Acor. Entonces Josué
le dijo: «¿Por qué
atrajiste la desgracia
sobre nosotros? Que Yavé, hoy día, te
traspase a ti la
desgracia». Y todo Israel
lo apedreó. Los quemaron en la hoguera
y los
apedrearon (...) y Yavé se apaciguó
del ardor de su cólera (Jos 7,1-26).
Hermoso ejemplo, sí señor. Josué y su
horda de asesinos protegidos de
Dios se
pasearon por versículos y más
versículos bíblicos matando a miles de
inocentes y robando impunemente sus
riquezas, pero cuando uno de sus
hombres se quedó con un cachito del
botín que pertenecía a Dios, es decir, al
clero, el Altísimo se levantó en cólera,
propició que los de Aí matasen a tres mil
hebreos —en defensa propia, que esto
ya es bien raro en la Biblia— y, al no
considerarlo suficiente castigo, Dios
organizó el juicio antes descrito y, en
cumplimiento de su ley, fueron
asesinados los «hijos y las hijas de
Acán» y
quemados junto a su ganado «y
todo lo que le pertenecía», una partida
de
bienes en la que ni siquiera se tuvo la
decencia de citar a su esposa o
esposas,
pero ya se conoce la afición que
le tenía el pueblo de Dios a la lapidación
de
mujeres casadas, y seguro que no se
libraron.
Consuela y tranquiliza saber que,
tal como el propio Dios le había
confesado a Moisés, «Yavé, Yavé es un
Dios misericordioso y clemente, tardo
a la
cólera y rico en amor y en fidelidad» (Ex
34,6). Una gran verdad esta, pues
de
haber sido un dios malvado, seguro que
Acán hubiese tenido que pagar
previamente las piedras con las que
fueron lapidados y la leña con la
quefueron quemados. Pero eso no
ocurrió, ya que Dios sólo dispuso el
asesinato
de todos los miembros
(absolutamente inocentes) de la familia
de Acán.
Clemencia divina en estado
puro.
La palabra de Dios evidencia aquí
su enseñanza: a grandes delitos,
grandes
perdones (caso de Josué), pero cuando
son los grandes delincuentes
quienes
mandan, hace falta imponer castigos
ejemplares a los pequeños
transgresores
(caso de Acán)... no vaya a ser que éstos
acaben
comportándose como sus jefes.
DIOS HIZO MORIR A UN PROFETA QUE SE
NEGÓ A DARLE UNA PALIZA
A OTRO
PROFETA
Esta historia parece algo estúpida y
kafkiana, pero tal como la inspiró Dios
en
el 1 Libro de Reyes así la reproducimos:
En ese mismo momento un hermano
profeta decía a su compañero por
orden
de Yavé: «¡Pégame!». Pero el otro no
quiso pegarle. Entonces le dijo:
«Ya que
no hiciste caso a la voz de Yavé, te
atacará un león después que me
hayas
dejado». Se fue, lo pilló un león y lo mató
[los avezados en leer la Biblia
ya saben
que ese felino justiciero sólo pudo
enviarlo Dios, al igual que poco
antes
había enviado otro león para liquidar a
otro profeta (1 Re 13,24) que, en
ese
caso, había sido engañado por otro
colega, que le habló en nombre de
Dios
—y éste, claro, sólo mató al que fue
llevado a engaño, no al que le
mintió—,¡
vaya panda la de esos profetas!].
El
profeta fue a buscar a otro compañero
[el clan debía ser numeroso] y le
dijo: «¡
Pégame!». El hombre comenzó a pegarle
y lo dejó herido. Entonces el
hermano
profeta fue a ponerse por donde debía
pasar el rey; se había
disfrazado con un
pañuelo en los ojos [¿y para qué
necesitaba la paliza ese
tipo si todo lo
que hizo fue disfrazarse con un
pañuelo?].Cuando pasaba el rey, le gritó:
«Llegué al campo de batalla justo
cuando
otro se retiraba. Me encargó a un
prisionero diciéndome: "Vigila bien a este
hombre, porque si se escapa pagarás
con tu vida o me darás un talento de
plata". Pues bien, mientras estaba
ocupado en una y otra cosa, el
prisionero
desapareció». El rey de Israel
le respondió: «¡Tú mismo has
pronunciado tu
sentencia!».
Inmediatamente el profeta se quitó el
pañuelo que tenía sobre los ojos y el
rey
de Israel lo reconoció como uno de los
profetas [¡acabáramos!, que lo de la
paliza debía de ser para aparentar que
venía de guerrear; quería sangre de
verdad, nada de atrezo y maquillaje].
Entonces dijo al rey: «Escucha esta
palabra de Yavé: "Como dejaste que
escapara el hombre [el rey de Siria] que
yo había condenado al anatema [a ser
asesinado], tu vida pagará por la suya, y
tu pueblo por su pueblo"». El rey de
Israel se fue muy desmoralizado y de
muy
mal humor [no había para menos];
regresó a su casa en Samaría (1 Re
20,3543).
Ya en casa, el rey de Israel se
encaprichó de la viña de Nabot, pero
éste
no se la quiso vender y la reina,
Jezabel, hizo que le lapidaran para que
Ajab
se la apropiara. A Dios no le gustó la
maniobra, y entró en cólera por enésima
vez, aunque ahora a través del profeta
Elías.
Ajab dijo a Elías: «¡Me pillaste,
enemigo mío!». Elías le respondió: «Sí, te
pillé, porque te vendiste para hacer lo
que es malo a los ojos de Yavé: "Yo
acarrearé sobre ti la desgracia. Barreré
todo tras de ti, haré que desaparezcan
todos los varones de la casa de Ajab, ya
sean esclavos o ya sean hombres
libres
en Israel. Ya que provocaste mi cólera e
hiciste pecar a Israel, trataré a tu
casa
como a la casa de Jeroboam (...)».
También hubo una palabra de Yavé
respecto a Jezabel: «Los perros se
comerán a Jezabel al pie del muro de
Jezrael. Aquel de la casa de Ajab que
muera en la ciudad será devorado por
los
perros, y el que muera en el campo será
comido por los pájaros del cielo»
(...)
Al oír
las palabras de Elías, Ajab rasgó su ropa,
se vistió de saco y ayunó;
dormía con el
saco puesto y andaba cabizbajo [muy
listo el pájaro este; sin ser
católico, ya
sabía que aparentando arrepentimiento
puede lograrse un buen
descuento en el
precio a pagar por el pecado].
Entonces
se le dirigió a Elías de Tisbé una palabra
de Yavé: «¿Te has
fijado como Ajab ha
hecho penitencia en mi presencia? Ya
que ha hecho
penitencia ante mí, no le
haré sobrevenir la desgracia durante su
vida, sino que
acarrearé la desgracia a su
casa durante la vida de su hijo [¿¡!?]» (1
Re 21,2029).
Dios, de nuevo, dejó sin
sanción al delincuente y reservó el
castigo para
aplicárselo a su hijo, que
nada tenía que ver con el crimen
paterno. A estas
alturas, ya no queda la
menor duda de que la idea que tenía Dios
de la justicia
era absurda, inicua, terrible e
inaceptable. La palabra de Dios
evidencia aquí su
enseñanza: la
obediencia debe ser ciega e irracional, la
hipocresía, muda y
alevosa.
Gracias por el texto Javier
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