La Biblia es prolija en buenas enseñanzas para sus lectores. En este
capítulo se verá algunos ejemplos en los que Dios premió, y más que
generosamente, a quienes traicionaron a sus pueblos, provocando su masacre,
o perpetraron asesinatos de manera pérfida y brutal.
Es paradigmática la historia de la ramera Rahab, de Jericó, que vendió a
toda su ciudad a las hordas de Dios, comandadas por Josué, a cambio de
salvar la vida mientras todos los habitantes de Jericó eran asesinados. Un caso
idéntico al de un anónimo, cobarde y traidor ciudadano de Betel que también
entregó a su ciudad al exterminio y fue igualmente premiado por Dios.
Pero cuando se trata de aprender del ejemplo de asesinos taimados,
crueles y, por supuesto, maestros de la traición, la palabra de Dios nos dejó
sobrada y detallada inspiración en algunos casos que gozaron de toda su
complacencia y colaboración, ya que fueron homicidios cometidos a mayor
gloria de Dios y de su pueblo elegido.
Entre los héroes bíblicos en materia de asesinatos selectivos
destacaremos aquí historias tan constructivas como la de Ehud, que mató a
Eglón, rey de Moab, de forma traicionera y harto humillante; la de Yael, que
faltó al deber de hospitalidad y amistad y le clavó una estaca en la cabeza a
Sísara —jefe del ejército de la coalición cananea del rey Yabín— mientras
dormía; o la de Judit, la viuda que se disfrazó de vendepatrias ligona a fin de
colarse en el dormitorio del general babilonio Holofernes y cortarle la cabeza
mientras yacía totalmente borracho.
En fin, una excelente literatura para alimentar el alma de los creyentes...
SALVARON A LA RAMERA QUE TRAICIONÓ A LA CIUDAD DE JERICÓ,
PERO PASARON A CUCHILLO A TODOS LOS DEMÁS HABITANTES
La historia nos la dejó escrita Dios en el libro de Josué —uno de los textos
más sangrientos de la Biblia, especialmente en su primera mitad—, cuando nos
presenta a este caudillo hebreo preparando la destrucción de la entonces gran
y civilizada ciudad amurallada de Jericó.
Josué es aclamado todavía hoy por los cristianos como el sucesor de
Moisés en la misión profética encargada por Dios, y se le tiene por un modelo
de obediencia y fidelidad a la ley de Dios, pero sus aventuras guerreras de la
mano de Dios le presentan más bien como a un sanguinario sin escrúpulos ni
límites.
Veamos ahora como Josué, siguiendo el mandato de Dios, ordenó
asesinar a todos los habitantes de Jericó... excepto a la ramera que traicionó a
los suyos.
Josué, hijo de Nun, despachó desde Sitim secretamente a dos espías. Les
dijo: «¡Vayan! Observen bien el terreno y la ciudad de Jericó». Después de
recorrer su camino, entraron en casa de una prostituta que se llamaba Rahab;
allí pasaron la noche [edificante ejemplo: lo primero que hicieron los hombres
de Josué fue acudir a la ramera del pueblo].
Le avisaron al rey de Jericó: «Unos hombres israelitas llegaron aquí, han
venido para observar el terreno» [parece que el contraespionaje ya estaba
inventado en Jericó]. Entonces el rey de Jericó mandó a decir a Rahab: «Haz
que salgan esos hombres que se han alojado en tu casa, pues han venido para
informarse de nuestro territorio». Pero la mujer escondió a los hombres y
respondió: «Esos hombres que llegaron a mi casa se fueron al caer la noche,
cuando se cierra la puerta de la ciudad, y no sé para dónde partieron. Si
ustedes salen inmediatamente en su persecución, tal vez los atrapen». En
realidad, los había hecho subir a su terraza y los había escondido bajo unos
atados de lino que tenía allí [Rahab, la ramera, era, además, una embustera y
una traidora a su rey y a su pueblo; un perfil muy del agrado de Dios, tal como
ya se ha visto y seguiremos viendo].
La gente se lanzó en su persecución en dirección al Jordán, hacia el lado
de los vados, y apenas salieron, se cerró la puerta de la ciudad.
Todavía no se habían acostado los dos hombres, cuando ella los fue a ver
en la terraza. Les dijo: «Sé que Yavé les ha entregado este país [genial: Dios
se lo había comunicado a una ramera pero no al rey, que hubiese podido rendir
la ciudad y evitar la masacre de todos sus habitantes... aunque eso no hubiese
tenido la misma gracia bíblica que una buena carnicería de inocentes]; han
sembrado el pánico en medio de nosotros y toda la gente de este país está
atemorizada con ustedes. Nos han dicho de qué manera Yavé secó ante
ustedes el mar de los Juncos cuando salían de Egipto, y lo que ustedes
hicieron a los dos reyes de los amo-reos al otro lado del Jordán, a Sijón y a Og, a los que condenaron al anatema [asesinato]. Cuando lo supimos se nos paró
el corazón y al verlos acercarse todo el mundo está ahora lleno de miedo,
porque Yavé su Dios es Dios tanto arriba en los cielos como abajo en la tierra.
Pero ya que les he hecho un favor, júrenme por Yavé que también ustedes
harán un favor a la casa de mi padre, y dejen que vivan mi padre, mi madre,
mis hermanos, mis hermanas y todo lo que les pertenece. Líbrennos de la
muerte [Rahab era una profesional, obviamente, y no prestaba ningún servicio
sin cobrar un buen precio por él].
Los hombres respondieron: «Te lo juramos por nuestras propias cabezas;
con tal que tú no reveles nuestra conversación, te trataremos con bondad y
fidelidad cuando Yavé nos entregue este país». Los ayudó a bajar por la
ventana, porque su casa estaba construida junto a la muralla. Les dijo: «Huyan
a los cerros para que no los encuentren los que los persiguen. Quédense allí
escondidos tres días, hasta que regresen los que los persiguen, luego sigan su
camino». Los hombres le dijeron: «Respetaremos el juramento que te hemos
hecho» (Jos 2,1-17).
Ya en el campamento, los espías relataron a Josué la situación de la
ciudad y el pacto con la ramera traidora, cosas que, claro, agradaron tanto al
caudillo hebreo como a Dios, según se ve:
“Yavé dijo a Josué: «Hoy día te voy a engrandecer en presencia de todo
Israel y sabrán que estoy contigo así como estuve con Moisés. Y tú darás esta
orden a los sacerdotes que transportan el Arca de la Alianza (...) Escojan doce
hombres, uno para cada una de las tribus de Israel. Y apenas la planta de los
pies de los sacerdotes que transportan el Arca de Yavé, el Señor de toda la
tierra, haya tocado las aguas del Jordán, las aguas del Jordán que vienen de
río arriba se detendrán» (...)
Era el tiempo de la cosecha y el Jordán
desbordaba por todas sus orillas. Pues bien, apenas llegaron al Jordán los que
llevaban el Arca, y apenas tocaron el agua los pies de los sacerdotes que
transportaban el Arca, el caudal que bajaba de arriba se detuvo y se amontonó
a una gran distancia, a la altura de Adán, el pueblo vecino de Sartán. Durante
ese tiempo las aguas que bajaban al mar de la Araba, el Mar Salado, se
derramaron porque habían sido cortadas [¿en qué quedamos, el caudal se
amontonó o se derramó?], de tal manera que el pueblo atravesó frente a Jericó.
Los sacerdotes que transportaban el Arca de la Alianza de Yavé se
mantuvieron inmóviles en seco, en medio del Jordán, hasta que la nación
terminó de atravesarlo. Israel pasó por un camino seco (Jos 3,7-17).
Tras este nuevo milagro, surgido de la estrategia militar de Dios —y similar
al prodigio anterior usado por el dios bíblico para separar las aguas de un mar
que se cerró a traición sobre los desprevenidos y engañados egipcios que
perseguían a Moisés forzados por Dios—, Josué tuvo un encuentro en la
segunda fase (la de invasión):
Estando Josué cerca de Jericó, levantó la vista y vio a un hombre de pie
delante de él, con una espada desenvainada en la mano. Josué fue donde él y
le dijo: «¿Estás en favor nuestro o de nuestros enemigos?» [una pregunta
perspicaz, ¡pardiez! sobre todo si se le hace a un desconocido que anda con la espada en la mano]. Respondió: «Soy el jefe del ejército de Yavé, y acabo de
llegar» [¿de dónde?]. Entonces Josué cayó con el rostro en tierra y se postró.
Luego le dijo: «¿Qué dice mi Señor a su servidor?» (Jos 5,13-14).
Tras recibir las oportunas instrucciones de Dios, Josué ordenó, entre otras
cosillas, que debía darse siete vueltas en procesión alrededor de los muros de
Jericó, un trabajo que se tomaron sin prisa, aunque sin pausa.
A la séptima vez, cuando los sacerdotes tocaban la trompeta, Josué dijo al
pueblo: «¡Lancen el grito de guerra! ¡Yavé les entrega la ciudad! La ciudad con
todo lo que hay en ella será condenada al anatema [destrucción total], en honor
de Yavé. Sólo se salvará Rahab, la prostituta, con todos los que estén con ella
en su casa. En cuanto a ustedes, cuídense de tomar lo que ha sido condenado
al anatema, no sea que ustedes mismos se vuelvan anatema y atraigan la
desgracia sobre el campamento de Israel. Toda la plata y todo el oro, todos los
objetos de bronce y de hierro serán consagrados a Yavé e ingresarán al tesoro
de Yavé.
[Muy agudo el santo varón: advirtió que moriría cualquiera que se
quedase con algo de la ciudad, pero exigió que el oro, plata y objetos de metal
fuesen a parar al bolsillo del clero... que Dios, ayer como hoy, no se llevaba a
su casa nada de lo que sus siervos dicen administrar en su nombre.]
El pueblo lanzó entonces el grito de guerra y resonó la trompeta. Apenas
oyó el pueblo el sonido de la trompeta, lanzó el gran grito de guerra y la muralla
se derrumbó. El pueblo entró en la ciudad, cada uno por el lugar que tenía al
frente y se apoderaron de la ciudad.
Siguiendo el anatema, se masacró a todo lo que vivía en la ciudad:
hombres y mujeres, niños y viejos [según lo ordenó y legisló el mismísimo Dios
(Lv 27,28-29)], incluso a los bueyes, corderos y burros.
Josué dijo a los dos hombres que habían espiado el país: «Entren en la
casa de la prostituta y saquen a esa mujer con todo lo que le pertenece, como
se lo juraron». Los jóvenes que habían sido enviados en reconocimiento
entraron y sacaron a Rahab, a su padre, su madre y sus hermanos, con todas
sus pertenencias. Instalaron a toda la familia fuera del campamento de Israel.
Luego prendieron fuego a la ciudad y a todo lo que había en ella. Pero
depositaron en el tesoro de la Casa de Yavé la plata, el oro como también los
objetos de bronce o de hierro.
Josué dejó con vida a Rahab la prostituta y a la familia de su padre con
todo lo que le pertenecía. Esta ha vivido en Israel hasta el día de hoy, porque
ocultó a los espías que Josué había enviado para que exploraran Jericó (...)
Yavé estaba con Josué y su fama se extendió por todo el país (Jos 6,16-27).
También en esta narración bíblica puede verse que alcanzaron la protección y favor de Dios quienes peor se comportaron, esto es, la ramera traidora a su pueblo, que salvó vida, familia y bienes a costa de las vidas y destrucción de todo su pueblo, y Josué y su gente, que, guiados por Dios, asesinaron a todos los habitantes de Jericó y robaron todos sus objetos valiosos. ¿Qué ejemplo a seguir quiso darles Dios, a los estudiantes bíblicos de hoy, cuando decidió dejarles tan inspiradas y divinas palabras? Por si hubiere alguien incapaz de aprender nada del caso de la ramera Rahab y de la rentabilidad que proporciona la traición, Dios repitió la misma lección en otro libro bíblico y con un ejemplo similar: La gente de la casa de José emprendió una expedición contra Betel y Yavé estuvo con ellos. Instalaron su campamento frente a Betel (la ciudad se llamaba antes Luz). Los espías vieron a un hombre que salía de la ciudad y le dijeron: «Muéstranos por dónde se puede entrar a la ciudad y te perdonaremos la vida». Les mostró entonces cómo entrar en la ciudad. La pasaron a cuchillo, pero dejaron libre a ese hombre con toda su familia. El hombre se fue al territorio de los hititas y allí construyó una ciudad que se llamó Luz (y ese es el nombre que tiene todavía hoy) (Jue 1,22-26). Este anónimo colaborador de los planes de Dios no tenía un burdel como Rahab, sólo era un cobarde y un traidor, pero el premio a una conducta infame, que permitió que los hebreos de Dios asesinasen a todo su pueblo, fue el de enriquecerse construyendo una nueva ciudad a la que, ironía divina, puso el mismo nombre que tenía la que su felonía lanzó a la destrucción. La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: no importa cuál sea la conducta, no es grave mentir ni traicionar, ni que por actos cobardes se pierdan incontables vidas; sólo importa, a fin de obtener una buena recompensa, que se sepa elegir bien a los nuevos aliados antes de traicionar a la gente propia.
También en esta narración bíblica puede verse que alcanzaron la protección y favor de Dios quienes peor se comportaron, esto es, la ramera traidora a su pueblo, que salvó vida, familia y bienes a costa de las vidas y destrucción de todo su pueblo, y Josué y su gente, que, guiados por Dios, asesinaron a todos los habitantes de Jericó y robaron todos sus objetos valiosos. ¿Qué ejemplo a seguir quiso darles Dios, a los estudiantes bíblicos de hoy, cuando decidió dejarles tan inspiradas y divinas palabras? Por si hubiere alguien incapaz de aprender nada del caso de la ramera Rahab y de la rentabilidad que proporciona la traición, Dios repitió la misma lección en otro libro bíblico y con un ejemplo similar: La gente de la casa de José emprendió una expedición contra Betel y Yavé estuvo con ellos. Instalaron su campamento frente a Betel (la ciudad se llamaba antes Luz). Los espías vieron a un hombre que salía de la ciudad y le dijeron: «Muéstranos por dónde se puede entrar a la ciudad y te perdonaremos la vida». Les mostró entonces cómo entrar en la ciudad. La pasaron a cuchillo, pero dejaron libre a ese hombre con toda su familia. El hombre se fue al territorio de los hititas y allí construyó una ciudad que se llamó Luz (y ese es el nombre que tiene todavía hoy) (Jue 1,22-26). Este anónimo colaborador de los planes de Dios no tenía un burdel como Rahab, sólo era un cobarde y un traidor, pero el premio a una conducta infame, que permitió que los hebreos de Dios asesinasen a todo su pueblo, fue el de enriquecerse construyendo una nueva ciudad a la que, ironía divina, puso el mismo nombre que tenía la que su felonía lanzó a la destrucción. La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: no importa cuál sea la conducta, no es grave mentir ni traicionar, ni que por actos cobardes se pierdan incontables vidas; sólo importa, a fin de obtener una buena recompensa, que se sepa elegir bien a los nuevos aliados antes de traicionar a la gente propia.
UN VARÓN, EHUD, Y DOS MUJERES, YAEL Y JUDIT, PROTOTIPOS
BÍBLICOS DEL ASESINATO SELECTIVO PERPETRADO A TRAICIÓN Y
CON LA AYUDA DE DIOS
El relato de la hazaña del benjaminita Ehud, o Aod, apuñalando en el
vientre a Eglón, rey de Moab, cuando se había ganado su total confianza, se lo
debemos al Libro de Jueces:
“Los israelitas estuvieron sometidos a Eglón, rey de Moab, durante
dieciocho años. Los israelitas clamaron entonces a Yavé, y Yavé hizo que les
surgiera un salvador, Ehud, hijo de Guera, un hombre de Benjamín que era
zurdo. Los israelitas le encargaron que llevara el tributo a Eglón, rey de Moab.
Ehud se hizo un puñal de doble filo, y de hoja corta, que se puso bajo su
ropa pegado a su muslo derecho. Luego fue a ofrecer el tributo a Eglón, rey de
Moab (Eglón era un hombre muy gordo) [el comentario bíblico es, a todas
luces, despectivo]. De regreso, cuando estaban en los ídolos de Guilgal, Ehud
ordenó que se fuera a la gente que había venido con él para presentar el
tributo.
Él hizo el camino de vuelta y dijo: «¡Oh, rey! Tengo para ti un mensaje
secreto». El rey respondió: «¡Silencio!». Y todos los que estaban a su alrededor
se retiraron. Entonces Ehud se acercó a él, mientras estaba sentado en la
pieza alta, tomando el fresco en sus departamentos privados. Ehud dijo: «Es un
mensaje de Dios que tengo para ti». Entonces el rey se levantó de su silla.
Ehud extendió su mano izquierda, agarró el puñal que tenía sobre su muslo
derecho y se lo hundió en el vientre. El puño entró junto con la hoja y la grasa
se cerró por encima de la hoja, pues no se la sacó del vientre, y salieron los
excrementos [¡otra inspirada y educativa imagen bíblica surgida de la palabra
de Dios!].
Ehud escapó por detrás, cerró tras él las puertas de la pieza superior y le
echó el cerrojo. Después que salió, llegaron los sirvientes, y al ver con cerrojo
la puerta de la pieza superior, se dijeron: «Sin duda que está haciendo sus
necesidades en sus departamentos privados» [en estos versículos, a la
inspiración divina le dio por la escatología, pero por la culinaria, no por la
neotestamentaria]. Esperaron tanto que tuvieron vergüenza, pero las puertas
de la pieza superior no se abrían. Entonces tomaron la llave y abrieron: ¡su
patrón yacía por tierra, muerto!
Mientras ellos aguardaban, Ehud se había puesto a resguardo. Pasó por
los idolos y se puso a salvo en Ha-Seira. Apenas llegó, tocó el cuerno en la
montaña de Efraín y los israelitas bajaron de la montaña siguiéndole. Les dijo:
«Síganme porque Yavé ha puesto a sus enemigos, los moabitas, en nuestras
manos». Todos bajaron tras él, cortaron los vados del Jordán en dirección a
Moab y no dejaron escapar a ningún hombre.
En aquella ocasión derrotaron a
diez mil hombres de Moab, todos robustos y entrenados: no escapó ni uno solo
(Jue 3,14-29). No deja de ser curioso que, como sucede en muchísimas otras historias
bíblicas, cuando se asesina a un rey, o al general de su ejército, enemigo de
los hebreos, el ejército decapitado se merma hasta la nada y los israelitas se
crecen sin más, masacrando sin límite a miles y miles... aunque unos
versículos antes las fuerzas estuviesen justo al revés. Cosas de Dios, claro
está.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: mentir y hasta usar con
falsedad el nombre de Dios para traicionar y asesinar al enemigo es lícito y
cosa de héroes.
También en el Libro de Jueces se relata la historia de Yael, la mujer de un
herrero a cuya tienda llegó Sísara —jefe del ejército de la coalición cananea
dirigida por el rey Yabín (o Javín)—, tras ser derrotado, pidiendo agua y
hospitalidad, sin sospechar que la mano de Yael, que debía ser amiga, le
traicionaría y mataría de forma insultante para un general como él.
Débora [profetisa y jueza de Israel] dijo entonces a Barac [jefe militar
israelita]: «Ha llegado el momento, hoy mismo Yavé pondrá a Sísera [Sísara]
en tus manos. ¿No marcha Yavé delante de ti?». Barac bajó del monte Tabor
seguido de sus diez mil hombres, y Yavé hizo que derrotara a Sísera, a todos
sus carros y todo su ejército; el mismo Sísera se bajó de su carro y huyó a pie.
Barac salió en persecución de los carros y del ejército hasta Haroset-haGoyim,
y todo el ejército de Sísera cayó bajo el filo de la espada; nadie escapó.
Sísera había huido a pie hasta la tienda de Yael, mujer de Jeber el quenita
[un herrero nómada], porque reinaba la paz entre Yabín, rey de Hasor, y Jeber
el quenita. Yael salió al encuentro de Sísera y le dijo: «¡Ven para acá, señor.
Ven para acá, no tengas miedo!». Fue donde ella, entró en su tienda y ella lo
tapó con una manta.
Él le dijo: «Dame un poco de agua para beber porque tengo sed». Ella
tomó un tiesto con leche y le dio de beber, luego lo volvió a tapar. Él le dijo:
«Quédate a la entrada de la tienda, y si alguien te pregunta si hay aquí alguna
persona, respóndele que nadie».
Pero Yael, mujer de Jeber, tomó una de las estacas de la tienda junto con
un martillo, y acercándose suavemente por detrás de él le enterró la estaca en
la sien con tal fuerza que se clavó en la tierra. Él dormía profundamente porque
estaba muy cansado, y así fue como murió.
Cuando llegó Barac persiguiendo a Sísera, Yael salió a su encuentro y le
dijo: «Entra, que te voy a mostrar al hombre que buscas». Entró y vio a Sísera
muerto, tendido en el suelo con la estaca en la sien. Ese día Dios humilló a
Yabín, rey de Canaán [puesto que una mujer —que era, además, esposa de un
aliado suyo—asesinó al jefe de su ejército de forma vergonzosa], ante los
israelitas (Jue 4,14-23).
En el llamado Canto de Débora —una de las piezas más antiguas de la
literatura hebrea, compuesta, hacia la segunda mitad del siglo XII a. C., a modo de himno a Yavé vencedor—, la propia Débora, un caso atípico de mujer que
llegó a ser jueza de Israel —y que algunos explican a causa de su «fervor
religioso», es decir, de su fanatismo—, y el general Barac, loaron la traición y
asesinato brutal cometido por Yael:
¡Bendita sea Yael, la mujer de Jeber el quenita, bendita sea entre las
mujeres! Bendita sea entre las mujeres que viven en tiendas. Él pidió agua, ella
le dio leche; le ofreció leche cremosa en su mejor copa. Con una mano toma la
estaca, y con su derecha el martillo del obrero. Golpea a Sísera y le rompe la
cabeza, le rompe y traspasa su sien. Se desploma a sus pies, cae, está allí
tendido. Cayó a sus pies, allí donde se desplomó está muerto (...) ¡Oh, Yavé,
que así perezcan tus enemigos! Y da a los que te aman el resplandor del sol
(Jue 5,24-31).
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: traicionar la sagrada
regla de la hospitalidad y asesinar con brutalidad se merecen la bendición de
Dios y la de su pueblo.
El caso de Judit y de su celebrada decapitación del general babilonio
Holofernes se relata en el libro bíblico que lleva el nombre de la heroína. En
medio de un relato plagado de errores históricos y geográficos —escrito en el
siglo II a. c.—, cuando Holofernes tenía sitiada sin remedio a la ciudad de
Betulia, apareció la hermosa viuda Judit dispuesta a salvar a su pueblo a
cualquier precio. La heroína comenzó por cambiar su semblante de mustia
viuda por otro de Mata Hari sexy, presta tanto a la traición como a la cópula; y
de esta guisa se fue, con su sirvienta, hasta el campamento enemigo para
ofrecerse a Holofernes.
[Judit] Se quitó el saco [sayal] que vestía y, después de bañada, cambió
sus vestidos de viuda por los de fiesta, que usaba cuando vivía su esposo
Manasés; se echó perfumes, se peinó y se adornó la cabeza con una cinta; se
calzó las sandalias, se puso collares, brazaletes, anillos, aros y todas sus
joyas. Se arregló lo mejor que pudo con el fin de atraer las miradas de todos los
que la vieran (Jdt 10,3-4).
Ambas [Judit y criada] caminaban rápidamente por el valle, cuando les
salieron al encuentro centinelas asirios [serían babilonios], quienes detuvieron
a Judit y le preguntaron: «¿Quién eres? ¿De dónde vienes y adónde vas?».
Ella respondió: «Soy hija de hebreos y huyo de ellos porque están a punto de
ser devorados por ustedes. Voy a presentarme a Holofernes, jefe del ejército
de ustedes, para hablarle con sinceridad y mostrarle el camino para apoderarse
de toda la montaña sin que ninguno de sus hombres sufra daño o pierda su
vida» (Jdt 10,11-13) [aquí la aparente traición de Judit a los suyos no es un
hecho, como en casos similares ya vistos, sino un ardid, un medio para
acercarse al general que quiere asesinar].
[Holofernes] La invitó a pasar donde tenía sus cubiertos de plata y mandó
que le sirvieran de sus manjares y su vino. Pero Judit le dijo: «No debo comer
esto para no caer en falta; basta con lo que traje». Holofernes replicó: «Cuando
se te acaben las cosas que tienes, ¿de dónde sacaremos otras iguales, si entre
nosotros no hay nadie de los tuyos?». Judit respondió: «No te preocupes,
porque antes que consuma lo que traje, el Señor cumplirá, por mi mano, sus
designios».
Los ayudantes la llevaron a su tienda, donde durmió hasta medianoche.
Luego se levantó para salir a orar, pues había pedido a Holofernes que
ordenara a sus guardias que la dejaran salir. Judit permaneció tres días en el
campamento, y cada noche iba al valle de Betulia y se lavaba en la fuente
donde estaban los guardias. A su regreso, rogaba al Dios de Israel que
encaminara sus pasos para alegría de todo su pueblo. Ya purificada, volvía a
su tienda para la comida.
Al cuarto día, Holofernes dio un banquete al que invitó solamente a sus
oficiales, excluyendo a los que estaban de servicio. Dijo a Bagoas, su
mayordomo: «Convence a esa mujer hebrea que está en tu casa que venga a
comer y beber en nuestra compañía. Sería una vergüenza para nosotros dejar
que se fuera una mujer así sin haber tenido relaciones con ella. Si no logramos
convencerla, se reirá harto de nosotros».
Bagoas salió, pues, de la carpa de Holofernes y entró en la de Judit. Le
dijo: «No te niegues, bella joven, a venir donde mi señor para que te honre y
bebas con nosotros alegremente. Hoy mismo llegarás a ser como una de las
asirías [babilonias] que viven en el palacio de Nabucodonosor» [se refiere a las
concubinas del más famoso rey babilonio].
Respondió Judit: «¿Quién soy yo para oponerme a mi señor? Todo lo que
agrade a sus ojos lo haré con gusto, y eso será para mí motivo de alegría hasta
el día de mi muerte». Se levantó, se adornó con sus vestidos y todos sus
adornos de mujer (...) Entró Judit y se instaló.
El corazón de Holofernes quedó
cautivado y su espíritu perturbado. Era presa de un deseo intenso de poseerla,
porque desde el día en que la vio atisbaba el momento favorable para seducirla
[obsérvese cuán educado era el general, que pudiendo violarla sin problemas,
tal como hacían en la época hasta los cabos cuarteleros, aguardó cuatro largos
días y aspiraba a seducirla mediante cháchara y copeo]. Le dijo, pues: «Bebe y
participa de nuestra alegría».
Judit respondió: «Bebo gustosa, señor, porque desde que nací jamás me
sentí tan feliz como hoy». Tomó lo que su sirvienta le había preparado y comió
y bebió ante él. Holofernes estaba bajo su encanto, por eso bebió tal cantidad
de vino como jamás en su vida había tomado (Jdt 12,1-20) [la muy devota Judit
—así la pintan— no era del mismo oficio que la ya citada y también traidora
Rahab, aunque sin duda Dios la dotó con el dominio de artes similares para
ejercer la felonía, en bien de Israel, naturalmente].
Cuando se hizo tarde, sus oficiales se apuraron en irse. Bagoas cerró la
carpa por fuera, después de haber despedido del lado de su amo a los que
permanecían todavía. Todos fueron a acostarse, fatigados por el exceso en la
bebida. Judit fue dejada sola en la tienda con Holofernes, hundido en su cama
y ahogado en vino. Entonces Judit dijo a su sirvienta que permaneciera fuera,
cerca del dormitorio, y que esperara su salida, como ella lo hacía diariamente. Además había tenido la precaución de decir que saldría para hacer su oración,
y había hablado en el mismo sentido con Bagoas.
Todos se habían ido de la carpa de Holofernes, y nadie, grande o
pequeño, se había quedado en el dormitorio. Judit, de pie al lado de la cama,
dijo interiormente: «Señor, Dios de toda fortaleza, favorece en esta hora lo que
voy a hacer para gloria de Jerusalén. Este es el momento para que salves a tu
pueblo. Da éxito a mis planes para aplastar a los enemigos que se han
levantado en contra nuestra».
Avanzó entonces hacia la cabecera de la cama, de donde colgaba la
espada de Holofernes, la desenvainó y después, acercándose al lecho, tomó al
hombre por la cabellera y dijo: «Señor, Dios de Israel, dame fuerzas en este
momento». Lo golpeó dos veces en el cuello, con todas sus fuerzas, y le cortó
la cabeza. Después hizo rodar el cuerpo lejos del lecho y arrancó las cortinas
de las columnas. En seguida salió y entregó la cabeza de Holofernes a su
sirvienta, que la puso en la bolsa en que guardaba sus alimentos, y las dos
salieron del campamento como tenían costumbre para ir a rezar. Una vez que
atravesaron el campamento, rodearon la quebrada, subieron la pendiente de
Betulia y llegaron a sus puertas.
De lejos, Judit gritó a los guardias de las puertas: «Abran, abran la puerta.
El Señor, nuestro Dios, está con nosotros para hacer maravillas en Israel y
desplegar su fuerza contra nuestros enemigos, como lo ha hecho hoy». Los
hombres de la ciudad, al oír su voz, se apuraron en bajar hasta la puerta de la
ciudad y llamaron a los ancianos (...)
Con fuerte voz, Judit les dijo: «¡Alaben a Dios! ¡Alábenlo! ¡Alábenlo,
porque no ha apartado su bondad del pueblo de Israel! ¡Esta noche, por mi
mano, ha aplastado a nuestros enemigos!». Entonces sacó de la bolsa la
cabeza de Holofernes y la mostró: «Aquí tienen la cabeza de Holofernes,
general en jefe del ejército asirio [más bien babilonio], y éstas son las cortinas
de su cama. El Señor lo mató por la mano de una mujer. ¡Viva el Señor, que
me protegió en mi empresa! Mi cara no encantó a ese hombre sino para
perderlo, ya que no pecó conmigo; no me manchó ni me deshonró» [toda una
suerte si tenemos en cuenta que su colega de oficio, la holandesa Mata Hari
(Margaretha Geertruida Zelle), tuvo que entregarse mucho más y logró
bastante menos; pero eran otros tiempos, claro está].
Presa de un indecible entusiasmo, todo el pueblo se postró para adorar a
Dios y gritó a una sola voz: «Bendito seas, Dios nuestro, tú que en este día
aniquilaste a los enemigos de tu pueblo». Ozías [rey y santo varón que gozó
del favor divino], por su parte, dijo a Judit: «Hija mía, que Dios Altísimo te
bendiga más que a todas las mujeres de la tierra. ¡Y bendito sea el Señor Dios,
Creador del cielo y de la tierra, que te condujo para que cortaras la cabeza del
jefe de nuestros enemigos!» (Jdt 13,1-18).
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: asesinar con alevosía,
cuando el plan homicida es guiado por la voluntad divina, es motivo de
bendición y alborozo para todo devoto que se precie de tal. Es bien conocida la frase que reza que Roma no paga a traidores, pero la
Biblia demuestra, sin lugar a dudas, que Dios sí premia, y con creces, a
quienes traicionan a su prójimo sin reparo ni limite ninguno. Pero hay todavía
más...
JEHÚ, TRAIDOR, ASESINO SANGUINARIO Y USURPADOR DEL TRONO
DE ISRAEL POR VOLUNTAD DE DIOS
Jehú fue uno más entre la amplia gama de varones belicosos,
conspiradores y asesinos sin escrúpulos que pueblan la Biblia (el Antiguo
Testamento). Dios lo eligió, a través del profeta Eliseo, para exterminar al linaje
de la casa del rey Ajab (o Acab), que perdió el favor divino por permitir el culto
a Baal en Israel.
De ser un jefe militar al servicio de Joram (o Yoram), rey de Israel, Jehú
pasó a usurpar el trono conspirando y asesinando a traición al rey legítimo de
Israel y, de paso, al rey de Judá, además de degollar a algunos centenares de
inocentes, familiares, amigos y servidores de ambos reyes.
Las diversas, crueles y sangrientas matanzas de inocentes que
protagonizó contaron, como veremos, con el total beneplácito de Dios, que
justificó la bendición que le otorgó diciéndole:
“Ya que has actuado bien, ya que has hecho lo que es justo a mis ojos, y
has llevado a cabo todo lo que había decidido en contra de la casa de Ajab” (...)
(2 Re 10,30).
Reinó en Israel durante 28 años, entre el 842 y el 815 a. C.
La inspirada palabra de Dios tuvo a bien dejar escritas, en el 2 Libro de
Reyes, las correrías y crímenes que tan santo varón cometió a fin de realizar
los planes específicos que el Altísimo determinó.
Veamos:
El profeta Eliseo llamó a uno de los hermanos profetas y le dijo: «Ponte el
cinturón, llévate esta alcuza de aceite y parte para Ramot de Galaad. Cuando
hayas llegado, busca a Jehú, hijo de Josafat, hijo de Nimsi, acércate a él y
sácalo de entre sus compañeros. Llévalo a un aposento privado, y luego toma
la alcuza de aceite y derrámala sobre su cabeza, diciéndole: "Esto dice Yavé:
¡Te he consagrado como rey de Israel!" Después abre la puerta y sal huyendo
sin tardanza» [¿huyendo? Eliseo sabía que enviaba a su discípulo a cometer
una felonía].
El joven profeta partió pues para Ramot de Galaad. Cuando Ilegó, los jefes
del ejército estaban sentados en una reunión; dijo: «¡Jefe, tengo algo que
decirte!». Jehú respondió: «¿A cuál de nosotros?». Le dijo: «¡A ti, jefe!». Jehú
se puso en pie y entró en la casa, entonces el hermano profeta derramó aceite
sobre su cabeza diciéndole: «Esto dice Yavé, Dios de Israel: Te he consagrado
como rey del pueblo de Yavé, de Israel. Tú castigarás a la casa de tu señor
Ajab. Haré pagar a Jezabel la sangre de mis servidores los profetas y la sangre
de todos los servidores de Yavé. ¡Exterminaré a toda la casa de Ajab; eliminaré
a todos los varones de la casa de Ajab, tanto al esclavo como al libre en Israel!
¡Trataré a la casa de Ajab como traté a la casa de Jeroboam, hijo de Nabat, y a
la de Basa, hijo de Ajía! [Dios siempre se place en recordar sus pasadas
matanzas] ¡Los perros se comerán a Jezabel en el campo de Yizreel y nadie la
enterrará!». Luego abrió la puerta y salió huyendo [el profeta júnior].
Cuando Jehú volvió donde los oficiales de su señor, éstos le preguntaron:
«¿Qué pasa? ¿Para qué te buscaba ese loco?». Les respondió: «¡Ustedes ya
conocen a ese hombre y lo que dice!» (...) «Me dijo esto y aquello, y agregó:
"Esto dice Yavé: 'Te he consagrado como rey de Israel"». [Y se lo espetó, sin
más, al resto de oficiales de su rey Joram, que, prestos a la traición por mor de
dudosas palabras de un «loco», se plegaron ante Jehú.] Entonces, sin esperar
más, todos pusieron sus mantos sobre una tarima, y tocaron la trompeta
diciendo: «¡Jehú es rey!» [escenografía completa].
Inmediatamente, Jehú, hijo de Josafat, hijo de Nimsi, conspiró contra
Yoram. Yoram, junto con todo Israel, defendía Ramot de Galaad contra el
asedio de Jazael, rey de Aram. Pero el rey Yoram había ido a curarse a Yizreel
[palacio real], porque había sido herido por los arameos mientras combatía con
Jazael, rey de Aram (...)
[¡Fantástico! el elegido de Dios no sólo traicionaba a
su rey, sino que lo hacía cuando éste estaba en plena guerra defendiendo a su
país y, además, convaleciendo de sus heridas; para mayor barbaridad y
felonía, el frente de guerra y el lugar de la conspiración eran el mismo: Ramot
de Galaad, una plaza muy estratégica, por su situación en la ruta comercial
entre Damasco y el golfo de Elat, comandada por Jehú.]
Jehú subió a su carro y partió para Yizreel. Yoram estaba en cama y
Ocozías, rey de Judá, había ido a visitarlo [Ocozías era hijo de Ata-lía,
hermana o tía de Yoram.] El vigía que estaba en la torre de Yizreel vio la tropa
que venía con Jehú; dijo entonces: «Veo una tropa». Yoram le dijo: «Búscate a
un jinete y mándalo a su encuentro para que les pregunte si vienen como
amigos o no» (...) [hábil pregunta, vive Dios, pero tras enviar a dos mensajeros
que no regresaron, pues se quedaron con Jehú, el rey (herido) tuvo que salir él
mismo a ver qué pasaba; en esos días, como hoy, el servicio estaba fatal].
Entonces Yoram dijo: «¡Enganchen los caballos!». Y los engancharon a su
carro. Yoram, rey de Israel y Ocozías, rey de Judá, fueron a encontrar a Jehú
cada uno en su carro; y se toparon con él en el campo de Nabot de Yizreel [dos
reyes solos y a campo descubierto, esos sí que eran estrategas; por cosa del
destino, en este caso eran también (unos) primos].
Cuando Yoram vio a Jehú le dijo: «¿Jehú, vienes como amigo?»
[inteligente pregunta de un rey a uno de sus jefes militares de más confianza,
¡vaya panda!]. Pero éste le respondió: «¿Puede haber paz mientras perduran
las prostituciones de tu madre Jezabel y sus muchas hechicerías?».
Entonces Yoram dio media vuelta y emprendió la fuga, gritándole a
Ocozías: «¡Nos han traicionado, Ocozías!» [más vale tarde que nunca, pero...].
Jehú tendió su arco y disparó una flecha a Yoram, que penetró por la espalda y
le atravesó el corazón; el rey se desplomó en su carro [otro honorable acto de
varón bíblico: asesinar con engaño y por la espalda]. Jehú dijo entonces a su
escudero Bidcar: «¡Tómalo y échalo en el campo de Nabot de Yizreel!
Acuérdate de la palabra que Yavé pronunció en su contra cuando tú y yo cabalgábamos detrás de su padre Ajab: "Ayer vi la sangre de Nabot y la sangre
de sus hijos, oráculo de Yavé; yo te la haré pagar en este campo". Tómalo
pues y tíralo en ese campo, como dijo Yavé» [la orden, pues, era de Dios].
Al ver todo eso, Ocozías, rey de Judá, se había dado a la fuga por el
camino de Bet-Hagán. Jehú lo persiguió: «¡Maten a ése también!». Lo hirieron
en su carro en la subida de Gur, cerca de Jibleam; se refugió en Meguido y allí
murió (...)
Jehú entró en Yizreel; Jezabel ya conocía la noticia. Se pintó los ojos, se
arregló el cabello y se asomó a la ventana. Cuando Jehú traspasaba la puerta
de la ciudad, le dijo: «¿Cómo te va, Zimri, asesino de tu señor?». Él levantó la
vista hacia la ventana y exclamó: «¿Quién está conmigo?». Inmediatamente se
inclinaron dos o tres sirvientes [en esa época, el servicio era tan poco de fiar
como los jefes militares]. Les dijo: «¡Láncenla por la ventana!». Y la lanzaron.
Su sangre salpicó el muro y los caballos que pasaban la pisotearon.
Después Jehú entró, comió y bebió; luego dijo: «Preocúpense de esa
maldita y denle sepultura, pues es una hija de rey». Fueron los sirvientes a
sepultarla, pero sólo encontraron el cráneo, los pies y las manos. Volvieron
para decírselo a Jehú, quien exclamó: «Acaba de cumplirse la palabra de Yavé,
quien había dicho por medio de su servidor Elías de Tisbé: "Los perros se
comerán el cuerpo de Jezabel en el campo de Yizreel.
El cadáver de Jezabel será como un abono que se esparce y ni siquiera se
podrá decir: Ésta es Jezabel"» (2 Re 9,1-37).
Pero no vaya nadie a pensar que el criminal, y Dios, se dieron por satisfechos. No, ¡qué va! Vivían en Samaria setenta hijos de Ajab. Jehú escribió unas cartas y las envió a Samaria. Mandaba decir a los jefes de la ciudad, a los ancianos y a los que educaban a los hijos de Ajab (...) elijan al mejor y más valiente de los hijos de su amo, instálenlo en el trono de su padre y prepárense para luchar por la casa de su amo. Quedaron aterrorizados y se dijeron: «Si dos reyes no fueron capaces de hacerle frente, ¿cómo podremos hacerlo nosotros?». El mayordomo del palacio, el gobernador de la ciudad, los ancianos y los que educaban a los hijos del rey dieron a Jehú esta respuesta: «Somos tus servidores y haremos todo lo que nos pidas. No proclamaremos rey. Haz lo que mejor te parezca». Jehú les escribió entonces una segunda carta en la que les decía: «Si están conmigo y si están dispuestos a servirme, tomen las cabezas de los hijos de su amo y vengan a verme mañana a la misma hora en Yizreel». Los hijos de los reyes eran setenta y eran educados por los nobles de la ciudad. En cuanto recibieron la carta, apresaron a los hijos del rey, degollaron a los setenta, pusieron sus cabezas en unos canastos y se las enviaron a Yizreel. Llegó un mensajero a avisarle a Jehú: «¡Acaban de traer las cabezas de los hijos del rey!». Jehú respondió: «Hagan con ellas dos montones a la entrada de la puerta de la ciudad hasta mañana». A la mañana siguiente Jehú salió y se presentó ante el pueblo, diciéndole: «Ustedes no han cometido delito alguno, mientras que yo conspiré contra mi señor y le di muerte... Pero ¿quién dio muerte a todos estos? [vaya, era listo el traidor, ¿o traidor el listo?]. Vean como ninguna de las palabras que pronunció Yavé contra la casa de Ajab ha quedado sin cumplirse. Yavé llevó a cabo todo lo que había anunciado por boca de su servidor Elías». Jehú dio muerte a todos los que aún estaban vivos de la casa de Ajab en Yizreel: a sus consejeros, sirvientes, sacerdotes; no dejó a nadie con vida [¡sangre, venga sangre, que Dios es misericordioso!]. Después se encaminó Jehú a Samaria. Cuando llegó a BetEqued-de los Pastores, se encontró con los hermanos de Ocozías, rey de Judá. Les preguntó: «¿Quiénes son ustedes?». Respondieron: «Somos los hermanos de Ocozías y hemos bajado para saludar a los hijos del rey y a los hijos de la reina». Entonces Jehú dijo: «¡Deténganlos!». Los apresaron y los degollaron en la Cisterna de Bet-Equed. Eran cuarenta y dos, a ninguno de los cuales dejó Jehú con vida [en esa época, al parecer, tener familiares con mando en plaza era de lo más peligroso para la parentela, fundamentalmente a causa de las intrigas del dios bíblico]. Saliendo de allí encontró a Yonadab, hijo de Recab, que le salía al encuentro. Lo saludó y le dijo: «¿Serás leal conmigo como yo quiero serlo contigo?». Yonadab le respondió: «Sí». «Si es sí —le dijo—, dame la mano.» Yonadab le tendió la mano y Jehú lo hizo subir a su carro al lado de él. Lo llevó en su carro diciéndole: «Ven conmigo y verás mi celo por Yavé». Cuando hubo entrado en Samaria, Jehú dio muerte a todos los que quedaban de la familia de Ajab en Samaria; los mató a todos según la palabra de Yavé dicha por Elías [y van ya incontables asesinatos]. Después reunió Jehú a todo el pueblo e hizo esta proclama: «Ajab sirvió sólo un poco a Baal, Jehú lo servirá mucho mejor. Que se reúnan en torno a mí todos los profetas de Baal, todos sus ayudantes, todos sus sacerdotes, que no falte nadie porque tengo que ofrecer un gran sacrificio a Baal. Los que no vengan serán condenados a muerte». Era una trampa, pues así quería Jehú dar muerte a todos los que servían a Baal (...) En cuanto terminó el holocausto, Jehú dijo a los guardias y a sus oficiales: «Entren, maten y que no escape nadie». Los guardias y sus oficiales les dieron muerte a espada; mientras avanzaban hasta el santuario del templo de Baal, iban tirando para afuera los cadáveres (...) Así fue como Jehú hizo que desapareciera el culto a Baal en Israel (2 Re 10,1-28).
Pero no vaya nadie a pensar que el criminal, y Dios, se dieron por satisfechos. No, ¡qué va! Vivían en Samaria setenta hijos de Ajab. Jehú escribió unas cartas y las envió a Samaria. Mandaba decir a los jefes de la ciudad, a los ancianos y a los que educaban a los hijos de Ajab (...) elijan al mejor y más valiente de los hijos de su amo, instálenlo en el trono de su padre y prepárense para luchar por la casa de su amo. Quedaron aterrorizados y se dijeron: «Si dos reyes no fueron capaces de hacerle frente, ¿cómo podremos hacerlo nosotros?». El mayordomo del palacio, el gobernador de la ciudad, los ancianos y los que educaban a los hijos del rey dieron a Jehú esta respuesta: «Somos tus servidores y haremos todo lo que nos pidas. No proclamaremos rey. Haz lo que mejor te parezca». Jehú les escribió entonces una segunda carta en la que les decía: «Si están conmigo y si están dispuestos a servirme, tomen las cabezas de los hijos de su amo y vengan a verme mañana a la misma hora en Yizreel». Los hijos de los reyes eran setenta y eran educados por los nobles de la ciudad. En cuanto recibieron la carta, apresaron a los hijos del rey, degollaron a los setenta, pusieron sus cabezas en unos canastos y se las enviaron a Yizreel. Llegó un mensajero a avisarle a Jehú: «¡Acaban de traer las cabezas de los hijos del rey!». Jehú respondió: «Hagan con ellas dos montones a la entrada de la puerta de la ciudad hasta mañana». A la mañana siguiente Jehú salió y se presentó ante el pueblo, diciéndole: «Ustedes no han cometido delito alguno, mientras que yo conspiré contra mi señor y le di muerte... Pero ¿quién dio muerte a todos estos? [vaya, era listo el traidor, ¿o traidor el listo?]. Vean como ninguna de las palabras que pronunció Yavé contra la casa de Ajab ha quedado sin cumplirse. Yavé llevó a cabo todo lo que había anunciado por boca de su servidor Elías». Jehú dio muerte a todos los que aún estaban vivos de la casa de Ajab en Yizreel: a sus consejeros, sirvientes, sacerdotes; no dejó a nadie con vida [¡sangre, venga sangre, que Dios es misericordioso!]. Después se encaminó Jehú a Samaria. Cuando llegó a BetEqued-de los Pastores, se encontró con los hermanos de Ocozías, rey de Judá. Les preguntó: «¿Quiénes son ustedes?». Respondieron: «Somos los hermanos de Ocozías y hemos bajado para saludar a los hijos del rey y a los hijos de la reina». Entonces Jehú dijo: «¡Deténganlos!». Los apresaron y los degollaron en la Cisterna de Bet-Equed. Eran cuarenta y dos, a ninguno de los cuales dejó Jehú con vida [en esa época, al parecer, tener familiares con mando en plaza era de lo más peligroso para la parentela, fundamentalmente a causa de las intrigas del dios bíblico]. Saliendo de allí encontró a Yonadab, hijo de Recab, que le salía al encuentro. Lo saludó y le dijo: «¿Serás leal conmigo como yo quiero serlo contigo?». Yonadab le respondió: «Sí». «Si es sí —le dijo—, dame la mano.» Yonadab le tendió la mano y Jehú lo hizo subir a su carro al lado de él. Lo llevó en su carro diciéndole: «Ven conmigo y verás mi celo por Yavé». Cuando hubo entrado en Samaria, Jehú dio muerte a todos los que quedaban de la familia de Ajab en Samaria; los mató a todos según la palabra de Yavé dicha por Elías [y van ya incontables asesinatos]. Después reunió Jehú a todo el pueblo e hizo esta proclama: «Ajab sirvió sólo un poco a Baal, Jehú lo servirá mucho mejor. Que se reúnan en torno a mí todos los profetas de Baal, todos sus ayudantes, todos sus sacerdotes, que no falte nadie porque tengo que ofrecer un gran sacrificio a Baal. Los que no vengan serán condenados a muerte». Era una trampa, pues así quería Jehú dar muerte a todos los que servían a Baal (...) En cuanto terminó el holocausto, Jehú dijo a los guardias y a sus oficiales: «Entren, maten y que no escape nadie». Los guardias y sus oficiales les dieron muerte a espada; mientras avanzaban hasta el santuario del templo de Baal, iban tirando para afuera los cadáveres (...) Así fue como Jehú hizo que desapareciera el culto a Baal en Israel (2 Re 10,1-28).
Y tanto asesinato, de inocentes, de paganos y de cualquiera que pasase
cerca de Jehú, fue muy del agrado de Dios, tal como se lo hizo saber a su
disciplinado y eficaz criminal: «Yavé dijo a Jehú: "Ya que has actuado bien, ya
que has hecho lo que es justo a mis ojos, y has llevado a cabo todo lo que
había decidido en contra de la casa de Ajab, tus hijos reinarán en Israel hasta
la cuarta generación"» (2 Re 10,30).
Pero ya se sabe que Dios, aunque bendijo, propició y colaboró en
asesinatos sin fin y masacres sin cuento, no perdonaba que su personal fuese
permisivo con la competencia divina, así que el criminal de Jehú padeció la
consabida reprimenda divina ¡en carne ajena!:
Sin embargo Jehú no se apartó de los pecados a los cuales Jeroboam hijo
de Nabat había arrastrado a Israel, a saber, los terneros de oro que estaban en
Betel y en Dan (...) Pero Jehú no se preocupó de caminar con todo su corazón
según la ley de Yavé, Dios de Israel (...) Por esos días, Yavé comenzó a
reducir el territorio de Israel: Jazael derrotó a los israelitas en todo el territorio al
este del Jordán, en el territorio de Galaad, en el de Gad, Rubén y Manasés,
145
desde Aroer que está encima del torrente Arnón; en una palabra, en Galaad y
en Basán (2 Re 10,29-33).
A pesar de todo, el sanguinario Jehú murió de muerte natural y ensalzado
por Dios desde su crónica del 2º Libro de Reyes.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: quien a hierro mata, en
la cama, viejo, rico y calentito, muere.
No hay comentarios:
Publicar un comentario