En al menos un centenar de versículos bíblicos se describen diferentes
episodios de violencia contra mujeres.
Entre los frecuentes relatos de guerra, las mujeres fueron consideradas un
mero botín (las vírgenes) o fueron asesinadas en masa (las casadas); mientras
que en otros episodios de la vida cotidiana del pueblo elegido fueron relegadas
a la función de carne de cama propiedad de algún varón, ya sea ejerciendo un
rol de concubinas o de prostitutas, aunque también sirviendo al deleite varonil
en caso de ser violadas impunemente ante los ojos de Dios, al que sólo
preocupaba y encolerizaba la violación de alguno de sus mandatos —entre
ellos, el más terrible, el del anatema—, pero jamás la de las mujeres de su
pueblo.
A lo largo de todo el Antiguo Testamento se acumulan los testimonios,
avalados por la palabra de Dios, sobre el trato que los hebreos le dieron a las
mujeres, ya fuesen propias o ajenas, con el total beneplácito divino.
“Se llevaron como botín todas las riquezas [de Siquem, ciudad asaltada y
arrasada a traición por Simeón y Leví, hijos de Jacob] a las mujeres y a los
niños, y saquearon todo lo que encontraron dentro de las casas (Gn 34,29).
Maten (...) a toda mujer que haya tenido relaciones con un hombre [ordenó
Moisés, siguiendo el mandato dado por Dios]. Pero dejen con vida y tomen
para ustedes todas las niñas que todavía no' han tenido relaciones (Nm 31,17-
18).
Vayan y pasen a cuchillo a los habitantes de Yabés en Galaad [ordenó la
comunidad israelita] como también a las mujeres y a los niños: todo varón y
toda mujer que haya tenido relaciones con un hombre serán condenados al
anatema, pero dejarán con vida a las que son vírgenes (Jue 21,10-12); aunque,
al no tener suficiente con las cuatrocientas vírgenes capturadas, los jefes
israelitas animaron a los benjaminitas a completar el cupo de esclavas
sexuales secuestrando y violando a parte de las jóvenes de Silo (Jue 21,20-
25).
Haré que se junten todas las naciones para atacar a Jerusalén [bramó
Dios por medio de Zacarías]. Se apoderarán de la ciudad, saquearán sus casas
y violarán a sus mujeres (Zac 14,2).
«Tendrás una prometida y otro hombre la hará suya» (Dt 28,30), amenazó
Dios entre la lista de maldiciones que deben caerles a quienes no sigan sus
mandatos. Un dios bíblico que, entre otras muchas conductas similares, para
castigar al rey David, por un doble delito gravísimo, le dejó impune a él pero
castigó a sus mujeres —«tomaré a tus mujeres ante tus propios ojos y se las
daré a tu prójimo que se acostará con ellas a plena luz del sol» (2 Sm 12,11)—;
o que, para castigar al rey Abimelec, por un pecado que ni siquiera había
cometido, «volvió estériles a todas las mujeres de su casa» (Gn 20,18).”
En este capítulo veremos con detalle algunos relatos, típicamente bíblicos,
que dibujan muy bien el concepto que la inspirada palabra de Dios transmitió
sobre la mujer y sobre cómo debía ser (mal)tratada, a la par que muestran el
nulo respeto con el que muy principales varones de Dios las trataron, usaron y
tiraron, sin pudor alguno y ante la complacencia divina.
UN BOTÍN DE GUERRA
A estas alturas del blog ya no es novedad mostrar que Dios trataba a las
mujeres igual o peor que al ganado. Veremos ahora como las mujeres eran
consideradas como un mero botín de guerra a repartir entre los vándalos
protegidos de Dios... aunque no todas las mujeres, claro; la suerte de ser
consideradas esclavas sexuales sólo se la reservaba Dios a las vírgenes,
mientras que las casadas o «que habían conocido varón» debían ser pasadas
a cuchillo.
La Biblia educa la sensibilidad cristiana con historias como la siguiente:
Los israelitas de Moisés atacaron y masacraron a los medianitas por orden
de Dios y a causa de una cuestión de «idolatría», y tras la batalla se reunieron
para repartirse el botín:
Yavé dijo a Moisés: «Saca la cuenta, tú, el sacerdote Eleazar y los jefes de
las familias de la comunidad, de lo que fue traído como botín, hombres y
ganado. Lo partirás en dos; la mitad, para los combatientes que fueron a la
guerra, y la otra mitad, para toda la comunidad. Reserva como ofrenda para
Yavé, de la parte de los combatientes que fueron a la guerra, uno por cada
quinientos, sean hombres, bueyes, burros y ovejas» (...)
Moisés y el sacerdote Eleazar hicieron como Yavé había mandado a
Moisés. El botín, lo que quedaba de lo que la gente de guerra había saqueado,
era de seiscientas setenta y cinco mil cabezas de ganado menor, setenta y dos
mil de vacuno y sesenta y un mil burros. En cuanto a las personas, las mujeres
que todavía no habían tenido relaciones eran en total treinta y dos mil (...) [el
botín... ganado, vacuno, burros y ¡mujeres vírgenes!]
Moisés tomó de esta mitad perteneciente a los hijos de Israel a razón de
uno por cincuenta, hombres y animales, y se los dio los levitas que cuidan la
Morada de Yavé, como Yavé había ordenado a Moisés (...)
Moisés y el sacerdote Eleazar recibieron de ellos el oro y las joyas. El total
de oro que los jefes de millar y de cien presentaron a Yavé fue de dieciséis mil
setecientos cincuenta siclos. Entonces Moisés y el sacerdote Eleazar recibieron
el oro de los jefes de milla y de cien y lo llevaron a la Tienda de las Citas para
que quedara ante Yavé y para que él se acordara de los hijos de Israel (N
31,25-54).
La palabra inspirada de Dios fue clara relatando la historia: su pueblo, tras
la matanza de madianitas, se repartió treinta y dos mil jovencitas vírgenes
hechas prisioneras —y los lectores ya podrán imaginar para qué fin—; sólo
vírgenes, eso sí, ya que las que no lo eran habían sido asesinadas por orden
del gran Moisés, tal como Dios le había exigido:
“Maten, pues, a todos los niños, hombres, y a toda mujer que haya tenido
relaciones con un hombre. Pero dejen con vida y tomen para ustedes todas las
niñas que todavía no han tenido relaciones (Nm 31,17-18). Unos santos es lo
que eran todos esos tipos.
Pero no vayan a pensar que Dios era insensible al dolor de esas jovencitas
destinadas a ser violadas por quienes habían asesinado a toda su familia.
Nada de eso. Dios ya había previsto tal eventualidad legislando lo siguiente:
“Cuando vayas a la guerra contra tus enemigos, y Yavé, tu Dios, te los
entregue, verás tal vez entre las cautivas a una mujer hermosa, te enamoras de
ella y querrás hacerla tu esposa. Entonces la llevarás a tu casa, donde se
rapará la cabeza y se cortará las uñas. Dejará el vestido que llevaba cuando
fue tomada, y quedará en tu casa durante un mes, haciendo duelo por su padre
y su madre. Después te juntarás con ella y tú serás su marido y ella tu esposa.
Si con el tiempo ya no te agrada, la despedirás; pero no podrás venderla por
dinero, ni hacerla tu esclava, ya que la tomaste (Dt 21,10-14).
Eso sí es un detalle, sólo un dios infinitamente bueno puede ser tan
magnánimo y generoso con una jovencita condenada a ser la ramera del
asesino de los suyos. La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: ante
las mujeres de los vencidos, asesina a las madres y secuestra y viola a las
hijas, que esto es lo mandado por el Altísimo.
DIOS MATÓ A NABAL PARA FACILITAR QUE DAVID SE VENGASE
Tras la muerte de Saúl, David, que hasta entonces era el jefe de un grupo
de guerreros prófugos del rey ahora fallecido, se desplazó hasta el desierto de
Maón y desde allí mandó contactar con un rico terrateniente, Nabal, para
pedirle comida para sus hombres. Pero Nabal se negó a dársela y le despreció
a pesar de que David, con anterioridad, había protegido a los pastores y bienes
del hacendado. David, tal como corresponde a un varón bíblico, montó en
santa cólera y se aprestó a entrar a degüello contra quien osó menospreciarle.
David les dijo: «Tome cada uno su espada». Cada cual tomó su espada y
David tomó la suya. Los que subieron tras David eran cuatrocientos, y los que
se quedaron custodiando el equipaje, doscientos. Uno de sus mozos [de Nabal]
le comunicó a Abigail, la mujer de Nabal, lo que había pasado (...) Abigail juntó
rápidamente doscientos panes, dos cueros de vino, cinco ovejas ya
preparadas, cinco bolsas de trigo tostado, cien racimos de uva seca y dos
tortas de higo, y lo puso todo en unos burros (...) Pero nada le dijo a su marido
Nabal. Montada en su burro bajó por un lado del cerro mientras David y sus
hombres bajaban por el otro.
David se decía: «Protegí todo lo que ese hombre tenía en el desierto y
cuidé de que nada de lo que le pertenecía desapareciera, pero fue por nada, ya
que ahora me devuelve mal por bien. Maldiga Dios a David si de aquí a
mañana dejo con vida a uno solo de sus hombres» [los varones de Dios lo
hacían todo a lo grande: a David no le bastaba con asesinar a Nabal, claro, y
quería matar a todos sus empleados].
Al divisar a David, Abigail saltó del burro, se puso con la cara contra el
suelo delante de David y se agachó. Agachada a sus pies le dijo: «Señor,
perdona mi audacia. Permítele a tu sirvienta decir una palabra; escucha las
palabras de tu sirvienta. No tome en cuenta, señor, a ese bruto de Nabal, pues
su nombre quiere decir El Loco, y él se ha dejado llevar por su locura. Yo, tu
sirvienta, no pude ver a los muchachos que mandó mi señor. iPor la vida de
Yavé y por tu propia vida, que tus enemigos y que todos los que buscan tu mal,
señor, conozcan ahora la suerte de Nabal. Pero fíjate: Yavé te ha impedido que
te mancharas con sangre haciéndote justicia por ti mismo. Y ahora, mi señor,
como vive Yahvé, que te ha preservado Yahvé de derramar sangre y tomar por
tu mano la venganza, ojalá que todos tus enemigos y cuantos te persiguen
sean como Nabal. Que los jóvenes que acompañan a mi señor tomen los
regalos que su sirvienta le trae ahora» (...)
De ese modo, cuando Yavé haya cumplido contigo todas las promesas
que te hizo, cuando te haya establecido como jefe de Israel, tú no podrás sentir
remordimiento de haber derramado sangre sin motivo y de haberte hecho
justicia por ti mismo. ¡Cuando Yavé colme a mi señor, acuérdese de su sierva!»
[¡menuda era la señora!
No sólo estaba enterada de los planes de Dios
para con David, sino que le enceró el lomo y se postuló para meterse en la
cama real, tal como se verá].
David respondió a Abigail: «¡Bendito sea Yavé, Dios de Israel, que te
mandó hoy a encontrarme! Bendita seas por tu prudencia, bendita porque me
has impedido hoy que me manche con sangre y que haga justicia por mí
mismo. Porque, te lo juro por la vida de Yavé, el Dios de Israel, que me impidió
hacer el mal, si tú no hubieras venido tan rápido a verme, aun antes de que se
levantara el sol no le habría quedado a Nabal un solo hombre con vida» (...)
Cuando regresó Abigail, Nabal estaba sentado a la mesa en su casa para
un banquete real. Nabal estaba muy alegre, completamente borracho, pero ella
no le contó nada hasta la mañana siguiente. Al día siguiente cuando se le hubo
pasado la borrachera, su mujer le contó lo que le había pasado. Le dio un
ataque y quedó como piedra. Más o menos diez días después, Yavé hirió a
Nabal, quien murió.
Cuando David supo que Nabal había muerto, dijo: «¡Bendito sea Yavé, que
hizo pagar a Nabal, quien me había insultado y me ahorró a mí una mala
acción! Yavé hizo que recayera sobre la cabeza de Nabal su propia maldad» [lo
dicho: Dios liquidó a Nabal para hacerle el trabajo sucio a David, ¡vaya
tándem!].
David entonces mandó a decir a Abigail que la tomaría por mujer. Los
servidores de David llegaron pues a Carmel a la casa de Abigail, y le dijeron
esto: «David nos ha mandado donde ti; quiere que seas su mujer». Ella se
levantó, se postró en tierra y dijo: «Tu sirvienta será para ti como una esclava,
para lavar los pies de los sirvientes de mi señor». Abigail se decidió
inmediatamente y subió a su burro acompañada de cinco sirvientas jóvenes.
Salió tras los enviados de David y pasó a ser su mujer (1 Sm 25,1-43) [toda
una joyita, la dama; con el cadáver todavía caliente de su marido, partió rauda
y sin dudarlo hacia la cama de quien había sido la causa del homicidio; ni
duelo, ni luto... cosa harto injustificable —e inverosímil— en esa cultura].
El mosquita muerta de David, a la chita callando y con la complacencia de
Dios, comenzó a diversificar su cama con diferentes esposas, que, ya se sabe,
el reposo de tamaño guerrero se merecía eso y más:
“David había tomado también por mujer a Ajinoam de Jezrael, y ambas
[ésta y Abigail] fueron sus esposas. En cuanto a su otra esposa, Micol, hija de
Saúl, había sido dada a Paltí, hijo de Lais, del pueblo de Galim (1 Sm 25,43-
44).”
En fin, resulta bien curiosa la hipocresía bíblica: como quedaba muy
impresentable que David, en un ataque de ira, masacrase a Nabal y a su gente,
incluida a su esposa Abigail —que, al no ser virgen, no podía salvar la vida
para ser convertida en esclava sexual—, Dios tomó sobre sí el trabajo sucio de
la operación y espabiló a la mujer —que no dudó en maniobrar a espaldas de
su esposo y ofrecerse a David—, para después asesinar a su marido —de un
infarto, le justifican los exegetas; pero le dejó frito a propósito— a fin de que
David no se manchara las manos de sangre y pudiese llevarse hasta su cama
a la viuda... con toda la fortuna de Nabal, el necio de esta historia, el marido
asesinado.
La colaboración de Dios en las masacres y maldades que perpetraría
David a lo largo de su existencia no había hecho más que empezar.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: la clave para que uno
parezca honesto es que otro se ensucie las manos por él... y si el ejecutor en la
sombra es Dios, la falsa honorabilidad ganada se convierte en suprema
bienaventuranza.
FORZÓ A UNA CASADA A SER SU AMANTE E HIZO MATAR A SU MARIDO. FUE EL REY DAVID
Pocos varones bíblicos alcanzaron el lustre del rey David... aunque
muchas de sus conductas fuesen deplorables. Ya vimos, en un apartado
anterior, su más que inhumano proceder cuando su hijo Amnón violó a su
hermana Tamar y el rey no movió ni un dedo.
Ahora veremos como el gran David sí era capaz de mover sus dedos, pero
sólo para hacerse llevar hasta su cama a la hermosa Betsabé —esposa de
Unías, uno de sus oficiales— y, tras embarazarla y no lograr que su marido se
acostase después con ella, ordenar que forzasen la muerte del militar en el
frente.
Esta historia de adulterio y asesinato del marido, para quedarse con la
esposa de la víctima como amante, viene relatada en el Libro 2 de Samuel,
que cuenta lo siguiente:
“A vuelta de año, en la época en que los reyes hacen sus campañas,
David mandó a Joab con su guardia y todo Israel. Derrotaron completamente a
los amonitas y sitiaron Rabbá, mientras David se quedaba en Jerusalén.
Una tarde en que David se había levantado de su siesta y daba un paseo
por la terraza, divisó desde lo alto de la terraza a una mujer que se estaba
bañando; la mujer era muy hermosa. David preguntó por la mujer y le
respondieron: «Es Betsabé, hija de Eliam, la esposa de Urías el hitita».
David mandó a algunos hombres para que se la trajeran. Cuando llegó a la
casa de David, éste se acostó con ella justamente después que se había
purificado de su regla, luego se volvió a su casa. Al ver que tenía atraso, la
mujer le mandó decir a David: «Estoy embarazada». Entonces David envió este
mensaje a Joab: «Mándame a Urías el hitita». Y Joab mandó a Urías donde
David. Cuando llegó Urías, David le pidió noticias del ejército y de la guerra,
después dijo a Urías: «Anda a tu casa, te has ganado el derecho de lavarte los
pies». Apenas salió Urías de la casa del rey, éste despachó detrás de él un
presente de su mesa. Pero Urías no entró en su casa, sino que se acostó a la
puerta del palacio con todos los guardias de su señor.
Le dijeron a David: «Urías no ha ido a su casa». David preguntó a Urías:
«¿No vienes de un viaje? ¿Por qué no has bajado a tu casa?». Urías respondió
a David: «El Arca de Dios, Israel y Judá se alojan en tiendas. Mi jefe Joab y la
guardia del rey, mi señor, están acampando a pleno campo, y ¿yo voy a entrar
a mi casa para comer y beber y para acostarme con mi mujer? Juro por Yavé
que vive y por tu vida que nunca haré tal cosa».
Entonces David dijo a Urías: «Quédate por hoy aquí y mañana te irás de
vuelta». Urías se quedó pues en Jerusalén aquel día.
Al día siguiente David lo
invitó a su mesa a comer y a tomar y lo emborrachó. Sin embargo, Urías
tampoco bajó a su casa esa noche; se acostó con los sirvientes de su señor.
A la mañana siguiente, David escribió una carta a Joab y se la pasó a
Urías para que se la llevara. En la carta escribió esto: «Coloca a Urías en lo
más duro de la batalla, luego déjenlo solo para que lo ataquen y muera» (...)
La gente de la ciudad [de Rabbá, que sitiaban] efectuó una salida y
atacaron a Joab; hubo varios muertos entre los oficiales de David y uno de
ellos fue Urías el hitita. Joab mandó a David noticias de las operaciones, y dio
esta orden al mensajero: «Cuando hayas terminado de contar al rey todos los
detalles de la batalla, a lo mejor el rey se va a enojar y te dirá: ¿Por qué se
acercaron a la ciudad? ¿No saben que les disparan desde lo alto de las
murallas? (...) ¿Por qué se acercaron tanto a las murallas? Entonces tú
sencillamente le responderás: "Tu servidor Urías el hitita murió también"».
Partió el mensajero y a su arribo le transmitió a David todo el mensaje de
Joab. David se enojó (...) «Pero entonces [le relató el mensajero] los arqueros
dispararon desde lo alto de las murallas contra tus servidores, murieron varios
guardias del rey y entre ellos estaba Urías el hitita.»
David dijo al mensajero: «Dile a Joab que no se preocupe más por este
asunto, porque la espada devora tanto aquí como acullá. Dile que refuerce su
ataque contra la ciudad hasta que la destruya; que se mantenga firme».
Supo la mujer de Urías que su marido había muerto. Hizo duelo por él, y
cuando se terminaron los días de duelo, David la mandó a buscar. La llevó a su
casa, la tomó por mujer y ella le dio un hijo; pero lo que David había hecho le
pareció pésimo a Yavé (2 Sm 11,1-26)
Gran ejemplo es el que nos dejó David a través de la palabra inspirada de
Dios. Veamos:
“Mientras su ejército estaba luchando contra los amonitas, el rey se
relajaba con una siesta; ya levantado y ocioso, subió a su terraza y se puso a
espiar a una mujer mientras se bañaba; y dado que lo que vio le puso a tono, y
a pesar de saber que la belleza desnuda era la esposa de uno de sus oficiales,
se la hizo traer hasta su cama y le «lavó los pies» con tal esmero que la dejó
embarazada”.
¿Qué hacer en este caso? Pues llamar al marido, que estaba en la guerra,
y darle un breve permiso a fin de que pudiese acostarse con su esposa y luego
vaya usted a saber si la criatura era del padre o del vecino. El rey intentó forzar
a Urías para que se acostase con Betsabé, incluso emborrachándole, pero el
marido no entró al trapo (¿sabría lo de sus cuernos?) y David se quedó sin la
coartada que buscaba para camuflar el origen del embarazo. En vista del
fracaso, el rey ordenó que Urías regresase a la guerra y que lo situasen en una
posición de peligro en la que pudiese ser asesinado (que no muerto). Ultimado
el marido, la mujer acudió como un corderillo a la cama de David, en la que se
quedó a vivir... aunque, eso sí, «lo que David había hecho le pareció pésimo a
Yavé».
El final del versículo le da cierta esperanza al lector; ahora, por fin, Dios
afirmaba que veía con malos ojos la canallada de su protegido. A cientos de
otros tipos los fulminó por menos, pero aquí David se había jugado el cuello. El
propio Dios había establecido la pena de muerte para ambos amantes, sin
discusión posible. Pero no, la ley de Dios está para saltársela a la torera y el
Señor se la aplica caprichosamente a quien le da su divina gana.
Los adúlteros David y Betsabé no recibieron ese castigo tan varonil y tan
bíblico —y que tanto parece complacer a Dios— consistente en ser lapidados
hasta morir. No. Dios, muy cuco él, para castigar al rey adúltero y asesino se
ensañó personalmente con terceros que eran totalmente inocentes y ajenos a
la conducta depravada de David, el ungido de Dios que llevó siempre en su
seno «el espíritu de Yavé» (1 Sm 16,13). Así lo cuenta la palabra inspirada de
Dios:
Yavé mandó donde David al profeta Natán (...) Entonces Natán dijo a
David (...) Esto dice Yavé, el Dios de Israel: «Te consagré como rey de Israel,
te libré de las manos de Saúl, te di la casa de tu señor y las mujeres de tu
señor, te di la casa de Israel y la de Judá, y por si esto fuera poco, habría
hecho mucho más por ti. ¿Por qué pues despreciaste la palabra de Yavé? ¿Por
qué hiciste esa cosa tan mala a sus ojos de matar por la espada a Urías el
hitita? Te apoderaste de su mujer y lo mataste por la espada de los amonitas.
Por eso, la espada ya no se apartará más de tu casa, porque me despreciaste
y tomaste a la mujer de Urías el hitita para hacerla tu propia mujer».
Esto dice Yavé: «Haré que te sobrevenga la desgracia desde tu propia
casa; tomaré a tus mujeres ante tus propios ojos y se las daré a tu prójimo, que
se acostará con ellas a plena luz del sol. Tú hiciste esto en secreto, pero yo
llevaré a cabo eso en presencia de todo Israel, a pleno día».
David dijo a Natán: «¡Pequé contra Yavé!». Y Natán le respondió:
«Yavé te perdona tu pecado, no morirás. Sin embargo, puesto que con
esto despreciaste a Yavé, el hijo que te nació morirá». Mientras Natán
regresaba a su casa, Yavé hirió al hijo que la mujer de Urías había dado a
David, que cayó enfermo. [¡Genial! Tal como es norma en muchos relatos
bíblicos, Dios perdona y beneficia al criminal (que es de su cuerda, claro) y se
ensaña con los inocentes.]
David pidió a Dios por su hijo, se negaba a comer y cuando regresó a su
casa, dormía en el suelo (...) Al séptimo día, el niño murió (...) Entonces David
se levantó, se bañó, se perfumó y se cambió de ropa. Entró en la Casa de
Yavé, donde se postró; luego regresó a su casa y pidió que le sirvieran algo y
comió.
Sus servidores le dijeron: «¿Qué haces? Cuando el niño estaba vivo,
ayunabas, llorabas, y ahora que está muerto, te levantas y comes». Respondió:
«Mientras el niño estaba aún con vida, ayunaba y lloraba, pues me decía:
¿Quién sabe? A lo mejor Yavé tiene piedad de mí y sana al niño» (...)
David consoló a su mujer Betsabé, la fue a ver y se acostó con ella [otro
gran ejemplo de sensibilidad varonil para con una mujer que acababa de perder
a su hijo; ¡tranquila, mujer, que ya te hago otro!, debió de decirle para
consolarla], quien concibió y dio a luz a un niño, al que le puso el nombre de
Salomón. Yavé amó a ese niño, y mandó al profeta Natán, que lo llamó
Yedidya, es decir, amado de Yavé, por encargo suyo (2 Sm 12,1-25).
Recapitulemos: David y Betsabé delinquieron gravemente y se hicieron
reos de ejecución, según la ley divina dada a su pueblo, pero Dios prefirió dejar
sus crímenes impunes, aunque, como alguien tiene que pagar siempre el pato,
'cebó su furia divina en las pobres mujeres de David, a las que, según dice,
tomó «ante tus propios ojos [de David] y se las daré a tu prójimo, que se
acostará con ellas a plena luz del sol»; ¿qué culpa tenían las mujeres del rey
para que Dios, sin causa ni razón, las prostituyese a su antojo y las deshonrase
en público? Y la justicia divina alcanzó su cenit al liquidar sin escrúpulos a un
niño absolutamente inocente; un crimen con el que Dios, de nuevo, incumplió
de forma flagrante su propia ley.
David, tras sus crímenes —y el castigo divino en otras carnes—, siguió
gobernando con el amparo de Dios y murió tras haber «reinado cuarenta años
en Israel: siete años en Hebrón y treinta y tres en Jerusalén» (1 Re 2,10).
Betsabé, la siempre pronta a la cama de su rey, fue premiada por Dios al
permitirle entronizar como sucesor del rey David al segundo hijo de ambos, a
Salomón.
Y por si hubiere alguna duda de que las conductas delictivas de David
fueron del agrado de Dios, podemos leer como éste, hablando por boca del
profeta Ajías, se refiere al ya fallecido rey David elogiosamente «como mi
servidor David, quien cumplía mis mandamientos, caminaba con todo su
corazón siguiéndome, y hacía lo que es recto a mis ojos» (1 Re 14,8).
Todo un
modelo de santo varón, sin duda.
Valga ahora un último y breve episodio bíblico para acabar de mostrar qué
concepto tenía David y su gente de las mujeres:
“El rey David se estaba poniendo viejo, tenía mucha edad; aunque lo
tapaban con frazadas, no podía calentarse. Sus servidores le dijeron: «Que
vayan a buscar para el rey mi señor a una joven virgen, que esté a su servicio,
lo cuide, duerma con él y dé calor al rey mi señor».
Buscaron pues a través de todo el territorio de Israel a una joven hermosa
y hallaron a Abisag de Sunam; la llevaron donde el rey. Esa joven era
realmente muy hermosa, cuidaba al rey, lo servía, pero éste no tuvo relaciones
[sexuales] con ella (1 Re 1,1-4).
En la Biblia, las mujeres no sólo servían para aplacar la calentura
hormonal de los muchos y muy santos varones que deambulan por sus
páginas, también eran usadas como objeto de abrigo para reyes mujeriegos
venidos a menos (o a nada). La palabra de Dios, con la historia de Abisag,
aportó un nuevo significado al concepto de mujer objeto. Y, en este caso,
también nos permitió descubrir, desde un principio, la catadura moral del que
sería considerado como el gran rey Salomón, que asesinó a su hermano por
querer casarse con Abisag.
Adonías, hijo mayor de David y, por ello, legítimo heredero al trono, le
solicitó a la ya viuda Betsabé que intermediase para que su hijo Salomón le
diese en matrimonio a la todavía virgen (se supone) Abisag, pero el ambicioso
y nada escrupuloso Salomón, temeroso de perder un trono que no merecía,
ordenó asesinar a su hermano (que fue el primero de una larga lista de
homicidios preventivos para poder asegurarse la poltrona):
Ella le dijo: «Permite que Abisag la sunamita sea dada como esposa a tu
hermano Adonías». El rey Salomón respondió a su madre: «¿Por qué pides a
Abisag la sunamita para Adonías? Pide mejor para él la realeza, pues es mi
hermano mayor y están con él el sacerdote Ebiatar y Joab, hijo de Seruya».
Entonces el rey Salomón juró por Yavé: «¡Que Dios me maldiga una y otra vez
si Adonías no paga con su vida esa palabra que ha dicho! Lo juro por Yavé,
que ha confirmado mi poder, que me hizo sentar en el trono de David mi padre
y que me dio una casa como lo había prometido, que hoy mismo Adonías será
ejecutado». El rey Salomón encargó el asunto a Benaías, hijo de Yoyada, quien
hirió de muerte a Adonías» (1 Re 2,21-25).
Bendita sea toda esa panda de santos varones elegidos muy
expresamente por el Altísimo...
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: los poderosos pueden
conculcar e ignorar las leyes a placer... porque siempre habrá inocentes que
acaben pagando las culpas por ellos.
DIOS LE DIO COARTADA Y EXCUSA A LOS VARONES CELOSOS
PARA HUMILLAR A SUS MUJERES Y HACERLAS ABORTAR
Debe reconocerse que el dios bíblico gustaba del detalle, y nada humano
le era ajeno, en especial si beneficiaba al varón en perjuicio de las mujeres.
En los tiempos bíblicos, los varones, por muy pueblo de Dios que fuesen,
no parecían fiarse un pelo de sus mujeres —cosa comprensible si cada varón
suponía que el resto de su especie se comportaba tal como quería hacerlo él
mismo— y, claro, surgían dudas y celos.
Ayer, como hoy, los varones tenían bula para ser depredadores sexuales,
pero «sus» legítimas, ni hablar de la cosa; por eso Dios, siempre atento a los
menesteres y cavilaciones de alcoba, salió en auxilio del varón y ordenó un
ritual para que los maridos celosos, fuesen cornudos o no, obtuviesen una vía
divina para poder humillar públicamente a sus mujeres y, de paso, si se
terciaba, poder sacárselas de casa para ir a por otra más de su gusto.
Dios iluminó y guió a los maridos celosos, incluso a los que no tenían
motivo ninguno para la sospecha, desde los elocuentes e inspirados versículos
de Números que transcribimos seguidamente:
Yavé dijo a Moisés: «Habla a los hijos de Israel respecto del caso
siguiente. Un hombre tiene una mujer que se porta mal y lo engaña; otro
hombre ha tenido relaciones con ella en secreto y ella supo disimular este acto
impuro de tal manera que nadie lo ha visto y no hay testigos.
»Puede ser que un espíritu de celos entre en el marido y que tiene
sospechas porque, de hecho, se hizo impura. Pero también puede ser que un
espíritu de celos le haya entrado y tenga sospechas, siendo que ella le ha sido
fiel.
»En estos casos, el hombre llevará a su mujer ante el sacerdote y
presentará por ella la ofrenda correspondiente: una décima de medida de
harina de cebada. No derramará aceite sobre la ofrenda, ni le pondrá incienso,
pues es ofrenda de Celos, o sea, ofrenda para recordar y descubrir una culpa.
»El sacerdote hará que se acerque la mujer ante Yavé, tomará luego agua
santa en un vaso de barro y, recogiendo polvo del suelo de la Morada, lo
esparcirá en el agua. Así, puesta la mujer delante de Yavé, el sacerdote le
descubrirá la cabeza y pondrá en sus manos la ofrenda para recordar la culpa,
mientras que él mismo tendrá en sus manos el agua de amargura que trae la
maldición.
»Entonces el sacerdote pedirá a la mujer que repita esta maldición: "Si
nadie más que tu marido se ha acostado contigo y no te has descarriado con
otro hombre, esta agua amarga que trae la maldición manifestará tu inocencia.
Pero si te has ido con otro que no es tu marido, y te has manchado teniendo
relaciones con otro hombre..."
»Y el sacerdote proseguirá con la fórmula de maldición: "Que Yavé te
convierta en maldición y abominación en medio de tu pueblo; que se marchiten
tus senos y que se te hinche el vientre. Entren en tus entrañas las aguas que
traen la maldición, haciendo que se pudran tus muslos y reviente tu vientre". Y
la mujer responderá: "¡Así sea, así sea!".
»Después, el sacerdote escribirá en una hoja estas imprecaciones y las
lavará en el agua amarga. Y dará a beber a la mujer estas aguas que traen la
maldición. El sacerdote tomará de manos de la mujer la ofrenda por los celos,
la llevará a la presencia de Yavé y la pondrá sobre el altar. Luego tomará un
puñado de la harina ofrecida en sacrificio y la quemará sobre el altar;
finalmente, dará a beber el agua amarga a la mujer.
»Si la mujer fue infiel a su marido y se hizo impura, el agua que bebió se
volverá amarga en ella, se le hinchará el vientre y se le marchitarán los senos y
será mujer maldita en medio de su pueblo. Pero si la mujer no se hizo impura,
sino que ha sido fiel, no sufrirá y podrá tener hijos.
ȃste es el rito de los celos, para cuando una mujer peca con otro hombre
y se hace impura; o para cuando a un hombre le entren celos y se ponga
celoso de su esposa. Entonces llevará a su esposa en presencia de Yavé y el
sacerdote cumplirá todos estos ritos. Con esto el marido estará exento de culpa
y ella pagará la pena de su pecado» (Nm 5,11-31).
El dios bíblico copió aquí una costumbre ancestral de otras culturas, como
la babilónica o la hitita, que arrojaban al río a la persona cuestionada y si no
moría ahogada la declaraban inocente. Es lo que se conoce como ordalía o
juicio por ordalía.
Obviando la escasa imaginación de Dios, que tuvo que apropiarse de un
ritual procedente de culturas «enemigas», resalta en este ceremonial lo que es
una norma bíblica: la mujer no tiene derechos, es siempre susceptible de
sospecha y de castigo, mientras que el varón es el depositario de todas las
acciones posibles, ya sea en beneficio suyo y/o en contra de las mujeres.
La clave de este nuevo abuso contra la mujer está en esa «agua amarga»,
de la que nada se especifica, aunque los exegetas apunten que «si ella le
había sido infiel, esta bebida le sería para maldición, sufriendo de hidropesía
bajo la mano de Dios».
Con hidropesía o sin ella, viendo cómo eran los varones del pueblo elegido
de Dios, lo único que cabe suponer es que esa «agua amarga», que actuaba
«haciendo que se pudran tus muslos y reviente tu vientre», contenía algunas
plantas tóxicas, de uso tradicional desde la más remota antigüedad, adecuadas
para provocar el efecto previamente buscado por el marido y pactado (y
pagado) con el sacerdote oficiante.
Este efecto buscado por el varón celoso podría ser desde una fuerte
diarrea delatadora de la culpa de su mujer (que la haría rea de lapidación por
adúltera), hasta un oportuno y discreto aborto forzado por la ingesta de ruda,
tarraguillo u otras plantas tóxicas similares que, tras la purificación —esto es,
tras el aborto o interrupción voluntaria del embarazo—, permitían asegurarle al
varón celoso —de su mujer y de su semen— la paternidad del siguiente
embarazo.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: que la mujer aborte no
es pecado, si ha sido un varón quien la ha forzado a interrumpir su embarazo.
AARÓN Y MIRIAM, HERMANOS DE MOISÉS, MURMURARON DE ÉL,
PERO DIOS SÓLO CASTIGÓ CON LA LEPRA A LA MUJER, AL VARÓN NI
LE ROZÓ
Nos encontramos de nuevo con un ejemplo magnifico del desprecio que
siente Dios por la mujer.
En este caso, dos hermanos, el gran Aarón y Miriam (la primera que
recibió el título de profetisa), comentaron entre sí que Moisés —que le debía
gran parte de su fama al trabajo de sus dos hermanos— quizá se estuviese
excediendo por algo que no queda nada claro en el versículo: podía ser por
haberse casado con una determinada señora (negra, por cierto), o por acaparar
las conversaciones con Dios, pero algo de Moisés no les complacía, según
parece.
Y va Dios y los escuchó, claro. Que Dios no se enteraba nunca de cuando
violaban o mataban a una mujer, o de cuando sus varones predilectos
delinquían a dos manos, pero en esta ocasión sí estuvo al loro, y obró en
consecuencia... castigando a la mujer, of course. Veamos:
“Miriam y Aarón murmuraban contra Moisés porque había tomado como
mujer a una cuchita (del territorio de Cuch) [se refiere a una cusita o etíope,
quizá fuese Séfora]. ¿Acaso Yavé, decían, sólo hablará por medio de Moisés?
¿No habló también por nuestro intermedio? Y Yavé lo oyó [parece que Dios
sólo oye lo que más le conviene en cada ocasión]. Ahora bien, Moisés era un
hombre muy humilde. No había nadie más humilde que él en la faz de la tierra
[sin embargo, Dios le castigará terriblemente acusándole justo de lo contrario;
vénse Nm 20,9-12. De repente Yavé les dijo a Moisés, Aarón y Miriam:
«iSalgan los tres del campamento y vayan a la Tienda de las Citas!». Salieron
pues los tres. Entonces Yavé bajó en la columna de nube y se puso a la
entrada de la Tienda. Llamó a Aarón y a Miriam, quienes se acercaron.
Yavé les dijo entonces: «Oigan bien mis palabras: Si hay en medio de
ustedes un profeta me manifiesto a él por medio de visiones y sólo le hablo en
sueños. Pero no ocurre lo mismo con mi servidor Moisés; le he confiado toda
mi Casa y le hablo cara a cara. Es una visión clara, no son enigmas; él
contempla la imagen de Yavé. ¿Cómo, pues, no tienen miedo de hablar en
contra de mi servidor, en contra de Moisés?». La cólera de Yavé se encendió
contra ellos, y se retiró. Cuando se disipó la nube que estaba encima de la
Tienda, Miriam había contraído la lepra: su piel estaba blanca como la nieve.
¡Aarón se volvió hacia ella y se dio cuenta de que estaba leprosa!
Aarón le dijo entonces a Moisés: «Te lo suplico, Señor, no nos hagas
pagar este pecado, esta locura de la que estábamos poseídos. Que no sea
como el aborto cuyo cuerpo ya está medio destrozado cuando sale del vientre
de su madre».
Entonces Moisés suplicó a Yavé: «¡Por favor, detente! ¡Sánala!». Pero
Yavé le respondió a Moisés: «Si su padre la hubiera escupido en la cara,
habría tenido que esconderse de vergüenza durante siete días. Que sea pues
excluida del campamento por siete días, después de lo cual se reintegrará».
Miriam quedó pues fuera del campamento por siete días, y mientras ella no
regresara el pueblo no se movió (Nm 12,1-15).
A pesar de que «la cólera de Yavé se encendió contra ellos», contra
ambos hermanos, la única que recibió el castigo de la lepra fue la mujer,
Miriam, mientras que a su hermano, que también reconoció estar «poseído» y
haber puesto a caer de un burro a Moisés, Dios no le mandó ni siquiera un
poco de caspa. La misoginia divina es más que evidente.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: si tienes a mano a una
mujer que puedas maltratar, evita dar ejemplo castigando a un varón.
DIOS RECURRIÓ A COMPARACIONES PORNOGRÁFICAS,
DEGRADANTES PARA LAS MUJERES
Por lo visto hasta aquí, dentro del Antiguo Testamento no cabe esperar
ningún respeto hacia las mujeres por parte de los varones bíblicos, y tampoco
por parte de Dios, pero sin duda sobrepasa lo excesivo el uso degradante del
género femenino que la inspirada palabra de Dios tuvo a bien emplear en uno
de los capítulos de Ezequiel.
El muy insigne sacerdote y profeta Ezequiel, en un capítulo que en algunas
biblias se titula «Las dos hermanas», transmitió la cólera que sentía Dios contra
los habitantes de Samaria y Jerusalén, reos de haberse alejado de la sumisión
divina, usando el recurso literario de dos mujeres, dos hermanas —Ohola y
Oholiba, que representan a Samaria y Jerusalén, capitales respectivas de los
reinos de Israel y Judá—, que se habían prostituido hasta la degradación con
cuantos pueblos vecinos tenían ambos reinos hebreos.
El uso de la imagen femenina no es casual, ya que para Dios y sus
varones bíblicos las mujeres no representaban más que objetos de uso y
abuso, cuasi personas que podían dañar sin límites para servir de ejemplo y
escarmiento general, y seres obtusos y malignos que engañaban, seducían y
corrompían, con sus «prostituciones» —una palabra muy bíblica—, a los
pobres varones, que, santas criaturitas ellos, podían ser ladrones, asesinos,
genocidas o violadores sin perder por ello la bendición divina. Así pues,
identificar a Samaria y Jerusalén con dos prostitutas desenfrenadas entraba
dentro de la lógica de esos tipos, que no se cortaron un pelo a la hora de las
descripciones, aportando, para la educación moral de la cristiandad futura,
frases como la siguiente:
“Ardía [Oholiba] en deseo por unos desvergonzados que se calentaban
como burros y cuyo sexo era como el de los caballos (Ez 23,20)”.
La traducción de este versículo, tal como veremos más adelante, está muy
edulcorada, ya que si analizamos las palabras usadas en la versión hebrea
disponible nos encontraremos con un texto todavía más explícito: «[Oholiba]
suspiraba por acostarse (y tener sexo) con sus amantes, cuyos genitales son
(de color pardo rojizo) como los burros, y su eyaculación hace brincar de gozo
(o brinca como los caballos)».
Con textos como éste, y como el resto de pasajes bíblicos con claro
contenido sexual, se comprende que, en la época victoriana, la Biblia fuese
usada como texto para evocar fantasías aptas para encaminar las pulsiones
masturbatorias de varones píos de cualquier ralea.
El relato que seguirá, firmado por un sacerdote profeta más que peculiar y
que a todas luces parece que estuvo aquejado de un trastorno mental bien
conocido, podría comprenderse —y despreciarse—si se atribuyese a Ezequiel,
pero resulta que no es así, ya que, tal como vimos, el Catecismo católico —y el
resto de las Iglesias cristianas— obliga a creer que «los libros del Antiguo y del
Nuevo Testamento, en todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto
que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor».
Veremos, pues, seguidamente, como la inspirada palabra de Dios se
explaya en un relato obsceno, cuasi pornográfico —o pornográfico del todo
para el gusto clerical oficial al uso—, que degrada la imagen de la mujer
expresamente, por el mero gusto de hacer tal cosa.
Se me dirigió esta palabra de Yavé [dice Ezequiel]: «Hijo de hombre, había
dos mujeres, hijas de una misma madre. Desde su juventud en Egipto
empezaron a prostituirse, metían mano en sus senos y acariciaban su pecho
de muchachas [¿era preciso dar este tipo de detalles, con tono de reprimido
enfermizo, para hablar metafóricamente de dos reinos?]. La mayor se llamaba
Ohola y su hermana Oholiba; eran mías [de Dios, se entiende] y me dieron
hijos e hijas. Ohola es Samaria y Oholiba, Jerusalén.
Ohola me engañó: ardía de pasión por sus amantes. Eran sus vecinos
asirios, gobernadores y funcionarios vestidos de púrpura, jóvenes y bien
apuestos en sus caballos. Con ellos me engañó, con esos asirios de clase alta.
Ardía de amor por ellos, y al mismo tiempo se ensuciaba con sus ídolos. Pero
no se había olvidado de sus prostituciones con los egipcios, sino que seguían
acostándose con ella, manoseaban sus senos y abusaban de ella. Por eso, la
entregué en manos de sus amantes, en manos de los asirios por quienes ardía
en amor. La desnudaron, tomaron a sus hijos e hijas y los mataron a espada;
se hizo famosa entre las mujeres debido al castigo que se le infligió [en medio
de ese lenguaje soez, Dios presume de haber causado la muerte de Ohola,
esto es, de la gente de Israel, entregándolos a los asirios].
Su hermana Oholiba fue testigo de todo eso, pero sus desvaríos y
prostituciones superaron a los de su hermana. También ella ardía de pasión
por sus vecinos asirios, esos gobernadores y jefes que andaban ricamente
vestidos, jóvenes y bien apuestos en sus caballos. Vi cómo se ensuciaba,
cómo ambas seguían el mismo camino. Lo hizo peor aún en su prostitución
cuando vio esas imágenes de caldeos pintadas de color rojo, de esos hombres
que se veían pintados en los muros, con sus fajas en la cintura y grandes
turbantes en sus cabezas, esos hombres de aspecto marcial cuyo país natal es
Caldea [Antonio Gala no los hubiese descrito con mayor sensibilidad
masculina]. Apenas los vio, se encendió en ella el deseo por ellos: envió
mensajeros a donde ellos en Caldea.
Los hijos de Babilonia vinieron para ensuciarla con sus prostituciones, y la
dejaron tan mancillada que su corazón se apartó de ellos. Pero como ella se
había prostituido y entregado, mi corazón también se apartó de ella como se
había ya apartado de su hermana. Sí, ella multiplicaba sus prostituciones,
revivía su juventud cuando se prostituía en Egipto. Ardía en deseo por unos
desvergonzados que se calentaban como burros y cuyo sexo era como el de
los caballos. [Teniendo en cuenta el significado de las palabras hebreas de
este versículo, y tal como ya adelantamos, una traducción más fiel con el
espíritu original sería: «Suspiraba [Oholiba] por acostarse (y tener sexo) con
sus amantes, cuyos genitales son (de color pardo rojizo) como los burros, y su
eyaculación hace brincar de gozo (o brinca como los caballos)».]
Sí, Jerusalén, volviste a la degradación de tu juventud, cuando los egipcios
acariciaban tu pecho y pasaban sus manos por tus senos. Por eso, Oholiba,
esto dice Yavé: «Voy a azuzar en contra tuya a tus amantes de los cuales se
apartó tu corazón; los reuniré en tu contra de todas partes (...) Una coalición de
pueblos vendrán del norte para asaltarte con sus carros y carretas. Se lanzarán
contra ti de todas partes con sus escudos, armas y cascos, les encargaré que
te juzguen y te juzgarán según sus leyes.
»Daré libre curso a mis celos contigo: te tratarán cruelmente, te cortarán la
nariz y las orejas, y lo que quede de tus hijos caerá por la espada. Tomarán a
tus hijos y a tus hijas, y los sobrevivientes serán devorados por las llamas. Te
despojarán de tus vestidos y te quitarán tus joyas; así pondré fin a tu mala
conducta y a tus prostituciones iniciadas en Egipto. Ya no los mirarás más ni
pensarás más en Egipto». [Queda claro que es el propio Dios quien se
reconoce corroído por los celos y se declara autor, como venganza, de la
destrucción de Jerusalén (Judá).]
Esto dice Yavé: «Te entregaré en manos de los que tú odias (...) En tu odio
te maltratarán, se apoderarán de todo el fruto de tu trabajo y te dejarán
desnuda y sin nada; no te quedará más que la vergüenza por tus
prostituciones, desvaríos y mala conducta. Todo eso te pasará porque te
prostituiste con las naciones y con sus sucios ídolos (...)».
Yavé me dijo de nuevo: «Hijo de hombre, ¿no quieres juzgar a Ohola y a
Oholiba y echarles en cara sus crímenes? Han sido adúlteras, sus manos están
llenas de sangre, cometieron adulterio con sus innumerables ídolos, hicieron
pasar por el fuego a los hijos que me habían dado a luz» (...)
«Mandaste venir hombres de tierras lejanas, les enviaste mensajeros y
éstos vinieron. Para ellos te bañaste, te maquillaste los ojos y te pusiste tus
joyas. Luego te reclinaste sobre una cama lujosa; delante de ella pusieron una
mesa y allí depositaste mi incienso y mi aceite. Se oía el ruido como de una
muchedumbre enfiestada (...) Entonces dije de esa ciudad carcomida por el
vicio: "¡Qué prostituta!". Van a su casa como quien va a un prostíbulo. Y así en
efecto iban a casa de Ohola y de Oholiba para hacer el mal. Actuaron con
justicia los que les aplicaron la sentencia que conviene a las mujeres adúlteras,
la condenación reservada a las que derraman sangre» (...)
Sí, esto dice Yavé: «Convoquen la asamblea, condénenlas al terror y al pillaje. La asamblea las lapidará y las herirán con la espada, matarán a sus hijos y a sus hijas y quemarán sus casas (...) Así, pondré término a la degradación en el país; eso servirá de lección a todas las mujeres, para que no cometan las mismas faltas (...) entonces sabrás que yo soy Yavé» (Ez 23,1- 49). Unos capítulos antes, quizá para hacer boca antes de bramar lo recién citado, Dios, refiriéndose a Jerusalén, ya había hablado a través de Ezequiel en igual sentido y recurriendo a la misma comparación con una prostituta, aunque usando un lenguaje algo más comedido: «¡Cuál no será mi furor —dice Yavé— al ver tu mala conducta de prostituta insolente! Cuando levantabas tu estrado en todas las entradas de camino o en las plazas, no pedías tu paga como lo hace la prostituta, sino que eras la mujer adúltera que busca extraños en vez de su marido. A las prostitutas les dan un regalo, pero tú, en cambio, dabas regalos a tus amantes; les pagabas para que vinieran de todas partes a envilecerse contigo. Te prostituías, pero era al revés de las otras mujeres: nadie corría detrás de ti, sino que tú pagabas y nadie te pagaba. Realmente no eras como las demás». [Precisión divina: no era ramera, sino mujer infiel y viciosa...] Por eso, prostituta, escucha esta palabra de Yavé: Ya que mostraste tu desnudez en tus prostituciones con tus amantes, con todos tus ídolos abominables, ya que derramaste la sangre de tus hijos, yo, a mi vez, reuniré a todos tus amantes con los que te calentaste, a los que querías y a los que aborrecías; los reuniré en contra tuya de todas partes y ante ellos descubriré tu desnudez: te verán privada de todo. Te aplicaré la sentencia de las mujeres adúlteras y criminales; te entregaré a la cólera y a la indignación (...) Cuando haya descargado mi furor, se acabará mi indignación, me calmaré y no me enojaré más (Ez 16,30-42). [Dios pierde la calma, insulta, se encoleriza y masacra; vaya falta de control, un varón maltratador no lo haría peor.] Este tipo de discurso no era original, ya que en torno a unas tres décadas antes de que Ezequiel se dedicase al oficio de profeta, Dios, hablando también por boca de otro colega, Jeremías, ya había tratado el mismo asunto y de una manera similar, aunque con un lenguaje más correcto... si no tenemos en cuenta lo fundamental, esto es, que el género femenino, también aquí, sirvió para personificar la perversión y corrupción de Israel y Judá: Yavé me dijo, cuando era rey Josías: «¿Has visto lo que ha hecho la infiel de Israel? Se ha entregado en cualquier cerro alto y bajo cualquier árbol verde. Y yo me decía: "Después de todo lo hecho. volverá a mí"; pero no volvió. Todo esto lo vio Judá, su perversa hermana; vio cómo yo me separaba de la infiel Israel, dándole el certificado de divorcio por todas sus traiciones; pero ni siquiera se ha asustado [vaya, Dios también recurre al divorcio... para coaccionar a su mujer], y ha salido también a ejercer la prostitución. Su conducta descarada ha sido una deshonra para todo el país, pues ella también pecó con dioses de piedra y de madera (...) Sin embargo, así como una mujer traiciona a su amante, así me ha engañado la gente de Israel» (Jr 3,6-20).
Sí, esto dice Yavé: «Convoquen la asamblea, condénenlas al terror y al pillaje. La asamblea las lapidará y las herirán con la espada, matarán a sus hijos y a sus hijas y quemarán sus casas (...) Así, pondré término a la degradación en el país; eso servirá de lección a todas las mujeres, para que no cometan las mismas faltas (...) entonces sabrás que yo soy Yavé» (Ez 23,1- 49). Unos capítulos antes, quizá para hacer boca antes de bramar lo recién citado, Dios, refiriéndose a Jerusalén, ya había hablado a través de Ezequiel en igual sentido y recurriendo a la misma comparación con una prostituta, aunque usando un lenguaje algo más comedido: «¡Cuál no será mi furor —dice Yavé— al ver tu mala conducta de prostituta insolente! Cuando levantabas tu estrado en todas las entradas de camino o en las plazas, no pedías tu paga como lo hace la prostituta, sino que eras la mujer adúltera que busca extraños en vez de su marido. A las prostitutas les dan un regalo, pero tú, en cambio, dabas regalos a tus amantes; les pagabas para que vinieran de todas partes a envilecerse contigo. Te prostituías, pero era al revés de las otras mujeres: nadie corría detrás de ti, sino que tú pagabas y nadie te pagaba. Realmente no eras como las demás». [Precisión divina: no era ramera, sino mujer infiel y viciosa...] Por eso, prostituta, escucha esta palabra de Yavé: Ya que mostraste tu desnudez en tus prostituciones con tus amantes, con todos tus ídolos abominables, ya que derramaste la sangre de tus hijos, yo, a mi vez, reuniré a todos tus amantes con los que te calentaste, a los que querías y a los que aborrecías; los reuniré en contra tuya de todas partes y ante ellos descubriré tu desnudez: te verán privada de todo. Te aplicaré la sentencia de las mujeres adúlteras y criminales; te entregaré a la cólera y a la indignación (...) Cuando haya descargado mi furor, se acabará mi indignación, me calmaré y no me enojaré más (Ez 16,30-42). [Dios pierde la calma, insulta, se encoleriza y masacra; vaya falta de control, un varón maltratador no lo haría peor.] Este tipo de discurso no era original, ya que en torno a unas tres décadas antes de que Ezequiel se dedicase al oficio de profeta, Dios, hablando también por boca de otro colega, Jeremías, ya había tratado el mismo asunto y de una manera similar, aunque con un lenguaje más correcto... si no tenemos en cuenta lo fundamental, esto es, que el género femenino, también aquí, sirvió para personificar la perversión y corrupción de Israel y Judá: Yavé me dijo, cuando era rey Josías: «¿Has visto lo que ha hecho la infiel de Israel? Se ha entregado en cualquier cerro alto y bajo cualquier árbol verde. Y yo me decía: "Después de todo lo hecho. volverá a mí"; pero no volvió. Todo esto lo vio Judá, su perversa hermana; vio cómo yo me separaba de la infiel Israel, dándole el certificado de divorcio por todas sus traiciones; pero ni siquiera se ha asustado [vaya, Dios también recurre al divorcio... para coaccionar a su mujer], y ha salido también a ejercer la prostitución. Su conducta descarada ha sido una deshonra para todo el país, pues ella también pecó con dioses de piedra y de madera (...) Sin embargo, así como una mujer traiciona a su amante, así me ha engañado la gente de Israel» (Jr 3,6-20).
Usar el género femenino para describir metafóricamente las conductas
más deplorables del varón, y/o las desviaciones sociales y desgracias
provocadas por su mano, fue un hábito común en los escritos inspirados por el
dios bíblico, del mismo modo que lo fue atribuir a mujeres —extranjeras casi
siempre— la presunta corrupción en la que cayeron sociedades y reyes.
Un conocido ejemplo lo encontramos en medio de la epopeya de Moisés:
“Israel se instaló en Sitim y el pueblo se entregó a la prostitución con las
hijas de Moab. Ellas invitaron al pueblo a sacrificar a sus dioses: el pueblo
comió y se postró ante los dioses de ellas. Israel se apegó al Baal de Fogor y
se encendió la cólera de Yavé contra Israel.
Yavé dijo entonces a Moisés: «Apresa a todos los cabecillas del pueblo y
empálalos de cara al sol, ante Yavé; de ese modo se apartará de Israel la
cólera de Yavé» (Nm 25,1-4).
Resulta absurdo pensar que un pueblo que había gozado de tanta
milagrería estrepitosa tras su salida de Egipto pasase a adorar a los dioses de
las mujeres moabitas con las que comenzaron a ayuntarse, pero eso le convino
decir a Dios, haciéndolas a ellas responsables de la transgresión y
aprovechando la ocasión para castigar a su pueblo matando a veinticuatro mil
israelitas (Nm 25,9). También el rey sabio, según relata la palabra de Dios, fue
víctima de las mujeres:
Así fue como pecó Salomón, rey de Israel. No había otro rey como él en
ninguna parte, era amado de su Dios, que lo había puesto como rey de todo
Israel, y sin embargo las mujeres extranjeras lo hicieron pecar (Neh 13,26). Sus
mil mujeres «pervirtieron su corazón» (1 Re 11,2) y «cuando Salomón fue de
edad, sus mujeres arrastraron su corazón tras otros dioses; ya no fue
totalmente de Yavé Dios como lo había sido su padre David» (1 Re 11,4).
Pobre rey Salomón, comenzó su carrera real asesinando a su hermano
para que no le disputase el cargo, la siguió sometiendo a sangre y fuego y
esclavizando a decenas de pueblos, y resulta que esas mil mujeres que
encerró de por vida en su harén para satisfacer su descomunal lascivia
«pervirtieron su corazón». ¿Cómo puede pervertirse un corazón perverso? Y —
se queja la palabra divina— no fue totalmente de Dios como lo fue su padre
David ¡¿?!, ese tipo del que ya recordamos algunos de sus muchos crímenes
execrables que, eso sí, agradaron a Dios. Sin embargo, en la Biblia se hizo
aparecer a las mujeres como culpables de que el reino de Salomón se perdiese
a causa de un enésimo y torticero castigo divino.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: aunque la inmensa
mayoría de las desgracias de cualquier comunidad tienen por causa acciones
de varones —la negra noche del patriarcado ahoga el planeta desde hace
demasiados milenios—, no hay dios, ni varón piadoso, que pierda ocasión de
presentar a las mujeres como la imagen y la causa del mal. Cobardía y maldad
suelen ir de la mano, por eso este relato enseña, también, que no hay varón
más peligroso que aquel que se siente celoso y despechado (según lo
expuesto en Ez 23,25).
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